El papa Francisco es el representante de la Iglesia católica en este mundo. De todos los católicos que en él han sido y hoy son. Incluso de la minoría de católicos que en uso de su poder e influencia en la sociedad y particularmente en la educación de los niños convirtieron este en abusos deleznables y dignos de persecución eterna. Pero no solo. La mayoría de los católicos, tanto de los que militan en las filas de la Iglesia entregados a ella -sacerdotes y otras jerarquías, religiosos y religiosas...- como los que practicando o no sus preceptos orientan en ellos sus vidas, no han de cargar ni ser responsables de las atrocidades cometidas por esa minoría.
Carezco de conocimientos religiosos y teológicos suficientes para opinar sobre los entresijos de la decisión del papa Francisco de pedir perdón en nombre de la Iglesia -que son todos los católicos de ayer y de hoy, repito- a los descendientes de los indígenas canadienses maltratados. Sin embargo, me sobra sentido común para rechazar la afrenta que dicha petición de perdón supone para la mayoría de los católicos, tan lejos de esos deleznables maltratos como de todos los que se han producido y se producen en otras instituciones y sociedades enteras, haciéndoles asumir responsabilidades que ni les han correspondido ni les corresponden.