Si el Partido Socialista Obrero Español desaparece, se acaba la democracia española. Es así de sencillo. En nuestra partitocracia particular, el socialismo ha sido uno de los pilares del régimen democrático posfranquista. Dejando atrás el radicalismo de la Segunda República, supo zafarse de su herencia marxista para instalarse en la socialdemocracia moderna (algo similar al Partido Comunista de Carrillo, que aceptó las nuevas reglas del juego, consciente de que no podía cambiarlas sin quedar fuera del mismo). Con ello, la izquierda en España ha presidido 21 de los últimos 37 años, con la incorporación en la Comunidad Europea y la OTAN incluidas. La implosión del PSOE, y su hipotética desaparición, por tanto, implicaría la caída del régimen del 78. Es la consecuencia lógica de haber dejado las riendas de nuestra democracia exclusivamente en manos de partidos políticos.
Con tal afirmación no estoy equiparando democracia a socialismo, ni mucho menos. Tan esencial a nuestro régimen de libertades ha sido una izquierda moderada como una derecha desvinculada del autoritarismo dictatorial. Primero la Alianza Popular impulsada por Manuel Fraga, y después el Partido Popular (uniendo en sus filas a antiguos sectores de la extinta Unión de Centro Democrático y a otros partidos regionales de derechas) lograron lo que en 1975 parecía imposible, legitimar a la derecha, tanto como para llegar a la presidencia, que han ocupado 12 años (más otro, el actual, en funciones). Tan solo señalo que un cambio drástico en nuestro sistema de partidos puede poner fin a nuestra democracia, al menos tal y como la conocemos hasta ahora.
Tras el fin del dominio socialista en la segunda mitad de la década de 1990, se inauguró un sistema de bipartidismo imperfecto, donde los dos grandes partidos (PSOE y PP) se jugaban la victoria, apoyados por partidos regionales, como el PNV o CIU, en caso de no alcanzar la mayoría absoluta. Con la crisis económica desatada en 2008 y el fin del segundo gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, este sistema de partidos comenzó a ser cuestionado, tanto que tras el gobierno de Mariano Rajoy se inauguró en la 11ª Legislatura un parlamento con cuatro fuerzas mayoritarias. Al PP y al PSOE se unían ahora Podemos por la izquierda y Ciudadanos por el centro-derecha, nuevas formaciones con promesas de cambio y regeneración, mientras que del bando regionalista irrumpían nuevas formaciones soberanistas (ERC, EH Bildu, Democracia y Libertad). Ante la incapacidad de los partidos de formar gobierno en tales condiciones, se volvió a convocar nuevas elecciones generales. En la 12ª Legislatura no hubo grandes cambios, el multipartidismo se consolidó pese al reforzamiento del PP, mientras los soberanistas mantuvieron sus escaños (19 en total).
Por tanto, se pueden señalar dos grandes novedades en este nuevo multipartidismo. La primera, la deriva soberanista de algunos partidos vascos y catalanes, lo que dificulta en gran medida la formación de gobierno en el nuevo escenario, pues ninguno de los tres grandes partidos autodenominados constitucionalistas (PP, PSOE y C´s) pactará jamás acuerdos de gobierno que impliquen concesiones tendentes a la ruptura del marco nacional sancionado por la Constitución de 1978. La segunda, tiene que ver con la radicalización de la izquierda que conlleva el auge de Podemos, en cuyo interior confluyen ahora los antiguos comunistas de Izquierda Unida, sectores anticapitalistas, distintas formaciones regionalistas de izquierda y un largo etcétera de grupos afines. Todos ellos tienen en común su desprecio por el orden del 78 y su intención de aplicar el principio de autodeterminación en al menos Cataluña, País Vasco y Galicia, menospreciando así el principio de soberanía popular recogido en nuestra Constitución, y que constituye la base de nuestra democracia.
