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EN TORNO A LA DERECHA SUPERFLUA

Albert Rivera y Pablo Casado, presidentes de los partidos españoles C's y PP.
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Albert Rivera y Pablo Casado, presidentes de los partidos españoles C's y PP.

LA CRÍTICA, 10 OCTUBRE 2018

Por Pedro C. González Cuevas
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A estas alturas, no creo que pueda existir la menor duda de que la sociedad española atraviesa una de las crisis más importantes de su reciente historia, a nivel tanto económico y social como cultural y político...

... En 1934, el célebre filósofo Oswald Spengler presagiaba, en su libro Años decisivos, una incisiva crítica desde la derecha al nacional-socialismo en el poder, presagiaba en el futuro unas “décadas grandiosas”, es decir, “terribles e infaustas”. Creo que en esos estamos, tanto a nivel nacional como internacional. Y es que tras la etapa de gobierno de Rodríguez Zapatero, muchas de las certezas sobre la supuesta fortaleza del régimen político y de la sociedad española en su conjunto se evaporaron. La mayoría de los problemas que se creían superado salían de nuevo a la luz con singular virulencia. La cuestión religiosa continuaba viva, ya que permanecía el enfrentamiento entre católicos y laicistas, aunque ambos grupos fuesen minoritarios. En la sociedad española, el proceso de “irreligión natural” (Augusto del Noce) resulta arrollador; y es una de las sociedades más secularizadas de Europa. Pero el laicismo sigue siendo una de las señas de identidad del conjunto de las izquierdas. Tampoco parece que la cuestión de la forma de gobierno haya encontrado una solución definitiva. En junio de 2014, Juan Carlos I abdicó en su hijo Felipe VI. La institución y la figura del monarca fueron incapaces de resistir la erosión de las críticas de que fueron objeto, por su tormentosa vida privada y la corrupción que caracterizaba a no pocos miembros de la Familia Real. Sin embargo, el discurso de Felipe VI del 3 de octubre de 2017 contra el separatismo catalán logró, al menos en parte, frenar el proceso de deslegitimación que padecía la institución desde hacía varios años.

Además, en estos momentos, asistimos, como ha puesto de relieve José Ramón Parada, al fracaso del modelo de descentralización política. El modelo autonómico no sólo no consiguió integrar a los nacionalismos periféricos catalán y vasco, sino que ha favorecido las tendencias centrífugas; además, implica unos costes económicos excesivos, que lo hacen, a medio plazo, inviable. Su dialéctica intrínseca lleva a la confederalización y luego a la fragmentación del Estado. En relación al modelo económico, el Estado benefactor ha salido muy dañado de la crisis económica. Junto a ello, el denominado “invierno demográfico” español que pone en cuestión, entre otras cosas, la continuidad social, cultural y los fundamentos del Estado benefactor. Al mismo tiempo, se ahondaba en la crisis de representación del régimen político español. Hoy, el modelo de democracia liberal representativa se encuentra en crisis en la mayoría de las sociedades desarrolladas, a causa del proceso de globalización económica y el cuestionamiento del modelo de Estado-nación. Progresivamente, el sistema político nacido en 1978 se presentaba, sobre todo ante las nuevas generaciones, como cerrado y oligárquico. La democracia española sigue siendo plana y partitocrática De ahí el auge actual de los movimientos populistas de izquierda en nuestro suelo, como Podemos. A ello se une el recurso de la izquierda a la denominada política de “memoria histórica”, cuyo objetivo es no sólo demonizar al conjunto de la derecha española, sino someter a crítica el modelo de transición español hacia la democracia liberal, basado en el pacto y no en la ruptura.

