El 18 de agosto de este año fallecía en Berlín, el historiador Ernst Nolte. El contenido de las necrológicas, al menos en España, fue prácticamente unánime. Para ABC, el historiador alemán adoptó “muchas posturas polémicas con la intención de justificar de algún modo los crímenes del nazismo”; y sus ideas habían servido de apoyo a “los radicales ultraderechistas de Alternativa para Alemania”. Para La Vanguardia, Nolte era el “apóstol del revisionismo histórico de la derecha alemana”. Y es que España se ha convertido en la patria, quizá en el paraíso, del tópico, del lugar común, siempre, claro está, que su contenido sea de izquierdas o cuando menos “progresista”.
¿Quién era Nolte?. Nacido en Witten el 11 de enero de 1923, Ernst Nolte era miembro de una familia católica. Como diría en su correspondencia con el historiador François Furet: “En mi familia no éramos deutsch-national, y cuando yo era niño mi primer amor fue para la reina oprimida María Teresa, y mi primera aversión para el agresivo rey de Prusia, su enemigo. Hicieron falta muchos acontecimientos para que yo pudiera verme llevado a tomar partido por Federico II”. Sus recuerdos infantiles son los del “asombro atemorizado de un niño de la comarca del Ruhr ante el desarrollo de los movimientos del comunismo y del nacional-socialismo durante los años inmediatamente anteriores a 1933”. No obstante, su memoria se centra igualmente en la figura de Martín Heidegger, de quien fue discípulo, señalando su fascinación “por el gran pensador que pareció ser el último metafísico y fue capaz de poner en duda la metafísica con mayor profundidad de lo que lo habían hecho los escépticos y pragmatistas”. La influencia del autor de Ser y tiempo en Nolte es manifiesta, incluso en el estilo literario. La prosa de Nolte resulta, con frecuencia, oscura, confusa, conceptista y zinzagueante. Su historiografía es conceptual, filosófica.
En 1964, Nolte pasó a ocupar la cátedra de Historia Contemporánea en la Universidad de Marburgo. Su labor investigadora sobre los movimientos fascistas comenzó aproximadamente a finales de los años cincuenta. En 1963, publicó su obra más célebre, El fascismo en su época, al que luego siguieron La crisis del sistema liberal y los movimientos fascistas, El fascismo. De Mussolini a Hitler, etc. El conjunto de estos libros constituye la primera parte de la producción noltiana, centrada en la interpretación genérica del fenómeno fascista. Según Nolte, considerado en su aspecto más profundo, como fenómeno transpolítico, el fascismo sería una disposición de “resistencia a la trascendencia”, expresión en la que no hay que entender la trascendencia religiosa, sino lo que podríamos denominar la trascendencia horizontal, es decir, el progreso histórico o espíritu de la modernidad. El enemigo para el fascismo, en todas sus formas, debería ser visto en la “libertad hacia lo infinito”. Este enemigo, se identifica con las dos corrientes que, en el ámbito del pensamiento filosófico y la acción política, han ejercido mayor influencia en la historia europea: el liberalismo y el marxismo. Para el historiador alemán, el fascismo, rechaza la esperanza en un “más allá” redentor con la misma fuerza que combate la idea de una emancipación inmanente que aspira a la liberación terrena del hombre. Así, Nolte define al fascismo como una “tercera vía” radicalmente antitradicional y antimoderna, por la que discurrirá una “época” de la historia europea; o, dicho con mayor precisión, el fascismo cuestiona tanto la existencia de la sociedad burguesa como la sociedad sin clases marxista. En ese sentido, Nolte cree que debería hablarse de una esencia común que tendría diferentes formas en los países europeos según las diversas situaciones políticas, sociales, económicas y culturales. Nolte describe, en ese sentido, una línea unitaria de desarrollo, donde el primer peldaño estaría representado por Charles Maurras y su Acción Francesa; el segundo por el fascismo italiano; y el tercero por el nacional-socialismo. A su entender, el fenómeno fascista podría ser caracterizado sobre la base de algunos elementos fijos: el terreno de origen, representado por el sistema liberal; su autoritarismo; la combinación de elementos ideológicos nacionalistas y socialistas; el antisemitismo; el sustrato social mesocrático. Además, los diferentes fascismos tenían en común el principio jerárquico, la voluntad de crear un “nuevo mundo”, la violencia y el pathos de la juventud, conciencia de elite y capacidad de dirección de masas, ardor revolucionario y veneración por la tradición. Por último, el fascismo es un antimarxismo, que intenta destruir al enemigo mediante la elaboración de una ideología contrapuesta, aunque limítrofe, porque utilizaba medios casi idénticos, Era, en fin, un fenómeno de difícil clasificación, “a un tiempo progresivo y reaccionario, minoritario y encandilador de las masas, favorable a los empresarios y al capitalismo de Estado, piadoso y blasfemo”.
