Tras la fase de las “primarias” la elección definitiva (“nominación”) de los candidatos presidenciales o para cualquier otro cargo público, culmina en las Convenciones Nacionales de los Partidos. En el momento en que escribo los dos grandes partidos tienen ya sus respectivos candidatos a la Presidencia: Donald Trump, con plena legitimidad democrática, del Partido Republicano; Kamala Harris, con dudosa legitimidad partitocrática, del Partido Demócrata.
Es imposible no percibir una situación insólita en la presente competición presidencial, inédita en la historia de los Estados Unidos. Por una parte, una candidata (mujer y presuntamente negra) que ha sido designada por el actual presidente, sin haberse sometido a las elecciones primarias, y por tanto sin el voto de la militancia del Partido Demócrata. No entro en su polémica trayectoria y competencia política, pero resulta objetivo señalar que es la candidata más izquierdista –más pro-socialista en la estela marcada por su patrocinador Obama– de la historia democrática del país. (...)
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Por otra parte, Donald Trump ha sido y es un candidato anti-Establishment, representante de un enérgico conservadurismo nacional y populista (populista de derechas, anti-elitista y anti-Establishment republicano), pero abierto a una gran coalición patriótica americana (MAGA: Make America Great Again), como ilustra el reciente “endorsement” de Robert F. Kennedy Jr., y otras figuras de signo libertario como Elon Musk.
Se ha señalado con razón que Trump es un líder diferente de los presidentes republicanos del pasado, por su populismo positivo y por ser un icono en las guerras culturales anti-woke y anti-DEI (Diversity, Equity, Inclusion), que ha generado un auténtico y sólido movimiento de masas, fiel en un sentido profundo a la promesa de la Declaración de 1776 en favor de los derechos naturales, inalienables, a “la Vida, la Libertad, y la búsqueda de la Felicidad”.
John Fonte ha caracterizado al Trumpismo como la tercera ola del Conservadurismo americano moderno (tras una primera simbolizada por William F. Buckley Jr. y Ronald Reagan, y una segunda simbolizada por Paul Ryan y los dos presidentes Bush). Trump y el movimiento americanista MAGA simbolizarían lo que, entre otros, John Fonte (Hudson Institute), Larry Arnn (The 1776 Commission) y el historiador-pensador político Victor Davis Hanson consideran –en expresión del último– una “guerra existencial por el alma de América”.
Aparte del aparente apoyo mayoritario de los medios a Kamala Harris (pese a su negación, hasta ahora, a conceder entrevistas o realizar conferencias de prensa), es muy notable el contraste entre los candidatos ante el polémico asunto de Israel y la “cuestión Palestina”, que por parte de la propia candidata y del Partido Demócrata han tenido una clara responsabilidad en haber generado una nueva oleada masiva de protestas violentas y vandálicas de grupos pro-palestinos antisemitas/antisionistas, sin precedentes en los Estados Unidos. No deja de resultar paradójica e inexplicable la posición de destacados judíos americanos apoyando incondicionalmente (o con muy pequeñas reservas) al Partido Demócrata (Soros, Tribe, Schumer, Fetterman, Blinken, Garland, Yellen, Sanders, Feinstein, Schiff, Nadler, Raskin, Goldman, Phillips, Wasserman-Schultz, Shapiro, y un larguísimo etcétera).
Respecto a la presente campaña electoral, la suerte está echada, dependiendo de la situación económica, las encuestas, y los escasos debates que vamos a presenciar (de momento solo está comprometido uno, el 10 de septiembre, entre los dos candidatos presidenciales, y otro entre los candidatos a vicepresidente, el republicano D. J. Vance y el demócrata Tim Walz, en octubre).
Pero no olvidemos que al mismo tiempo discurre una magna campaña electoral que afecta a todos los poderes públicos para miles de posiciones federales (Senado, Cámara de Representantes), estatales (Gobernadores, asambleas legislativas), y locales (condados y municipios).
Manuel Pastor Martínez
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