... El título de este ensayo le parecerá al lector un oxímoron. Pero ya es hora de que nos vayamos acostumbrando a la variada tipología del terror: nihilista, anarquista, comunista, fascista, islamista (o de cualquier extremismo religioso)… y ahora también el que trataré de describir con un adjetivo que no estoy seguro que sea el adecuado, y pongo con interrogación: nuevo terrorismo ciudadano.
Un terrorismo como anomía, marginal, o psico-patología que emana de la sociedad civil, no del sistema político y los partidos políticos propiamente, resultado de la desorganización social, el caos y la histeria de masas e “indignación” que pudo caracterizar y acompañar a ciertos movimientos de protesta como el 15-M, Occupy Wall Street, BLM y Antifa, en segmentos independientes o autónomos, más criminales que políticos, adjuntos a los posibles núcleos ideológicos más politizados que pudieran existir en tales fenómenos, conglomerados sociales muy heterogéneos.
Hansen es también autor de un ensayo pertinente sobre dos modelos enfrentados de populismo y protesta popular (Dueling Populisms, Hoover Institution, Stanford University, 2018): el izquierdista radical y generalmente violento como Occupy Wall Street o BLM-Antifa, y el derechista y conservador no violento, como el Tea Party y el, en palabras de Trump, “patriótico y pacífico” que ejemplificó la protesta en el Capitolio del 6 de Enero.
Véase el magnífico y preciso análisis de Roger Kimball (“The January 6 Insurrection Hoax”, Imprimis, Hillsdale College, September 2021), subrayando que en la mal denominada “insurrección” los manifestantes no usaron armas, y todas las víctimas mortales –Ashli Babbitt y, por distintas causas accidentales cinco personas, incluido el policía Brian Sicknick- eran partidarios de Trump. Asimismo, en ciertos casos excepcionales, Hansen apunta a un populismo conservador que recurre por necesidad a una violencia proporcional de auto-defensa, por ejemplo en la polémica historia de Kyle Rittenhouse.
En poco más de una semana entre noviembre y diciembre hemos presenciado atónitos tres casos ilustrativos en un limitado espacio territorial del Medio Oeste estadounidense: el final del polémico juicio de Kyle Rittenhouse (en Kenosha, Wisconsin), y los atentados terroristas de Darrell Brooks (en Waukesha, Wisconsin) y de Ethan Crumbley (en Oxford, Michigan).
Con el trasfondo de muchos meses de violencia (con múltiples víctimas mortales) y destrucción o saqueo de propiedades, acumulados a la criminalidad común en las grandes ciudades, generalmente administradas por el partido Demócrata (criminalidad alentada, se sospecha, para aterrorizar a la sociedad desde que estalló la pandemia del covid-19), bajo la conocida agit-prop radical contra la policía: “War on Cops!” y “Defund the Police!”.
Como las protestas del 6 de Enero, el caso Kyle Rittenhouse ha sido calificado por los medios izquierdistas y la propia administración Biden de “terrorismo doméstico” (acusación “fake” que ha sido aplicada también, proponiendo la censura rigurosa, a simples expresiones de opinión sobre el posible fraude electoral de 2020 o el probable origen del coronavirus comunista chino en el laboratorio de Wuhan).
Paradójicamente se ha acusado de terrorista injustamente a Kyle Rittenhouse por defenderse y no a los agresores de Antifa y BLM que le atacaron, aunque el juez y el jurado determinaron por unanimidad, con pruebas incontrovertibles, su inocencia.
Un doble estándar se aprecia en los otros dos casos. Al adolescente blanco Ethan Crumbley se le acusa de “terrorismo” y asesinato por su criminal acción con arma de fuego en la escuela secundaria de Oxford, pero al asesino por atropello intencionado de personas con un automóvil en Waukesha (el conductor, Darrell Brooks, es negro y presuntamente jaleado por BLM) no se le ha acusado todavía de terrorista.
No deja de sorprender la transversalidad de la simpatías hacia BLM, un movimiento social o político agresivo e insultante (y a mi juicio racista), a veces muy violento (algunos de sus actos vandálicos con Antifa podrían calificarse de terrorismo urbano), por parte de la más dispar ciudadanía: la casi totalidad de los políticos Demócratas, el senador Republicano anti-trumpista Mitt Romney (participando en una manifestación callejera), los funcionarios de la embajada norteamericana en Madrid (colocando una pancarta gigante), y el abogado de los golpistas catalanes Andreu Van den Eynde (decorando su ordenador con un eslogan), son algunos ejemplos.
Probablemente el terrorismo ciudadano de Antifa-BLM y de otras formas ilustren lo que un historiador experto en el tema llamó hace años “nuevo terrorismo” en contraste con el tradicional (Walter Laqueur: Terrorism, London, 1977; New Terrorism, New York, 1999), tenga precedentes históricos en el terrorismo nihilista del siglo XIX.
Pero a diferencia de los campesinos rusos, impotentes siervos de la gleba sin tierras (mujiks), los nuevos nihilistas cuentan con poderosos –pero muy poco conocidos– financieros, el apoyo descarado de los medios de comunicación progresistas (en EEUU: CNN, MSNBC, NYT, WP, etc.) y de la Big Tech, aparte de ciertas élites intelectuales y universitarias, con grupos juveniles de estudiantes radicales (por ejemplo, Students for Socialism).
El nihilismo (descrito sucesivamente por nuestro Juan Donoso Cortés en su famoso Ensayo de 1852, por Ivan Turguenev en su novela Padres e Hijos de 1861, y por Nietzsche posteriormente en diversos escritos), adoptó los métodos del Terror en la tradición populista radical rusa de los narodniki que Nikolai Chernichevski narra y justifica en su novela ¿Qué Hacer? (1863). Ya se sabe, porque la historiografía lo documenta, que el Terror no benefició a los populistas sino que se volvió contra ellos, y que tras la represión zarista el beneficiario final del caos producido sería el bolchevismo o brutal comunismo totalitario, predicado por Lenin en su escrito titulado también, precisamente, ¿Qué Hacer? (1902).