A partir de los años ochenta del pasado siglo, Nolte abandonó, al menos en parte, su interpretación del fascismo genérico para adopta la teoría del “totalitarismo” como una alternativa a la hora de explicar los paralelismos entre las formas de actuación de la Alemania nacional-socialista y la de la Unión Soviética. En ese sentido, fue muy significativa su participación en el célebre “Debate de los Historiadores”. En junio de 1986, Nolte publicó en el Frankfurter Allgeime Zeitung un artículo titulado “El pasado que se niega a pasar”, en el que analizaba la situación existencial de los alemanes con respecto al legado nacional-socialista. “El tema implica –señalaba Nolte- la tesis de que este no puede pasar supone algo totalmente excepcional”, ya que era un pasado que se establecía como presente, “a modo de espada justiciera”. Frente a esa situación, el historiador alemán abogó por la contextualización histórica del fenómeno nacional-socialista, destacando la amenaza que suscitaba el comunismo soviético para la estabilidad de las sociedades europeas: “¿No fue el Archipiélago Gulag más que Auschwitz? No fue el de los bolcheviques el predecesor lógico y fáctico del de los nacional-socialistas?”. Por ello, Nolte demandaba “una amplia discusión del asunto, que consistiría sobre todo en una reflexión sobre la historia de los últimos siglos”, lo que “haría el pasado de que hablamos, como le corresponde a cualquier pasado, pero justamente por lo mismo lo haría suyo”.
De inmediato, el artículo fue contestado por el filósofo Jurgen Habermas, uno de los pensadores oficiales de la izquierda alemana y europea. Su pensamiento viene marcado por la situación política e intelectual de la Alemania de posguerra. En sus obras, Habermas abominaba de aquellas tradiciones intelectuales que juzgaba antidemocráticas y antioocidentales, como las representadas por Novalis, Schelling, Nietzsche, Schmitt, Jünger o Heidegger, a las que oponía autores como Heine, Marx, Freud, Adorno, Heller o Benjamin. Como si algunos de estos intelectuales no hubieran sido representantes del totalitarismo de izquierdas. Además, Freud fue admirador de Mussolini. Para Habermas, 1945 había sido un “nuevo comienzo”, en definitiva, una liberación, cuyo fundamento era el “peso histórico de Auschwitz”. Por todo ello, no resulta extraño que el filósofo interpretara los planteamientos históricos de Nolte como “una operación revisionista de la alemana”, la “restauración de la conciencia nacional, pero al mismo tiempo tiene que desterrar la imagen de naciones enemigas en el ámbito de la OTAN”. “La teoría de Nolte ofrece muchas ventajas a esta manipulación. Mata dos pájaros de un tiro: los crímenes de los nazis `pierden su singularidad al hacer cuando menos comprensibles como respuesta a las (aún existentes) amenazas de aniquilación por parte de los bolcheviques. Auschwitz se encoge a las dimensiones de una innovación técnica y se explica a partir de la amenaza <asiática> de un enemigo que sigue estando a las puertas”. En sus conclusiones, Habermas defendía que Alemania continuara su apertura “sin cortapisas” a la “cultura política de Occidente”, algo que hacía que el “patriotismo constitucional” fuese el “único patriotismo que no nos aleja de Occidente”.
