Íñigo Castellano Barón

Nosotros: de la posguerra al algoritmo

(Ilustración: La Crítica).

LA CRÍTICA, 27 JULIO 2025

Íñigo Castellano Barón | Domingo 27 de julio de 2025

Sobre la transición generacional de la posguerra a la era digital

No soy ni me siento siquiera un pseudo filósofo o sociólogo. Soy tan solo una mera larga experiencia de vida, una madurez avanzada en la que he observado, aprendido y errado. Nací como todos, en un tiempo cualquiera en la dilatada historia de España; una España plagada de guerras, cuyas generaciones, todas, hasta la mía, nacieron tras aquellas, en el anhelo de encontrar nuevos escenarios, en la ilusión de una paz duradera, en la búsqueda siempre de un adjetivo que nos definiera definitivamente.

Pero esto es difícil, pues todavía somos una España sin adjetivar, rastreando nuestra propia esencia. Quizás su grandeza nos confundió y su gloria nos emborrachó de sensaciones todavía sin digerir, con resaca de historia no asimilada. (...)



...

La generación del silencio (1939–1960s)

En España, ser de la posguerra civil no ha sido una condición temporal, más bien un modo de habitar el siglo XX, un estado mental, una forma de mirar el mundo con el retrovisor empañado por la contienda fratricida. Incluso quienes no la vivieron directamente crecieron bajo su sombra, y aquéllos nacidos décadas después se confundieron, como polvo fino, en el peso silente de la Guerra Civil. Una atmósfera de posguerra que va mucho más allá de lo razonable, no tanto por ruinas visibles, sino por una memoria enquistada. De alguna manera ha venido marcando la educación, la política y hasta la arquitectura emocional de los españoles. Acerca de ello escribió Santos Juliá: «La Guerra Civil fue el acontecimiento que todos vivieron, incluso los que no la vivieron».

Los nacidos tras 1939 crecieron en una España de silencio obligado, de supervivencia modesta y de trabajos sin adornos. Una generación que, lejos de la épica, se ocupó del pan y alguna vez del almidón. Hombres y mujeres prácticos y esforzados en soñar y en andar el sueño, sin grandes ayudas y dispuestos a la emigración. Todos eran ámbitos de sabiduría práctica, de orgullo silencioso. La España del desarrollo de los años 60 fue la primera en girar la rueda hacia la esperanza de nuevos quehaceres, nuevas industrias. La España de los oficios, de las fábricas, del «milagro español» donde todavía era posible el ascenso social por méritos propios. La nación fue abriéndose al tiempo que las mentes.

Hijos de la Transición (1970–1980)

Los hijos de aquella generación trabajadora comenzaron a estudiar en universidades y a leer a Marx y a Ortega, a viajar a Londres o París en el interrail y mirarse en el espejo de una Europa democrática, moderna, y sobre todo, reconciliada. Aquella generación encontró en la Transición un rito fundacional, y en la democracia un credo sin dogmas. Llegó la época de la reforma educativa, de la Ley General de Educación de 1970. El cambio de régimen sumió a una gran mayoría en un estado de inquietud y nostalgia no exenta de asunción de una nueva realidad bajo la Corona milenaria. Sin embargo, algunos vivieron el final de Franco como una liberación, como posteriormente, en 1981, el 23-F supuso una cicatriz. La Constitución de 1978 fue el nuevo contrato social; para muchos supuso la tabla de salvación moral, más que un pacto jurídico. Los símbolos eran laico-religiosos: el consenso como valor superior, la política, la herramienta de reconciliación, y Europa el horizonte inevitable.

Luego de la LOGSE en los 90, el Estado asumió el compromiso de escolarizar, alimentar y proteger a sus ciudadanos desde la cuna. La escuela pública vivió su edad de oro. La figura del maestro se revitalizó como arquitecto de la igualdad. El consenso no fue una moda, sino un gesto casi religioso: «nunca más una guerra». Estos jóvenes, ya adultos, fueron los padres de los años 80, donde España por fin se sintió moderna y europea. Es la generación de la llamada beautiful people que votó a Felipe González como quien estrena ropa nueva: con ilusión, con cierto temor, pero sobre todo con ganas de dejar atrás la caspa del franquismo, como también su oportunidad de tocar poder y fortuna.

La generación del relato (1990s–2008)

Surge entonces la generación del relato. Ya no basta con producir: había que significar. La cultura de masas —televisión, cine, literatura— fue la amalgama emocional para una sociedad en tránsito. El «Cuéntame» de TV no fue solo una serie, también una terapia colectiva. Entretanto se construía una nueva clase media urbanita.

Pronto en el escenario sociológico irrumpiría una nueva generación que no conoció un régimen personalista, como tampoco miseria. Fueron los años 90-2000. Son los nietos de la guerra, los hijos de la Constitución, educados bajo promesa de que el futuro sería suyo si se esforzaban suficientemente. Vivieron la prosperidad del euro, los campus universitarios, los modos del Wi-Fi, los viajes Erasmus y las primeras grandes marcas internacionales. El ideal se mezcló con el consumo. Ser moderno era comprarse un iPhone, y leer al filósofo liberal y judío británico, Isaiah Berlin. Crecieron sin miedo a hablar de política, sin censura, sin uniforme obligatorio. Son la primera generación que vivió la expansión de derechos y el acceso universal a la universidad como algo natural.

