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Los historiadores han debatido mucho sobre la historicidad de la batalla. Algunos sostienen que se trató de una simple escaramuza de frontera, adornada después por la tradición. Otros defienden que sí hubo un enfrentamiento de cierta magnitud, aunque no comparable a las grandes campañas. Lo que tenemos es la tradición oral recogida por autores posteriores, sobre todo en el siglo XV y XVI, cuando la memoria de la Reconquista se fundía con la piedad popular.
La historia de España está hecha de momentos en los que lo humano y lo divino se cruzan, donde la fe se convierte en fuerza de combate y la guerra se eleva a epopeya. Uno de esos episodios es la Batalla de Tentudía. El recuerdo de aquel suceso, envuelto en leyenda, se hizo piedra en el monasterio que lleva su nombre y quedó grabado como símbolo de la Reconquista.
Nos situamos en el siglo XIII, cuando el equilibrio peninsular comenzaba a inclinarse claramente hacia el lado cristiano. Tras la monumental victoria de Las Navas de Tolosa en 1212, el poder musulmán en la Península entró en un proceso de declive irreversible. El califato almohade se desmoronaba, las taifas volvieron a fragmentarse, y los reinos cristianos —Castilla, León, Aragón y Portugal— avanzaban hacia el sur con un impulso imparable. A mediados del siglo XIII, Fernando III el Santo culminaba la conquista de Córdoba (1236), Jaén (1246) y Sevilla (1248). Pero entre esas fechas, las sierras del sur de Badajoz y el norte de Huelva eran un corredor de incursiones y escaramuzas. Allí la defensa recaía en buena medida sobre las órdenes militares: Santiago, Alcántara y Calatrava, cuya misión era proteger las nuevas tierras y asegurar los pasos.
En este contexto, las fronteras extremeñas se convirtieron en una zona de guerra casi permanente. Allí, entre sierras ásperas, valles estrechos y pasos de difícil tránsito, se libraban combates menores, escaramuzas y batallas que decidían el dominio sobre fortalezas estratégicas. La Sierra de Tentudía era una de esas tierras calientes: dominaba los caminos hacia Sevilla y Córdoba, todavía en manos musulmanas, y aseguraba la retaguardia cristiana en su expansión.
En primera línea de aquel escenario bélico se encontraban las órdenes militares. La de Santiago, fundada en 1170 en Cáceres, había nacido precisamente para custodiar los caminos y defender la frontera de los ataques musulmanes. Sus caballeros combinaban la vida religiosa con la milicia, profesando votos de pobreza, castidad y obediencia, y empuñando la espada en nombre de Cristo.
En la primera mitad del siglo XIII, la Orden de Santiago alcanzó su máximo esplendor bajo el mando de su maestre más célebre: Pelay Pérez Correa. Noble portugués de ascendencia ilustre, era hombre de armas y de fe, hábil estratega y símbolo de la caballería santiaguista. Bajo su dirección, los freires de Santiago se convirtieron en columna vertebral de la Reconquista en Extremadura y Andalucía.
El maestre Pérez Correa encabezaba una campaña contra las tropas musulmanas que hostigaban la sierra. Tras horas de combate encarnizado, la victoria no estaba decidida. El sol comenzaba a caer tras los montes, y la inminente oscuridad amenazaba con arrebatar a los cristianos el fruto de su esfuerzo: los musulmanes podrían escapar, reagruparse y volver a atacar. Fue entonces cuando ocurrió lo inaudito. El maestre, consciente de que el tiempo se agotaba, elevó su voz al cielo y exclamó: «¡Santa María, detén tu día!»
El milagro, cuentan las crónicas, se produjo. El sol se mantuvo en lo alto, prolongando la luz hasta que los caballeros santiaguistas completaron su victoria. El enemigo fue derrotado, la sierra quedó en manos cristianas, y la memoria de aquel prodigio se transmitió como una señal de la protección divina sobre la empresa de la Reconquista. La batalla, más allá de su exactitud militar, simboliza el espíritu de la época: la convicción de que la empresa de la Reconquista no era solo una lucha de hombres, sino también un designio providencial.
No es casual que la tradición relacione este milagro con el episodio bíblico de Josué en Gabaón, cuando Dios detuvo el sol para conceder la victoria al pueblo de Israel. Para los cronistas medievales, España era la nueva tierra prometida, y sus caballeros, los nuevos soldados de Dios.
Las órdenes militares no eran ejércitos anónimos: estaban formadas por hombres de carne y hueso, procedentes de linajes nobiliarios que encontraron en la Reconquista su destino. Muchos de los caballeros de Tentudía descendían de familias que habían combatido en Las Navas de Tolosa. Sus apellidos se entrelazaron con la historia de Extremadura y Andalucía. Entre ellos destacan los Suárez de Figueroa, que en generaciones posteriores se vincularon estrechamente con la Orden de Santiago y con el Maestrazgo de León. Los Monroy, poderosos en la comarca cacereña, también figuran en estas campañas, así como los Portocarrero, condes de Medellín, que extendieron su influencia por la Baja Extremadura. La propia figura de Pelay Pérez Correa enlazaba con la nobleza portuguesa, mostrando cómo la frontera era un espacio compartido por linajes hispánicos de ambos lados.