En este contexto tan problemático, Mariano Rajoy Brey no parecía, desde luego, el líder político más indicado, ni un modelo de estadista. El hasta ahora líder del Partido Popular no era un hombre de pensamiento, sino un político muy apegado al terreno; un político de gestión, con fama de lento y de proclive al inmovilismo. No obstante, es preciso profundizar más en el análisis. Y es que la ejecutoria de Rajoy, al igual que la de su partido, es, en realidad, producto de las contradicciones que caracterizan a la praxis de los partidos conservadores en la actual situación social y política. Y lo mismo podríamos decir de los partidos social-demócratas. En el caso de la derecha existe, por un lado, un importante sector de su base social y política que se muestra partidario del respeto a las tradiciones, al orden moral, a la nación, a la estabilidad vital o a las ideas de patria y religión; por otro, estos principios chocan cada vez más con la realidad de un orden socioeconómico global que necesita fluidez, ausencia de fronteras y de tradiciones; un orden que, en el fondo, se base en el cambio permanente. Mariano Rajoy y su partido no han podido o no han querido sintetizar ambas perspectivas. En lo fundamental, han optado por la segunda opción en detrimento de la primera. En toda esta actitud, subyace igualmente el triunfo de lo que el filósofo Peter Sloterdijk ha denominado “razón cínica”, una actitud difusa muy característica de ciertos sectores sociales y de ciertas elites fatigadas, escépticas. Ese “nuevo cinismo”, que, según el filósofo alemán, actúa como “una negatividad madura que apenas proporciona esperanza alguna, apenas a lo sumo un poco de ironía y de compasión”. Un “cinismo” que Sloterdijk describe como la “falsa conciencia ilustrada”, la de aquellos que saben que todo ha sido desenmascarado y no pasa nada. A mi modo de ver, la “razón cínica” se encarna hoy, políticamente, en el denominado “centrismo”.

Así, el Partido Popular se centró, a lo largo de su mandato, en la economía, siguiendo a rajatabla los parámetros establecidos por la Comunidad Económica Europea, a través de la reforma del sistema tributario y del mercado de trabajo, así como en el logro de la estabilidad presupuestaria. Las reformas políticas y de carácter moral y cultural brillaron por su ausencia. Nada se hizo en lo referente a las garantías para el logro de la independencia del poder judicial. Tampoco se derogó la Ley de Memoria Histórica. En lo relativo al aborto, el ministro Alberto Ruíz Gallardón presentó un anteproyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la Mujer Embarazada, que fue finalmente rechazado por el propio Mariano Rajoy; lo que provocó la dimisión del ministro de Justicia. El Estado de las autonomías no sufrió reforma alguna. Las medidas pronatalistas brillaron por su ausencia. El Partido Popular, como ha señalado Rogelio Alonso, dio una adhesión tácita a las medidas de Rodríguez Zapatero con respecto a ETA. Su actuación ante el proceso separatista catalán fue tan cobarde como miope y errático. Ni tan siquiera se planteó, no ya en la etapa de Rajoy, sino en la del ahora tronitruante José María Aznar la articulación de un nuevo nacionalismo español. Es más, fue Aznar, en el fondo, uno de los “inventores” de la “memoria histórica”, con su estúpida reivindicación del mediocre Manuel Azaña.

A ese respecto, un tal Ramón Punset, a la sazón catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo, publicó, con el título de “¿Hay un camino transitable a la derecha?”, un artículo en algunos diarios regionales, en el que sometía a una crítica solapada algunos de los planteamientos defendidos en mi libro El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX. De la crisis del 98 a la crisis del Estado de partidos (2015). Apenas conozco la obra del señor Punset, y eso que ha llegado a catedrático, o quizás por eso. Hace ya muchos años, cuando elaboraba mi tesis doctoral sobre Acción Española, pude leer su tesis doctoral, nunca publicada, que llevaba por título Las clases medias ante la crisis del Estado español. El pensamiento de José Calvo Sotelo, luego resumida en un artículo publicado en la revista socialista Sistema. La verdad sea dicha, su lectura no me sirvió para nada; era de una mediocridad abrumadora. Sin duda, Pedro Sánchez –y muchos otros– tienen sus antecedentes y genealogía. Pero dejemos, al menos por un momento, su pasado a un lado y pasemos a sus opiniones sobre el presente.