Todas estas novedades, multipartidismo, soberanismo regionalista y radicalización de la izquierda, han perjudicado sobremanera al Partido Socialista. Mientras al Partido Popular le salió un pequeño rival por su flanco menos vulnerable, el izquierdo, su rápida reacción le ha permitido domesticarlo a base de pérdida de votos y fingido interés de Estado, amén de una desastrosa dirección en la cúpula Ciudadana. Por el contrario, al Socialismo le surgió un duro rival por su izquierda, su flanco más sensible, al que lejos de seducir, ha envalentonado de la mano de un equipo perplejo ante la oportunidad de oro perdida en la 11ª Legislatura. Por si fuera poco, el nuevo soberanismo regional ha dividido internamente a los socialistas entre quienes están dispuestos a pactar con ellos y quienes se niegan en rotundo a hacerlo.
En todo caso, ya es hora de decirlo y aceptarlo, el NO original, el NO causante de todo este desaguisado fue el emitido por los señores Rajoy e Iglesias al pacto Sánchez-Rivera. En el caso Popular es un NO comprensible, pues habiendo ganado las elecciones, aunque fuera insuficiente para formar gobierno, en Génova se sentían legitimados para negar el apoyo a una opción alternativa de dudosa eficacia. Menos justificable fue el No de Podemos, quienes, obsesionados con el sorpasso, dejaron escapar la oportunidad de un gobierno progresista. Un NO del que ahora vemos sus verdaderas consecuencias, y quizás así podamos intuir sus verdaderas causas.
Las consecuencias son fáciles de ver, unas nuevas elecciones donde Populares y Podemitas creían poder salir reforzados (sólo los primeros lo lograron) mientras que sus rivales inmediatos podrían perder votos (en este caso estuvieron más acertados, pues Socialistas y Ciudadanos se dejaron por el camino 13 escaños, uno menos de los que ganó el PP). Hasta aquí nada extraño en el juego político, lo censurable viene ahora.
Que Podemos quiera ocupar el lugar del Partido Socialista es comprensible, que lo quiera hacer mediante su destrucción es algo incomprensible, mucho más si para ello cuenta con la colaboración del Partido Popular. Puedo imaginarme el hilo del razonamiento conservador. Si el Partido Socialista cae y Podemos se alza como principal fuerza de la izquierda, no sacan al PP de la Moncloa ni a cañonazos, pues los españoles, incluso los antiguos socialistas, los votarán con tal de alejar a esos energúmenos antisistema del poder. Gracias a eso, habrá gobiernos Populares ad nauseam, y bajo la bandera del patriotismo y la estabilidad se postergarán los cambios que reclama el país, que no sus habitantes. Puede que así entendamos la sorprendente cobertura mediática que ha tenido Podemos desde su origen, donde sus líderes se paseaban por los platós de determinados programas como si fueran los suyos propios. Ubicuidad que ya habrían querido para sí otros partidos alternativos como UPyD o el mismo C´s, y cuyos idearios eran y son mucho más razonables que el defendido por los Podemitas.
La fantasía de la derecha no anda muy desencaminada. La eliminación del PSOE reduciría la democracia española no solo a un nuevo bipartidismo, sino que radicalizaría de tal modo su escenario político que cada elección se convertiría en una batalla cruel donde en juego estaría la existencia misma de España, con una derecha que podría volver a sus viejos vicios y una izquierda volcada hacia el utopismo radical. No exagero, los diputados de Podemos prometieron acatar la Constitución solo para cambiarla, y todos conocemos en qué sentido (en el de Otegui, no en el de González).
Por eso España necesita de un PSOE fuerte y estable, no como freno de la derecha, dicha función la ha cumplido de sobra la propia derecha, sino como obstáculo a una izquierda desbocada, orientada a la revolución y la destrucción de la unidad nacional.
Si determinados aprendices de brujo españoles piensan que saldrán beneficiados con la polarización política pronto saldrán escaldados, y más de uno puede llevarse una sorpresa, la corrupción no ganará siempre a la revolución. Lo que España necesita no es confrontación ni continuismo, sino regeneración y reformas. Sin el PSOE no serán posibles, no porque sea su adalid (los dos grandes partidos ya han mostrado de sobra que ninguna es su prioridad), sino porque sin él ya no serán imperativas. Quizás sea ese el objetivo de cuanto está en juego, reducir a España a una innecesaria pero sempiterna lucha cainita mientras subrepticiamente completamos nuestra transformación en la letrina turística de Europa.