Estos apellidos, grabados en escudos y genealogías, recuerdan que Tentudía no fue solo un episodio militar: fue también un eslabón en la cadena de honor y gloria de casas que cimentaron su prestigio en la Reconquista. La victoria no quedó sin memoria. En la cima de la sierra, se levantó un monasterio en honor a Santa María de Tentudía, custodiado por frailes jerónimos primero y después por la propia Orden de Santiago. Aquel santuario se convirtió en faro espiritual de la comarca, en lugar de devoción y en símbolo de la victoria milagrosa. El monasterio, ampliado en el siglo XVI, conserva todavía el aire solemne de los grandes monumentos marianos. Allí, entre paredes de piedra y vistas infinitas sobre la sierra, se guarda la memoria de aquel día en que el sol se detuvo. Todavía hoy conserva un impresionante retablo de azulejos realizado en el siglo XVI por Niculoso Pisano, uno de los grandes ceramistas del renacimiento sevillano. En él se representa la escena milagrosa: el maestre implorando a la Virgen mientras el sol se detiene en el horizonte. Es un testimonio visual de cómo la leyenda se integró en la vida religiosa y artística del Renacimiento, confirmando que Tentudía no fue solo memoria militar, sino también patrimonio cultural.
La batalla y el milagro son un reflejo perfecto del espíritu medieval español: guerra y fe unidas en una misma causa. No se trataba solo de conquistar tierras, sino de afirmar la identidad cristiana frente al islam. La súplica del maestre, elevada en medio del combate, resume siglos de historia: hombres que luchaban con la certeza de que el cielo acompañaba sus espadas. Tentudía se convirtió en referente para generaciones posteriores. Siendo priorato de la Orden de Santiago y sede espiritual de la comarca. Durante la Edad Moderna, los caballeros de Santiago siguieron custodiando el lugar. El priorato tuvo importancia administrativa y religiosa, y sus rentas ayudaron a sostener la presencia de la orden en la región.
En los siglos XVI y XVII, cuando España se veía a sí misma como defensora de la fe en Europa y en el mundo, la historia del sol detenido en Extremadura servía de ejemplo: lo divino podía intervenir en la historia para sostener la misión de una nación.
Los romances fronterizos, las crónicas santiaguistas y la tradición popular recogieron la hazaña. La Virgen de Tentudía quedó como advocación local, pero también como símbolo universal de la España guerrera y piadosa. La frase «¡Santa María, detén tu día!» se transmitió como emblema de confianza en la providencia y de la unión de la espada con la cruz. Aún hoy, los peregrinos y visitantes del monasterio pueden contemplar desde lo alto la misma puesta de sol que vio Pérez Correa. Y quizás entender por qué aquella luz se convirtió en leyenda: porque Tentudía no es solo un lugar geográfico, sino una metáfora de la fe que alarga el día y vence la oscuridad.
La batalla es una joya de la memoria histórica española. En ella se entrelazan el rigor militar de la Orden de Santiago, la nobleza de linajes que dejaron su sangre en la frontera, el fervor religioso de una súplica milagrosa y la proyección cultural de un monasterio que todavía hoy custodia la memoria. En Tentudía, España no solo ganó una batalla: forjó un símbolo. La historia de aquel día en que el sol se detuvo nos recuerda que la Reconquista fue, a la vez, epopeya militar y epopeya espiritual. Y que los nombres de Pelay Pérez Correa, de la Virgen de Tentudía y de los caballeros que allí combatieron forman parte del gran relato de una nación que se hizo luchando, rezando y soñando con la victoria.
Recordar Tentudía es recordar que los pueblos se forjan tanto en los hechos como en las narraciones. Quizá nunca sepamos con detalle qué ocurrió aquella tarde en la sierra extremeña, pero sí sabemos lo que representó: la certeza de que la fe, la voluntad y la memoria compartida son capaces de sostener a una comunidad durante siglos. En tiempos en que la historia se reescribe y la identidad se relativiza, recuperar episodios como el de Tentudía nos conecta con la raíz de nuestra cultura. Nos recuerda que hubo un tiempo en que España se levantaba en los confines de su geografía con la espada en la mano y la mirada en el cielo.
No se trata tan solo de una batalla. Es una metáfora de resistencia, un faro de devoción mariana y un capítulo imprescindible de la memoria extremeña y española. Allí, donde se dice que el sol se detuvo, permanece inmóvil también la huella de un pueblo que supo convertir la frontera en herencia y la fe en historia.
Iñigo Castellano y Barón
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