Frente a mis críticas al PP de Mariano Rajoy, el señor Punset estima que éste no podía dar respuesta al desafío de la memoria histórica, ya que no le quedaba más que “aceptar como muestra de reconciliación nacional, la revisión simbólica promovida por las izquierdas, como éstas aceptaron, y el PSOE sigue haciendo, la institución de la Corona y la bandera rojigualda”. Tampoco cree que el PP pueda crear una simbología integradora o un nuevo nacionalismo español, por la influencia de los nacionalismos periféricos y la “debilidad anímica” de los defensores de la unidad nacional. Y escandalosamente afirma: “Para mí está claro que una nación que se avergüenza de su unidad histórica no merece permanecer unida”. “Así que atengámonos a las consecuencias”. Menos aún acepta el fracaso del Estado autonómico, ya que, según él, la descentralización es “en sí misma un bien porque ha acercado el poder a los ciudadanos, ha constituido un gran éxito y contribuido no poco a la revitalización de una España entonces mortecina y polvorienta”. Sin embargo, se ve obligado a reconocer que los pactos con los nacionalistas confieren “al sistema territorial un sesgo de Antiguo Régimen y una apariencia de geometría variable que es fuente principal de las desdichas secesionistas actuales”. Y, en fin, estima que la política afín al proceso globalizador seguida por el PP es una muestra de “modernidad”, porque tampoco serviría un PP “demagógicamente contrario a los flujos migratorios”. Es decir, que para el señor Punset la derecha, propiamente hablando, es superflua, en realidad inexistente, ya que su única función real viene a ser la de una especie de partenaire de la izquierda, que, en un momento dado, gestione y sanee la economía desactivada y destruida por las estolideces de esa misma izquierda.

Claro que el señor Punset se equivoca al estimar que yo pudiera creer que el PP, bajo la égida de Pablo Casado, pudiera cambiar de actitud. En realidad, como historiador de la derecha, nunca he creído tal cosa, y no ya por la ejecutoria de Rajoy, sino por la de Aznar, hoy de nuevo una especie de Mesías para el partido hegemónico de la derecha española. A mi modo de ver, al PP le ocurre como, según Jorge Luis Borges, le ocurría al peronismo. No es que sea malo; es que resulta incorregible. Desde hace varios años, vengo sosteniendo que el principal dique para la construcción de una auténtica derecha en España es el PP. La triste etapa de Mariano Rajoy al frente del gobierno me ha dado, desgraciadamente, la razón. La inacción y la degradación del PP llegaron a tales extremos de abyección que ha hecho inevitable una decisión. A mi modo de ver, no hay marcha atrás. Las opiniones del señor Punset no son sólo absolutamente escandalosas, sino, como mostraremos, contradictorias y estúpidas. Su derrotismo nacional es imperdonable. En muchas ocasiones he pensado que debería exigirse a los funcionarios lealtad a la nación y al Estado. Hoy, en España ocurre lo contrario. El señor Punset sostiene que la derecha no puede dar respuesta a las leyes de la memoria histórica de la izquierda, porque rompería el pacto de la transición entre socialistas y comunistas y la Monarquía. Sin embargo, estas leyes –caracterizadas por lo que el antropólogo Tzvetan Todorov denomina “memoria incompleta”, es decir, parcial– son las que rompen ese pacto. Por poner un ejemplo, la exhumación de los restos mortales de Franco de su tumba en el Valle de los Caídos supone, no de otra cosa se trata, de una clara ruptura simbólica con lo que fue el pacto de la transición. Aparte de eso, es preciso señalar que en los mítines y manifestaciones del PSOE y de la izquierda en general destacan las banderas republicanas. Poco a poco, la ruptura simbólica va abriendo paso a la ruptura social y política. Y es preciso que la derecha lo asuma con todas sus consecuencias. Además, ¿por qué el pueblo de derechas ha de soportar periódicamente, a través de la televisión, del cine o de la literatura, que se acuse al bando nacional, donde militaron sus padres y abuelos, de “fascista”, “nazi” o “genocida”? ¿Por qué en Madrid existen calles dedicadas a Dolores Ibárruri o a Francisco Largo Caballero? ¿Por qué han de estar en sitio preferente las estatuas de Indalecio Prieto o de Largo Caballero? ¿Por qué ha de suprimirse del callejero los nombres de Ramiro de Maeztu o de Pedro Muñoz Seca, vilmente asesinados por los revolucionarios? ¿Cómo puede permitirse que el ministro de Cultura haya comparado el Valle de los caídos con Auschwitz? Las leyes de memoria histórica del PSOE, no digamos las de Podemos, no persiguen la reconciliación nacional, sino la imposición de la memoria de izquierdas –disfrazada miríficamente de “memoria democrática”– al resto de la población. Contra todo esto, la derecha ha de luchar; de lo contrario, desaparecerá del mapa; no sólo será discriminada, sino que sufrirá, como está ya pasando, el abandono de sus bases sociales. Todas estas agresiones simbólicas han de ser contestadas. Y es que resulta preciso honrar a los muertos y educar a las nuevas generaciones en una conciencia histórica compartida. Tal es el resto.

Con respecto al “Estado de las autonomías”, el señor Punset incurre en palmarias contradicciones. Si su resultado histórico es tan positivo, ¿cómo es posible que, al mismo tiempo, sostenga que nos ha llevado poco menos que a un retorno al Antiguo Régimen? ¿Dónde está entonces el éxito? ¿Por qué calificar a la pujante España del desarrollo de “mortecina” y “polvorienta”? Creo que la España actual se asemeja más a ese modelo. Y es que el “Estado de las autonomías” no ha contribuido ni poco ni mucho a la vertebración de la sociedad española; todo lo contrario, la ha desvertebrado. Ha consolidado, además, una serie de oligarquías locales que ejercen un poder incontrolado. Lejos de acercar el poder a los ciudadanos, ha favorecido el clientelismo y el control de la población por parte de esas oligarquías. ¿Cómo es posible que la hegemonía socialista en Andalucía haya durado cuarenta años, y que no tenga perspectiva de finalización? ¿Cómo es posible que los nacionalistas catalanes y vascos, a pesar de sus tropelías, sigan mandando en sus respectivas autonomías desde los comienzos de la democracia? ¿Tiene algo que ver el desarrollo económico con la descentralización? Economistas como Mikel Buesa o Roberto Centeno, entre otros, niegan la mayor. Pero es que, además, el “Estado de las autonomías” nos lleva más pronto que tarde a la balcanización del país. En eso, estamos ya. Y no es sólo eso; es que nos arruina económicamente. Como han sostenido no pocos economistas, llegará un día en que los españoles tendremos que elegir entre autonomías, pensiones y Estado benefactor. Porque las autonomías suponen, entre otras cosas, empresas públicas inútiles, cupo vasco-navarro, parlamentos, clases políticas privilegiadas y extractivas, duplicidades burocráticas, etc. ¿Hasta cuándo podemos soportarlo?

Con respecto al tema de la globalización y de la Unión Europea, la auténtica modernidad es una perspectiva crítica. No un euroescepticismo, sino un europeísmo crítico, que sea capaz de analizar las insuficiencias y contradicciones del proyecto europeo actualmente dominante. ¿No es ya de por sí evidente que a los gobiernos se les ha ido la mano en el tema de la emigración? Además, los recortes sociales, la disciplina presupuestaria y la deslocalización de las actividades productivas dificultan la absorción del paro y la consolidación de los servicios sociales. Por otra parte, la actual ideología europeísta implica un cosmopolitismo abstracto y ramplón, favorecedor en el fondo de la hegemonía de Alemania; que socava la cohesión nacional, y que, en el fondo, favorece los secesionismos.

Toda esta labor crítica y política no puede llevarse a cabo por un partido tan comprometido con el régimen actual como es el hoy acaudillado por Pablo Casado; muchos menos por esa inanidad ecléctica y evanescente como Ciudadanos, un día socialdemócrata, otro liberal o conservador, o lo que le echen. Hoy por hoy, el único partido que puede afrontar esa problemática es VOX, que dirige Santiago Abascal. Por ello, no resulta extraño que ya haya sido demonizado, no sólo por la izquierda, lo que es completamente lógico, sino por los portaestandartes mediáticos de la “razón cínica”, como ABC o La Razón. El PP clama ya por el voto útil, pero ya no puede engañar a nadie salvo a los incautos, porque ha dado de sí lo que podía. Es, esa sí, la derecha superflua, cuyo fundamento ideológico es la “razón cínica”.

Pedro C. González Cuevas

Historiador y Profesor Titular de la UNED.

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