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¿Es España un Estado fallido? España ante la frontera moral que marcará su futuro

(Ilustración: La Crítica / IA)

LA CRÍTICA, 3 NOVIEMBRE 2025

Íñigo Castellano Barón | Lunes 03 de noviembre de 2025
Plantear esta pregunta incomoda y desconcierta. España no es un territorio en colapso ni una democracia rota, pero muestra síntomas de debilidad institucional que afectan a la igualdad, la cohesión y la confianza ciudadana. Interrogar el modelo de Estado no es un acto antipatriótico, sino un ejercicio de madurez democrática que exige lucidez. Este texto busca examinar, con serenidad y sin estridencias, si España está fallando como Estado moderno y eficaz. (...)

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Y es incómoda la pregunta tal vez porque nos obliga a mirar de frente la posibilidad de que lo que durante décadas dimos por sólido haya empezado a resquebrajarse. España no es un país devastado, ni un territorio sin ley, ni una democracia formalmente quebrada. Seguimos siendo miembros de pleno derecho de la Unión Europea, la macro-economía funciona, las instituciones continúan en pie y la convivencia persiste pese a sobresaltos. Sin embargo, un Estado no empieza a fallar el día que se derrumba, sino el día en que deja de garantizar con eficacia la igualdad, la cohesión y la confianza de sus ciudadanos. Y es en ese terreno donde España muestra síntomas de fatiga profunda. No se trata de lanzar alarmas apocalípticas, sino de reconocer con honestidad que algo esencial se ha deteriorado.

Plantear si el Estado español está fallando no equivale a desear su derrumbe, sino a exigir que cumpla su función esencial: proteger a los ciudadanos, asegurar la igualdad ante la ley en todo el territorio y preservar un proyecto común de futuro. El patriotismo verdadero —el que nace de la responsabilidad y no del eslogan— consiste precisamente en hacerse preguntas incómodas cuando la realidad lo exige. La estabilidad que teme a la crítica no es auténtica: es quietud aparente. Durante décadas, España vivió bajo un pacto tácito: evitar, casi a toda costa, reabrir el debate territorial. Tras la Constitución de 1978, cuestionar la estructura del Estado se consideraba abrir un melón capaz de desestabilizar la convivencia. El silencio sirvió durante un tiempo, pero no resolvió nada. Las tensiones identitarias se incubaron, la fragmentación normativa creció, y la acción del Estado se volvió cada vez más condicionada por la lógica de concesiones políticas. Hoy, cuando el modelo muestra signos claros de agotamiento, conviene preguntarse con serenidad: ¿está España funcionando como un Estado moderno y eficaz, o vivimos de inercias cada vez más débiles?

El modelo autonómico nació sobre la lealtad institucional con voluntad integradora y alivió recelos históricos. En sus primeros años aportó estabilidad y descentralización saludable. Sin embargo, con el tiempo derivó hacia un esquema de distribución del poder marcado por duplicidades, burocracia y una creciente fragmentación de la acción pública. Lo que pretendía acercar la Administración al ciudadano ha acabado creando una compleja superposición de estructuras que, lejos de coordinarse con el Estado, a menudo compiten con él. La fórmula del «café para todos» extendió el autogobierno a todos los territorios sin distinguir entre regiones con fuerte conciencia histórica y aquellas que nunca lo habían reclamado. España pasó a disponer de 17 administraciones con competencias amplias, estructuras propias, normativas divergentes y agendas políticas propias. Ese diseño generó dispersión de recursos, normas contradictorias y organismos duplicados. El Estado dejó de coordinar y empezó a negociar, de forma permanente, con las autonomías. El resultado es un Estado que a veces no dirige, sino que gestiona equilibrios.

La descentralización, cuando se ejerce con lealtad, puede enriquecer la gobernanza. Pero en España ha predominado una lógica diferente: la afirmación identitaria y política frente al Estado. La relación se volvió anómala. El Gobierno central, en lugar de fijar reglas claras, cedía o resistía según el cálculo parlamentario del momento. La autoridad del Estado se diluyó en un océano de siglas, consejerías y normas heterogéneas. El ciudadano, lejos de percibir una mejora, empezó a constatar desigualdades crecientes según su lugar de residencia. La igualdad real de derechos es un pilar esencial de cualquier Estado sólido. En teoría, todos los españoles gozan de los mismos servicios y garantías; en la práctica, la calidad de esos derechos depende cada vez más del código postal. La sanidad, la educación, la fiscalidad, el acceso a la función pública e incluso la lengua de escolarización varían de forma significativa entre comunidades autónomas. Esto no es diversidad: es desigualdad.

La educación debería ser el principal instrumento de cohesión nacional. Sin embargo, los planes de estudio difieren no solo en contenidos culturales, sino en la visión de España y de la propia historia. El resultado es un mosaico de relatos educativos que no siempre son compatibles entre sí. Allí donde la escuela debería unir, a menudo se ha convertido en un factor de separación. La lengua, cuando se usa como arma política en vez de como patrimonio cultural, divide. Proteger las lenguas cooficiales es legítimo y enriquecedor, pero convertirlas en barrera de acceso al empleo o en requisito excluyente supone anteponer la identidad al mérito. Miles de ciudadanos se encuentran, de facto, con desventajas para trabajar o estudiar en su propio país según su lugar de origen. Un Estado que tolera ciudadanos de primera y de segunda según territorio erosiona su legitimidad moral.

El caso catalán es paradigmático. El desafío secesionista de 2017 no fue un incidente aislado, sino el síntoma más visible de una enfermedad latente. Durante años, parte de las élites políticas catalanas emplearon las competencias cedidas para construir un relato identitario alternativo al proyecto común. No se trató de una rebelión improvisada, sino de una estrategia sostenida en educación, medios públicos y cultura. El Estado, por cálculo político, a menudo prefirió mirar hacia otro lado a cambio de apoyos parlamentarios. Ese cálculo, aparentemente pragmático, resultó costoso. Cuando llegó el momento de actuar, se actuó tarde. La aplicación del artículo 155 restableció la legalidad, pero no resolvió el problema de fondo: una fractura emocional y política que sigue abierta. La lealtad institucional, indispensable en cualquier sistema descentralizado, se debilitó. Algunas administraciones autonómicas empezaron contemplándose como contrapeso o alternativa al Estado, y no como parte integrante del mismo. Así, el secesionismo catalán no fue un meteorito que cayó del cielo, sino la consecuencia lógica de un modelo territorial sin garantías suficientes, donde la deslealtad no tenía coste político real.

La fortaleza de un Estado se pone a prueba, sobre todo, en momentos de emergencia. España ha vivido crisis recientes que han revelado una preocupante falta de coordinación. Fenómenos meteorológicos extremos, incendios, inundaciones o crisis sanitarias han mostrado un Estado fragmentado, donde a menudo se discute quién debe actuar antes de actuar. La pandemia de COVID-19 fue el ejemplo más doloroso. Mientras los contagios avanzaban, España asistió a un conflicto entre administraciones sobre competencias y responsabilidades. Las residencias de mayores, que deberían haber sido espacios de protección, se convirtieron en escenarios de tragedia. La falta de coordinación entre servicios sociales y sanitarios, unida a la ausencia de mando claro, derivó en miles de vidas truncadas. No fue un problema técnico: fue un fallo estructural. El ciudadano percibe que la Administración está más pendiente de preservar posiciones políticas que de proteger vidas. Cuando esto sucede, la confianza se erosiona. Y sin confianza, ningún Estado se mantiene sólido.

A esta fragmentación se suma otro problema: la partitocracia. España ha sufrido una progresiva colonización de instituciones públicas por parte de los partidos políticos. Lo que nació como democracia representativa ha evolucionado hacia una democracia de partidos donde la disciplina, la lógica de bloques y el reparto de cuotas han sustituido al mérito, la independencia y el servicio público. Instituciones que deberían ser árbitros —tribunales, fiscalías, reguladores, órganos de control— han sido objeto de pactos partidistas que han deteriorado su credibilidad. Cuando el ciudadano percibe que la ley no se aplica igual para todos, o que el árbitro no es neutral, la confianza institucional se quiebra. El Parlamento, en lugar de ser el gran foro del debate y creación legislativa, se ha convertido en escenario de confrontación y trámite. El Ejecutivo legisla por vía acelerada o mediante pactos con minorías parlamentarias decisivas, y el Legislativo se limita a ratificar. Esa dinámica debilita la separación de poderes.

España no es la única democracia con problemas institucionales. Muchas naciones occidentales sufren polarización, desgaste político y crisis de confianza. Italia vive una inestabilidad gubernamental persistente, pero mantiene cohesión nacional y funcionamiento estatal. Bélgica gestiona una compleja fractura lingüística con pragmatismo que, aunque imperfecto, preserva el Estado. Canadá afrontó tensiones secesionistas en Quebec y logró reconducirlas reforzando el vínculo con el país. Alemania representa un federalismo eficaz basado en reglas claras, corresponsabilidad y sentido de Estado. España, en cambio, presenta un rasgo propio: una descentralización extensa sin una identidad nacional suficientemente compartida ni mecanismos que garanticen lealtad institucional.

Conviene responder con claridad a la pregunta inicial. España no es un Estado fallido. Pero sería irresponsable quedarnos ahí. España exhibe rasgos de Estado disfuncional, donde la igualdad y la eficacia están amenazadas. No hemos fracasado, pero estamos fallando. El fallo, si se reconoce, puede corregirse. El fracaso, si se niega, se consuma. España está en un cruce de caminos. Hay tres vías posibles. Una consiste en reforzar el Estado recuperando competencias esenciales para asegurar igualdad, especialmente en educación, justicia y emergencias sanitarias. Otra apuesta por un federalismo serio, no retórico, que exija lealtad institucional y reglas comunes. La tercera —la más probable si no se actúa— es continuar como hasta ahora, con parches coyunturales, equilibrios inestables y degradación lenta.

Sería un error abordar esta cuestión desde trincheras ideológicas. Es un asunto de responsabilidad cívica y visión de país. Se trata de decidir qué tipo de Estado queremos dejar a las próximas generaciones. La Transición nos dio un marco para vivir juntos. Ese marco requiere revisión y reforzamiento, no nostalgia ni ruptura. Preguntarse si España es un Estado fallido no es un acto de desafección; es una invitación a la lucidez. El patriotismo sereno exige reconocer lo que no funciona y corregirlo antes de que sea tarde. La nación no desaparece si despierta a tiempo. Puede salvar a su Estado si hay voluntad de hacerlo. Porque, al final, el Estado no es una abstracción: es la expresión de nuestra decisión de vivir juntos con igualdad, dignidad y futuro.

Íñigo Castellano Barón

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