La llamada Primavera de los Pueblos de 1848 referida a las revoluciones habidas en la Europa del siglo XIX, fue motivada por los nacionalismos imperantes, los liberalismos impulsores de derechos y libertades como la exaltación de la democracia; la Revolución industrial y la aparición de movimientos obreros que confrontaron el proletariado con las ideas liberales, dando lugar a cambios de régimen y a la finalización de las monarquías absolutas, herederas del viejo régimen de la Restauración emanada del Congreso de Viena.
En España en el siglo XIX se iniciaron los movimientos liberales, y un intenso y complejo camino no exento de todo tipo de vicisitudes políticas, militares y territoriales fue abriéndose paso en aras a los derechos fundamentales de las personas como a su participación en la elección de sus representantes políticos. Consecuencia de ello surgió en 1849 como escisión del Partido Progresista, el Partido Demócrata o Partido Demócrata Progresista que proclamó el total reconocimiento de los derechos. (...)
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La burguesía, siempre presente en los cambios de ciclo, vio en el desarrollo industrial un pensamiento ideológico de carácter liberal afín y congruente con el progreso. Ya desde finales del siglo XVIII el liberalismo se había enfrentado al despotismo en distintos ámbitos de la sociedad. Por entonces se vino construyendo las bases para un futuro gobierno representativo, fundamentado en la democracia parlamentaria. En paralelo el concepto de riqueza y plusvalía intrínseco a la propiedad estableció el sistema capitalista, un ideario de carácter económico que no teórico-político, uno de cuyos máximos exponentes fue el escocés Adam Smith.
El liberalismo fue perfilándose en distintas tendencias en un arco que va desde el radicalismo hasta la moderación. Los antecedentes más inmediatos en España lo tenemos en la Constitución de Cádiz de 1812 que curiosamente convivió, por un corto espacio de tiempo dentro de la propia España inmersa en las guerras napoleónicas, con el Acta Unilateral de Bayona, una especie de seudo Constitución a la medida del entonces bonapartismo imperante. Ambas constituciones fueron respectivamente inspiradas por la francmasonería, la primera, y por la Gran Logia de San Juan y el Fénix con sede en Gibraltar aceptada por la Gran Logia inglesa, la segunda, que influyó en las logias gaditanas.
La Constitución gaditana de 1812 introdujo los primeros avances de lo que hoy representa nuestro máximo cuerpo legislativo y representativo. Pero todavía quedó un trecho largo hasta configurarse nuestra Constitución de 1978. Ciertamente, parece desprenderse en la evolución histórica del constitucionalismo español que fue la nación, la primera referencia y destino del texto constitucional de 1812 en contraposición al individuo o ciudadano, dado que este solo podía ser tal en la medida que la Constitución le amparara, entendiendo que solo unas leyes justas y sabias eran capaces de defender los derechos conseguidos. La Constitución de 1869 contempló los fundamentos primeros de la Nación identificada en su soberanía, en la Monarquía como poder constituido, en el sufragio universal y en una amplia declaración de derechos que nunca antes fue recogida.
El liberalismo representó a gran parte de la burguesía económica y al viejo capitalismo tradicional, garantizando la libertad individual frente al poder público que la nueva democracia enaltece y legitima bajo el principio de que el poder que representa procede del pueblo. Así pues son dos ideologías distintas aunque puedan converger: el liberalismo mantiene el Estado de Derecho y la democracia el Estado democrático. A partir de aquí, la exaltación de la igualdad en todos sus planos sin apenas restricciones, como el concepto de libertad igualmente proclamado en su máxima acepción conceptual, inicia una andadura a lo largo del siglo XX en donde el concepto de Nación va desfigurándose a favor del individuo como sujeto absoluto.
La Revolución del 68, “la Gloriosa”, produjo de manera determinante una ruptura política, social y cultural con respecto al ciclo político anterior. Un revisionismo histórico y social al que España es muy proclive se instaura en el pensamiento de los llamados demócratas y progresistas. Cada vez se produce un mayor distanciamiento de aquel espíritu ético, idealista, generoso que fue herencia de la ilustración del liberalismo doceañista. Pese a todo, aquel espíritu siguió influyendo en la Constitución de 1869, en la de 1931 e incluso en la última de 1978. En toda ellas se establece el principio de libertad casi como concepto sagrado, alejándose de los principios que inspiraron los sistemas de representación popular del viejo sistema bicameral para adoptar otros mecanismos representativos donde el ciudadano pierde protagonismo en aras a los partidos. Es en este punto donde veremos cómo se desvirtúa el papel a jugar por el ciudadano cada vez más ajeno al conocimiento de sus representantes y a las decisiones de éstos. La controversia y la opinión entre los adversarios políticos conforme transcurrieron los años fue determinando lo que daría lugar a los partidos políticos. Una “sociedad política” en palabras del liberal moderado, el general Fernando Fernández de Córdoba, emergió al entender que el debate político no era un enfrentamiento de tipo personal sino en el interés de la Nación. No siempre la disputa política determinó los resultados, pues el factor humano, siempre imprevisible, guio la suerte de la Nación en manos de militares y políticos de todo género y condición.