Ruptura y escepticismo (2008–2011)

La brutalidad del mercado laboral post-2008 puso en estado de alerta a los jóvenes. La gran crisis económica desnudó el espejismo del progreso perpetuo. Muchos jóvenes con másteres y becas encontraron que el sistema no los esperaba con los brazos abiertos, sino con contratos basura, alquileres imposibles y una clase política más preocupada por la retórica que por las soluciones. Nació entonces el malestar democrático, el escepticismo institucional y el oportunismo político sin piedad. Por primera vez, el relato dejó de ser lineal. Ya no bastaba con prometer futuro. Había que defender el presente.

El 2008 marcó un corte profundo en su trayecto vital y terminó en el 15-M que irrumpió de manera inesperada, no solo como protesta: realmente fue un síntoma generacional. Jóvenes educados en democracia descubrieron que el sistema no respondía a sus expectativas. Las promesas del Estado del bienestar comenzaban a resquebrajarse y a darse cuenta el paradigma invertido de que más bien comenzaba a ser el bienestar del Estado. La precariedad laboral, el paro estructural juvenil y la burbuja inmobiliaria rompieron la confianza en el futuro. Apareció una nueva forma de participación política: horizontal, asamblearia, digital. Pero también una sensación de intemperie. El relato de progreso lineal se desplomaba. La idea de esfuerzo recompensado ya no parecía tan segura. Muchos se refugiaron en el activismo, en la okupación de viviendas; otros en la huida al extranjero. La emigración del siglo XXI se componía de ingenieros, arquitectos y científicos.

La generación digital (2000–2010)

La perplejidad y la adaptación se unieron a la generación digital. La juventud, nacida entre 2000 y 2010, no supo qué es un mundo sin internet. Se han educado entre algoritmos, video-llamadas y redes sociales que colonizan su intimidad. No conocen la guerra, ni la cartilla de racionamiento, ni el teléfono de baquelita, pero tampoco conocen el silencio ni la espera. El tiempo es ahora inmediato, fugaz, y la identidad se construye en base a “likes”. Ya no confían en la política ni en los relatos totales. Son posideológicos, posmaterialistas en teoría, pero atrapados en el fetichismo digital. Y sin embargo están llenos de intuiciones morales, de ansias de justicia, aunque muchas veces confusas o instrumentalizadas. Les preocupan el cambio climático, la salud mental, la diversidad y la equidad, pero todo en clave líquida, sin jerarquías claras. Como diría Bauman, están «hiperinformados pero desorientados». La paradoja es que, en medio de la sociedad más tecnificada, los jóvenes parecen más frágiles que nunca. La inteligencia artificial sustituye tareas humanas, pero no sustituye el sentido. Se forma, pero no se orienta. Se conecta, pero no se convive.

Sentido, historia y pertenencia

Tras todo ello, observo que persiste un hilo invisible que une a todas las generaciones: vivir mejor. Pero también una fractura: el modo de interpretar lo que esto último significa. Para los abuelos era tener un trabajo fijo; para sus hijos, una democracia estable, para los nietos, viajar sin fronteras, y para los jóvenes tener salud mental y propósito, pues sienten que nada tienen garantizado. España ha cambiado tanto que cuesta encontrar una narrativa común. Las iglesias se vaciaron, los sindicatos se diluyeron, las familias se fragmentaron. Pero aún persiste un cierto «carácter español», una mezcla de estoicismo, ironía y resistencia. Como en los personajes de Delibes o Cela: pobres, obstinados y lúcidos.

Los oficios de antaño se extinguieron con discreción: el zapatero, el afinador de pianos, el tallista de madera. Hoy, los oficios han sido desplazados por automatismos. La inteligencia artificial, la robótica y las plataformas digitales han alterado no solo el trabajo, sino su dignidad simbólica. Muchos empleos de hoy no existían hace diez años. Y muchos oficios de ayer no volverán. Lo preocupante no es solo el desempleo, sino la pérdida de sentido. Trabajar ya no es necesariamente sinónimo de pertenecer. Como advierte el sociólogo estadounidense Richard Sennett: «la cultura del nuevo capitalismo ha debilitado los vínculos estables, las trayectorias coherentes». En su lugar, reina la flexibilidad, el currículum modular, el emprendimiento forzoso. La pregunta de fondo no es solo económica, sino antropológica: ¿qué es una vida buena en una sociedad que no ofrece trayectorias estables? ¿Cómo enseñar perseverancia en un mundo de scroll infinito donde puedes moverte y desplazarte infinitamente con un pequeño ratón en medio de una pantalla luminosa? Quizás una de las claves más importantes para comprender nuestra deriva generacional sea la relación con el pasado. España ha oscilado entre el silencio y el exceso de memoria, entre el tabú y el ajuste de cuentas. Hoy los algoritmos escriben poesía, los robots asisten en cirugía y las decisiones políticas se toman al ritmo de encuestas en tiempo real. Y, sin embargo, seguimos siendo humanos: buscamos sentido,

La eternidad humana frente al algoritmo

La posguerra no ha terminado. Sigue viva en la forma en la que hablamos, en el miedo al conflicto, en la necesidad casi biológica de «estar de acuerdo» o de no levantar demasiada polémica, lo llamado políticamente correcto bajo el nuevo orden mundial, en el buenísmo transnochado, líquido, sin consistencia ni referencia moral. Quizás sea hora de soltar equipaje y mirar hacia atrás no con nostalgia, sino con gratitud.