En su contestación, Nolte denunciaba el hecho de que cualquier intento de “desentrañar el pasado nacional-socialista en toda su complejidad y con aspiraciones de recibe enseguida el estigma de que se trata de una <apología>”. De ahí que el nacional-socialista siguiera siendo “el mito negativo del mal absoluto, que impide cualquier revisión relevante”. A ese respecto, criticaba la frialdad de su contradictor ante los crímenes comunistas, como la expulsión y exterminio de clases enteras. Y concluía: “Existen enfoques esperanzadores entre los disidentes soviéticos, aquí y allá, incluso en la bibliografía oficial. Jurgen Habermas podría ser una voz importante en estos discursos, pero antes tendría que aprender a escuchar, también cuando siente sus prejuicios estimulados”.
Por su parte, Habermas alegó que la vida del conjunto de los alemanes se encontraba “estrechamente relacionada con el contexto vital que hizo posible Auschwitz. Y no por circunstancias contingentes, sino de la forma más íntima”. “Ninguno de nosotros puede sustraerse a este medio, porque nuestra identidad como personas, o como alemanes, está insalvablemente enredada en él”. Por todo ello, era una obligación “mantener vivo, sin disimulo y no sólo en mente, el recuerdo de quienes fueron muertos por manos alemanas”. Las tendencias normalizadoras era, además, igualmente ineficaz a la hora de garantizar las relaciones entre Alemania y el Estado de Israel. Y, por últimos, negaba que los crímenes nazis fuesen equiparables a los comunistas, ya que no era lo mismo “expulsión” que “exterminio”. A ese respecto, no se podían establecer “comparaciones niveladoras”.
Por lo visto, Habermas considera irredimible y no contextualizable la historia alemana más reciente. Y suele mostrarse muy solícito a la hora de apoyar cualquier estudio que demuestre y/o defienda la culpabilidad de los alemanes en las guerras europeas del siglo XX. Así ha ocurrido, por ejemplo, con el libro de Daniel Goldhagen Los verdugos voluntarios de Hitler, una obra calificada de “infame” por el filósofo Chris Lorenz; y cuyo contenido fue rechazado por la mayoría de los historiadores. El filósofo alemán no ha logrado, por otra parte, erradicar la vigencia y difusión de los autores que considera responsables, al menos en parte, de la catástrofe alemana del siglo XX. Por poner tan sólo tres ejemplos, Jünger, Schmitt o Heidegger están hoy más vigentes que nunca y en la vanguardia del pensamiento europeo y mundial actual. El propio Habermas así lo reconoció cuando considera que Carl Schmitt era “un competente constitucionalista”, cuyos planteamientos “aún hoy se muestran capaces de poner algo en movimiento”. Tampoco ha sido muy fructífera su defensa del concepto de “patriotismo constitucional”, que no ha impedido la emergencia de nacionalismos identitarios en diversos países europeos, entre ellos la propia Alemania. Y es que sin la nación no puede haber constitución. Es decir, los valores que dan cuerpo al “patriotismo constitucional” o son valores expresados por la historia nacional, por las tradiciones, o no son nada. Los esperantos iluministas suelen tener malas traducciones políticas.
