Designado por el señor Puigdemont (huido de la Justicia española) para asumir la presidencia de la Generalidad, se ha caracterizado el señor Torra por enervar la situación de confrontamiento de esa institución con el Estado Español al que, curiosamente y por esas fisuras de nuestro ordenamiento jurídico, él mismo ha representado durante su mandato.
Intuyo que su descabalgue de la presidencia de Cataluña por el Tribunal Supremo español ha debido sentarle pero que muy mal, evitándole así protagonizar la nueva etapa de las relaciones entre el independentismo y el Gobierno español caracterizadas, a lo que se ve, por un sensible blanqueamiento del primero por el segundo, en lo que se refiere a temas espinosos para ambos como son el destino de los presos independentistas y otros asuntos no menores.
Si el balance electoral no cambia, tanto en Cataluña como en el resto de España, podemos esperar que en los próximos años se acentuará la política gubernamental de acercamiento a los independentistas catalanes -y a los vascos de paso-, con las consecuencias que yo, personalmente, soy incapaz de intuir más allá de la profunda preocupación que me causa ver cuestiones tan trascendentales para España en manos del señor Sánchez y de su Gobierno.
Y para no olvidar al señor Torra, que se va de rositas después de revolverse una y otra vez contra la legalidad, desearle al pueblo catalán en su conjunto suerte con quien haya de ocupar su puesto a corto y a medio plazo porque, de seguir así, los afectos hacia Cataluña seguirán diluyéndose por más que una amplia mayoría de catalanes -supongo que seguirán siendo al menos mayoría- no tengan ni arte ni parte en este desaguisado.