La generación actual –nacida en el siglo XXI– es la primera verdaderamente digital. No ha conocido un mundo sin pantallas, sin buscadores, sin redes sociales. Habitan en una sociedad acelerada, donde todo se mide, se comparte y se monetiza. Pero también donde todo es frágil. En la escuela ya no se enseña a memorizar, sino a buscar. La inteligencia artificial asiste a los exámenes, y los algoritmos dictan los contenidos que se ven. Se ha democratizado el acceso a la información, pero no necesariamente el juicio crítico. Como advertía el sociólogo y crítico norteamericano, Neil Postman: «estamos educando a una generación de lectores de titulares, no de argumentos». Sus valores son líquidos, en el sentido de Zygmunt Bauman: adaptables, no jerárquicos, negociables. Les importa la diversidad, el clima, el bienestar animal, el género y sus identidades, pero muchas veces sin una jerarquía clara de prioridades y de valores. El compromiso es más simbólico que estructural. La política no les seduce. No confían en los partidos, ni en las promesas, ni en los discursos. Prefieren la microética: el gesto, la denuncia, el boicot digital. La esperanza no se pierde, pero se atomiza. Como si el mundo ya no pudiera salvarse desde arriba, solo desde gestos personales.

Durante décadas, recordar fue peligroso. Después, recordar el recuerdo impuesto, se volvió obligatorio. Pero en muchos casos lo que se llama memoria es politización. Las nuevas generaciones no tienen por qué cargar con todas las culpas ni con todas las gestas. Pero sí deberían conocer su historia para conocer de sus errores y no caer en el desarraigo. Jóvenes sin raíces, sin narrativas compartidas, sin vínculos comunitarios. Las grandes religiones, las ideologías, los mitos nacionales… todo se ha fragmentado. Y, sin embargo, el ser humano sigue necesitando sentido. Por eso resurgen tantas formas de espiritualidad light, de identidades colectivas emergentes, de tribus virtuales que ofrecen un «nosotros» provisional. Porque nadie vive solo de conexión: necesitamos pertenecer.

El reto es grande: ofrecer a esas generaciones algo más que pantallas y tutoriales. Reconstruir un tejido social que no se base solo en derechos, sino también en deberes, en vínculos, en proyectos comunes. España es hoy un país roto, aunque brillante y contradictorio, fértil, aunque desnortado. Todo se da en grado máximo. Sus generaciones no han sido lineales. Se viven tiempos donde todo parece incierto, contrastando con el legado más valioso que las generaciones anteriores ofrecieron: haber vivido con certezas y esperanzas. Pero como siempre, estas volverán a resurgir iluminando de nuevo a una España gloriosa.

Yo, personalmente me reafirmo en que no soy un logaritmo. No estoy hecho de cálculos ni de líneas de código. No respondo a algoritmos que predicen reacciones ni a fórmulas que disuelven el alma en datos. Me guío por sentimientos compartidos, por intuiciones que no pueden explicarse, por la conciencia viva de mis raíces y la certeza –callada pero firme– de que mi existencia se proyecta hacia un futuro trascendente. Unamuno, en su conocida visión trágica de la vida, escribió: «El hombre muere siempre, y sin embargo vive con la esperanza de no morir del todo». Su frase encierra el drama eterno del ser humano: saberse finito y, a la vez, incapaz de aceptar la nada como destino. Pero me atrevería a dar un paso más allá. Diría que el hombre no es un ser desesperadamente aferrado a la ilusión de la inmortalidad. No. El hombre es eterno en sí mismo desde el momento mismo de su concepción. Su dignidad no nace de sus logros ni de su utilidad, sino del misterio que lo habita, de la chispa irreductible que le hace único y sagrado. La fragilidad de la historia –con sus guerras, sus olvidos, sus algoritmos– puede empañar su camino, pero no puede reducirle a un simple cálculo. El alma humana no se computa. Su libertad, su dolor, su amor, no caben en matrices de probabilidad. Soy historia y herencia, carne y espíritu, razón que duda y fe que abraza. Soy memoria viva de quienes me precedieron y promesa latente de lo que aún ha de venir. Y mientras quede en mí esa conciencia –frágil pero libre, limitada pero infinita– ninguna inteligencia artificial podrá suplantar que soy verdaderamente una criatura con vocación de eternidad.

Íñigo Castellano y Barón

Conozca a Íñigo Castellano y Barón


acceso a la página del autor


acceso a las publicaciones del autor

TEMAS RELACIONADOS: