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España vive una lenta, constante y costosa disolución de su unidad política. No por catástrofes naturales ni por imposiciones extranjeras, sino por la sucesión de pactos interesados, cesiones territoriales y concesiones partidistas que han vaciado de contenido real la idea misma de nación. Lo que comenzó como una descentralización razonable para integrar la diversidad regional ha degenerado en un sistema de competencias enfrentadas, identidades ficticias y privilegios institucionales, alimentado por partidos que anteponen la supervivencia electoral al interés general. Y el precio lo paga el conjunto de los ciudadanos.
La Constitución de 1978 estableció un marco de autonomías que, en su origen, no tenía por qué ser disgregador. Se pensó como una fórmula para articular distintas sensibilidades bajo un proyecto común. Sin embargo, con el paso de las décadas, los partidos han utilizado ese modelo para alimentar estructuras paralelas de poder, crear redes clientelares y legitimar chantajes que corroen la igualdad y la cohesión. El sistema autonómico actual no es el fruto de una lógica federal, ni de una descentralización ordenada, sino de una carrera de concesiones donde las minorías mejor organizadas imponen condiciones a una mayoría silente. La evidencia es clara. En España no existe una sola política educativa, ni sanitaria, ni lingüística. Hay 17 modelos diferentes, muchos de ellos en competencia abierta con los principios constitucionales. Se ha permitido que las comunidades autónomas establezcan normas que limitan el uso del castellano —lengua común y oficial en todo el territorio—, que impongan barreras burocráticas internas, y que construyan relatos históricos excluyentes desde las propias aulas. Lo que debería ser un sistema de gestión próximo al ciudadano se ha convertido en una fábrica de agravios y privilegios.
Los partidos nacionales no solo han tolerado esta deriva, sino que la han incentivado. El PSOE, desde los gobiernos de Felipe González y, sobre todo, con Rodríguez Zapatero, abrazó el discurso del «Estado plurinacional» como forma de congraciarse con sus socios periféricos. El PP, que prometía unidad y firmeza, ha pactado sistemáticamente con nacionalistas cuando lo ha necesitado, validando así el juego asimétrico. Ambos han contribuido, con mayor o menor entusiasmo, a la legitimación de unos «derechos históricos» que consagran la desigualdad: el cupo vasco y el concierto navarro —exenciones fiscales a dos comunidades que no rinden cuentas al resto— son una anomalía que ningún partido mayoritario se ha atrevido a cuestionar, además de añadir el conflicto lingüístico.
Esta lógica de cesión permanente ha generado un ecosistema político perverso. Las fuerzas nacionalistas y secesionistas saben que, a cambio de unos votos en el Congreso, pueden obtener competencias, fondos, reformas legales o incluso indultos. Y lo han explotado con eficacia. El resultado es una democracia bloqueada por la aritmética parlamentaria, donde el Gobierno se ve obligado a pagar, sesión tras sesión, la lealtad de quienes no creen en el Estado que lo sostiene. Es el chantaje institucionalizado.
Pero el problema no se limita al Congreso. Las autonomías han replicado el modelo clientelar a escala regional. Han creado sus propias televisiones públicas, tribunales de cuentas, defensores del pueblo, cuerpos diplomáticos y sistemas educativos con orientaciones ideológicas marcadas. Han convertido el boletín oficial autonómico en una herramienta de consolidación del poder local, donde los concursos públicos, las subvenciones y los nombramientos son moneda de cambio para premiar fidelidades. Así, mientras se predica la “proximidad al ciudadano”, se erigen aparatos de partido que controlan hasta el último rincón del presupuesto.
El clientelismo es la argamasa del sistema. Sin una densa red de dependencias, subvenciones y empleos públicos, las estructuras autonómicas no podrían sostenerse. El discurso identitario se convierte en coartada para perpetuar un modelo ineficiente, caro y desigual. Porque hay comunidades que pueden sostener sus gastos con holgura, mientras otras se endeudan para mantener los mismos servicios. No se ha construido un país más justo: se ha troceado un país que ya era viable en favor de intereses muy concretos.
¿Qué hacer ante este panorama? No se trata de suprimir el modelo autonómico por decreto, sino de aplicar reformas valientes y específicas que devuelvan cohesión y eficiencia al Estado. Algunas medidas concretas que podrían marcar un punto de inflexión son: Una intensa pedagogía racional y nacional sobre el modelo a seguir. Modificar el sistema de investidura, para impedir que la gobernabilidad dependa de partidos rupturistas. Debe exigirse un mínimo de sentido de Estado en las alianzas parlamentarias. Suprimir las embajadas autonómicas y oficinas en el extranjero que dupliquen funciones diplomáticas. Solo las de promoción comercial deben subsistir, coordinadas con el Estado. Eliminar duplicidades institucionales: defensores autonómicos, observatorios ideológicos, agencias replicadas. Una sola estructura por competencia y bajo control estatal.
Reformar la financiación autonómica, instaurando un modelo solidario, transparente y revisable por un organismo independiente. Recuperar competencias clave como educación, justicia y lengua, garantizando un currículo común, una justicia con unidad de criterio y el uso del español como lengua vehicular sin excepción. Crear una agencia nacional contra el clientelismo, con capacidad para auditar subvenciones, contratos y redes de empleo público, sancionar abusos y publicar resultados anualmente. Establecer un índice comparado de eficiencia autonómica, con informes públicos que muestren el coste y la calidad real de los servicios por comunidad.
Estas reformas no buscan destruir la autonomía, sino restablecer el principio de igualdad y racionalidad. Un Estado moderno no puede funcionar como un conjunto de mini-estados con fiscalidades dispares, identidades enfrentadas y agendas contradictorias. España necesita volver a reconocerse a sí misma. No como una suma de identidades en competición, sino como una comunidad de ciudadanos libres e iguales. La reconstrucción de lo común empieza por ahí: por decir la verdad, asumir responsabilidades y tener el coraje de reformar lo que ya no funciona.
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