En la controversia, participaron otros historiadores, como Andreas Hillgruber y Klaus Hildebrand, Hans Rosemberg y Eberhard Jäckel. Sin embargo, el más criticado fue Nolte. En opinión de algunos, se trataba de una apología inteligente del nacional-socialismo. En realidad, no lo era. Porque Nolte nunca negó el terror nacional-socialista; lo situó en la misma línea que el soviético. Tampoco cuestionó el exterminio planificado de una raza; buscó su genealogía. Y se preguntó si el concepto de “raza” en Hitler fue una reacción al concepto marxista de “clase”. Quien llevó más lejos esa acusación fue Víctor Farías, conocido por su discutible libro Heidegger y el nazismo. Sin embargo, los auténticos “negacionistas” como Robert Faurisson o David Irving nunca han considerado a Nolte como uno de los suyos. Historiadores prestigiosos como François Furet o Pierre Vidal Naquet no consideran a Nolte un “negacionista”. Sin embargo, algunos grupos de extrema izquierda pasaron a la acción. Nolte fue atacado con un líquido corrosivo durante una conferencia en el antiguo Berlín Este; gracias a sus gafas, no perdió la vista; y en 1988 elementos de izquierda calcinaron su coche. Se le dejó de invitar a congresos académicos. En 1994, la fundación Clásicos de Weimar suspendió un congreso sobre Judaísmo y Nietzsche porque cinco profesores se negaron a sentarse en la misma mesa que el autor de El fascismo en su época. En junio del 2000, Nolte recibió el Premio Konrad Adenauer de literatura, lo que causó escándalo en ciertos sectores de la intelectualidad alemana y europea. El historiador Charles Maier consideraba la concesión del premio como “un claro manifiesto político para apoyar la idea de que, en comparación con lo que se hizo en la Unión Soviética, no es correcto demonizar al nazismo”. “En el contexto de Alemania, es exculpatorio, y también absolutamente escandaloso”. El escándalo aumentó cuando el historiador Horst Moller, director del Instituto de Historia Contemporánea, en el discurso de presentación de Nolte, alabó “toda una vida de trabajo de alto nivel” y criticó los intentos “demagógicos y llenos de odio” de acabar en Alemania con el debate sobre la significación del régimen nacional-socialista. El contenido del discurso provocó una riada de cartas en los periódicos, en las que se pedía la dimisión de Moller. Hienrich Winkler, profesor de Historia en la Universidad Humboldt de Berlín, acusó al historiador de “tomar partido en una corriente intelectual que trata de integrar las posiciones revisionistas y de ultraderecha en el discurso conservador”. Igualmente, Nolte recibió una “desinvitación” a una conferencia que tenía programada en Oxford, aunque luego el comité presidido por el historiador y filósofo judío Isaiah Berlin volvió a invitarle.
Sin embargo, a lo largo de la polémica y posteriormente, el historiador alemán continuó defendiendo sus tesis. Y es que siguió pensando que, frente a la doctrina del “mal absoluto”, era preciso dejar claro que “todos los fenómenos humanos guardan una relación con otros fenómenos, que deben comprenderse a partir de esas relaciones, que todas las reacciones espontáneas y emocionales –por muy poderosas que sean- no deben distanciarnos del pensamiento científico objetivo y que en ningún caso deben adoptarse simplemente” . La caída de los sistemas comunistas sirvió al historiador alemán para profundizar en su interpretación del siglo XX. A juicio de Nolte, los acontecimientos de 1989 ponían en cuestión, no ya al comunismo como sistema social y político, sino algunas convicciones tan viejas en la cultura europea como “el sentido de la historia”, con el cual el marxismo había intentado legitimarse, e incluso el concepto de modernización, característicos de la ciencia social norteamericana. Por ello, el historiador alemán se mostraba partidario de una visión “trágica” de la historia, tal y como la habían defendido Hegel y Weber, es decir, una historia que ilustre sobre la perpetua dialéctica entre valores. A partir de tal concepción, el fenómeno nacional-socialista adquiría una nueva dimensión explicativa. Perdida la dimensión trascendente de la idea de “progreso” en que se encontraba instalada la alternativa política plasmada en el marxismo-leninismo, Nolte afirmó que el nacional-socialismo no estuvo privado totalmente de “racionalidad”. En su ideología, existía un “núcleo de racionalidad”. El nacional-socialismo fue “una forma extrema del nacionalismo alemán” e igualmente, y sobre todo, “una forma extrema de antibolchevismo”; una reacción contra el marxismo-leninismo y la amenaza de exterminio que éste suponía para un importante sector de las poblaciones de la Europa occidental. Así, el período comprendido entre 1917 y 1945 fue, en su opinión, el de la llamada “guerra civil europea”, en el cual el bolchevismo y el nacional-socialismo estarían ligados por un doble filo; el segundo por ser un reverso del primero, la reacción sigue a la acción, la contrarrevolución; la catástrofe después de la catástrofe. Para Nolte, la idea de exterminio de la burguesía como clase por los comunistas señaló el camino al genocidio de los judíos por Hitler y sus partidarios. El Gulag fue anterior a Auschwitz. Nolte se esfuerza, en esa línea, en intentar comprender el antisemitismo de los nacional-socialistas. Para Hitler y sus partidarios, el judaísmo era sinónimo de bolchevismo; y ello en razón de que veía la génesis intelectual del marxismo en el mesianismo propio del pensamiento judío. Por otra parte, el historiador alemán niega el carácter antimoderno del nacional-socialismo. Su concepto de planificación biológica era, en el fondo, “un desarrollo coherente de la idea de planificación social”; un adelanto de la idea de planificación genética y de sus técnicas. La condición “previa inevitable” de su triunfo en Alemania fue la humillación sufrida en 1918 y el desastroso “dictado” de Versalles, unido, claro está, a la amenaza bolchevique. A ese respecto, el nacional-socialismo pudo tener parte de razón en su antibolchevismo y en su rebeldía frente al Tratado de Versalles. Sin embargo, no fue un “antibolchevismo limpio” e internacional, capaz, por lo tanto, de encabezar la lucha mundial contra la Rusia soviética. La raíz de esa incapacidad se encontraba en su racismo y en su consiguiente antiuniversalismo. Por otra parte, su análisis del momento histórico partía de un error capital, como era el de la incapacidad de la democracia liberal para contrarrestar la ofensiva ideológica, política y social del marxismo. Profecía que, finalmente, se mostró errónea. Nolte veía, ahora, en Nietzsche el precursor intelectual del nacional-socialismo y de la reacción antibolchevique desatada por éste. El filósofo alemán “previó la época de las grandes guerras” y se convirtió, aunque no sin contradicciones, en el precursor del “partido de la vida” frente al “partido de la guerra civil” encarnado en Karl Marx. Nietzsche y Marx fueron “los ideólogos más importantes de aquella guerra civil que cuajó en una decisión bélica”.
Con respecto a la problemática española, Nolte niega el carácter fascista del régimen de Franco, “puesto que la unificación forzada de la Falange con los tradicionalistas carlistas, los requetés, decretada por Franco el 19 de abril de 1937, fue más allá de lo que un partido fascista puede soportar en síntesis; por la misma razón, el partido estatal de la España franquista no puede contarse entre los partidos fascistas”. Además, la España de Franco se inscribía, a juicio de Nolte, en un contexto social y político distinto al que dio vida a los movimientos fascistas. Se trataba de una sociedad en la que se daba una especie de equilibrio inestable entre los tradicionalistas y los revolucionarios, y donde la democracia liberal carecía de fuertes raíces sociales. En ese sentido, Nolte estimaba que el régimen de Franco hubiese sido, en aquellas circunstancias, “el mejor para todas esas zonas de Europa todavía (relativamente) deseuropeizadas”
¿Cuál es el balance de su obra?. Resulta innegable que Ernst Nolte ha contribuido no sólo a una ingente y necesaria labor de revisión histórica, sino al cambio de nuestra percepción de toda la época contemporánea europea. Entre otras cosas, ha ofrecido nuevas interpretaciones sobre el turbulento siglo XX europeo. Muy pocos se habían atrevido hasta hace poco a someter a crítica muchos de los prejuicios que sustentan aún la opinión pública de sociedades que se autodefinen como democráticas y liberales. Las falacias de sus enemigos son hoy más vulnerables que antes. Uno de los grandes críticos de Habermas, Peter Sloterdijk denunció hace ya tiempo las trampas inherentes al concepto habermasiano de “situaciones de habla ideales”, en cuyo interior quedan excluidos todos aquellos que no comulguen con sus fundamentos políticos, filosóficos y culturales. Y es que los consensos no pueden escamotear la necesaria libertad de opinión y de interpretación. Como dice Timothy Garton Ash: “Nadie puede legislar la verdad histórica. En la medida en que ésta pueda ser establecida debe ser hallada por una investigación histórica sin trabas, por la discusión de los historiadores sobre las pruebas y los hechos, por su verificación y su disputa sobre sus respectivas afirmaciones sin miedo al procesamiento o la persecución (…) Los hechos históricos se establecen precisamente mediante la discusión y verificación frente a la prueba. Sin ese proceso de discusión –incluido el extremo revisionista de la negación completa- nunca descubriríamos qué hechos son verdaderamente sólidos”.
Por otra parte, desde el punto de vista de los historiadores, está claro que declarar “único” el fenómeno nazi no es algo que permita su comprensión e incluso prohíbe su análisis, identificando de antemano con su banalización. En efecto, un acontecimiento que no pueda ser puesto en relación con otros acontecimientos se convierte en algo incomprensible. Deja de ser un acontecimiento histórico, necesariamente situado en su contexto, para convertirse en una idea pura. Además, tal declaración de unicidad presupone una contradicción, puesto que sólo se puede rechazar la comparación entre dos sistemas si antes se ha buscado entre ellos diferencias absolutas que sólo se pueden encontrar precisamente comparándolos. La idea de que los crímenes nazis se banalizarían si nos negamos a ver en ellos un acontecimiento único es igualmente, a nuestro modo de ver, insostenible. Presupone que los crímenes se anulan unos a otros, o que los asesinatos, al ser situados en su contexto, son menos execrables. La verdad es que ningún crimen sirve para excusar a otro. De esa idea se deduce la posibilidad de darle la vuelta: hacer de un sistema el “mal absoluto”, es tanto como hacer relativas las acciones de todos los demás. Si recordar los crímenes del comunismo equivaliera a banalizar el nazismo, el recuerdo de los crímenes nazis banalizaría necesariamente todos los demás crímenes. De la misma forma, el Sloterdijk denunció de nuevo las falacias de lo políticamente correcto, en este caso del antifascismo. Y es que el mismo concepto de “clase social” defendido por los socialistas revolucionarios y por los comunistas era un concepto polémico que establecía “a quien y bajo que pretexto está justificado eliminar”. “Todavía el público –continúa Sloterdijk- no ha tomado conocimiento de que el prevalece sobre el en lo que se refiere a las energías genocidas del siglo XX”. En ese sentido, el “antifascismo” suponía “la salvación de la conciencia” para los herederos y simpatizantes actuales de la izquierda revolucionaria, pasando por alto la profunda monstruosidad del experimento soviético en particular y de los proyectos constructivistas en general. Incluso puede someterse a crítica la interpretación “universalista” que del comunismo defienden, como hemos tenido oportunidad de ver, Víctor Farías y otros muchos. Como ha señalado el antropólogo Tzvetan Todorov: “El comunismo pretende la felicidad de la humanidad, aunque a condición de que los hayan sido previamente apartados; algo que a fin de cuentas, sucede también con los nazis. ¿Cómo puede creerse aún en el universalismo de la doctrina cuando ésta afirma que se apoya en la lucha, la violencia, la revolución permanente, el odio, la doctrina , la guerra? Se da la justificación de que el proletariado es la mayoría, y la burguesía una minoría, lo que nos lleva ya lejos del universalismo; pero cuando, además, se sabe que la otra gran contribución de Lenin a la teoría comunista se refiere al papel dirigente del Partido, destinado a someter a las masas proletarias, vemos que ni tan siquiera el argumento de la mayoría se sostiene (…) Y es que no quiere decir . En realidad, el comunismo es tan como el nazismo, pues afirma, de modo explícito, que no toda la humanidad se ve concernida por este ideal: no significa , se exige siempre la eliminación de una parte de la humanidad (…) Sencillamente, la división no es ya territorial u , sino , entre estratos de una misma sociedad. Donde en unos aparece la guerra de las naciones o de las razas en los otros se sitúa la lucha de clases”.
A este reto respondió Nolte, a la postre con éxito. Como pensador e historiador, Nolte ha sido uno de los más hondos intérpretes del fenómeno fascista, aunque algunos de los aspectos de su exégesis nos puedan parecer muy discutibles. Sin embargo, lo más destacado de su obra es, en nuestra opinión, su capacidad y valentía a la hora de someter a crítica y desafiar no pocos de los lugares comunes en que descansa la opinión pública de nuestras sociedades. Por ello, su ejemplo, siempre será un reto.