Los partidos políticos asumiendo el sufragio universal y mediante comités electorales emprendieron su andadura al inicio de 1837 reinando Isabel II. Los resortes del poder hubieron de contener sus particulares ambiciones a favor de la opinión de los electores. Por entonces la Milicia Nacional que apoyaba a los progresistas hubo de compartir su influencia con los del mejor saber en leyes y en la gestión como fueron los moderados o conservadores. Por años las cuestiones debatidas tuvieron mayormente un trasfondo de conquista del poder que del negocio público, al punto que la lucha política llegó a extremos “fieros e implacables” como subrayó Pérez Galdós. Un punto de inflexión fue la disolución de la Milicia Nacional y la creación de la Guardia Civil por dos decretos siendo ministro de la Guerra, el teniente general Manuel de Mazarredo. Al poco en 1850 quedó inaugurado el Palacio del Congreso de los Diputados.
Los partidos políticos fueron asentándose paulatinamente de igual modo que sus procesos electorales, llegando a ser parte intrínseca del sistema político español como ya lo era en la Europa occidental. Un recuerdo evocó las Cortes Generales celebradas en su primera sesión en 1810 en el Teatro Cómico de la Real Isla de León (San Fernando, Cádiz). España siguió su curso… un camino siempre trazado de agudas aristas. No en vano la unidad territorial española se alcanzó mediante continuas guerras iniciadas desde el primer momento de la Reconquista frente a la invasión árabe, y se mantuvo frente a la francesa más de mil años después de la primera. El desgraciado paréntesis de la primera y segunda república española no obvió el sistema electoral que con sus propias características se equiparó al europeo. Los partidos políticos fueron una realidad por todos aceptada hasta que, de nuevo, tras la Guerra Civil en 1936, desaparecieron para formar unas cámaras legislativas acordes con el pensamiento único nacido de la confrontación civil. La Transición política pudo hacerse tras las viejas cámaras aceptar la necesidad de un nuevo régimen que se tradujo en distintos partidos políticos bajo sus respectivos representantes. Con sus vicios y errores lo cierto fue que España supo afrontar una estabilidad incluso constituyendo un Estado autonómico que aparentemente no fraccionó su unidad territorial.
El sistema autonómico se desarrolló y, con él, los ciudadanos se acostumbraron a un Estado de ingentes dimensiones administrativas que dieron entrada a numerosos políticos que ocuparon superestructuras administrativas: centrales, regionales, provinciales y locales. Las primeras etapas fueron fáciles de asumir, pero con los años los partidos políticos se hicieron más territoriales en el sentido de alcanzar verdaderas cuotas de poder en sus respectivas zonas de influencia, y en consecuencia un clientelismo empezó a surgir poniendo en peligro el propio concepto de nación, objeto siempre prioritario de anteriores Constituciones. El ciudadano se convirtió en votante objeto de deseo y para ello nada mejor que colmarle de derechos y definirle como el hombre libre sin restricción alguna salvo la ley promulgada por el partido de turno. La izquierda ducha en los manejos de la calle, al amparo del lema que desde hacía más de cien años la vio nacer: “El fin justifica los medios”, fue tomando los resortes del poder. Los partidos separatistas e independientes, tergiversando la verdad histórica documentada vieron en el sistema de la partidocracia el hueco donde posicionar sus personales ambiciones. Finalmente, España se ha visto abocada a votar a partidos según la sensibilidad política de cada uno, que supongan un menor mal para los intereses del partido al que votan, al tiempo de producirse una peligrosa polarización de las fuerzas políticas que actualmente están en el hemiciclo unidas o desunidas por pactos muchos de ellos desconocidos por la ciudadanía. El déficit del concepto de nación se hace patente. Los partidos elaboran sus listas de representantes o diputados sin para nada tener en cuenta la base de su electorado. Se oficializan los programas electorales sin por ello asumir una mínima responsabilidad respecto a un mínimo cumplimiento de estos. (Véase los artículos publicados por este mismo autor en el periódico La Crítica con fecha 6 de septiembre de 2024, titulado: “España, un mercado persa”, referido precisamente a los contenidos de esos programas, o el artículo: “La democracia merece un Estatuto del Político” de fecha 31 de julio de 2023).
En la actualidad podemos tristemente afirmar que el Estado autonómico provoca un enorme gasto público que sufragamos los contribuyentes y que evidencia cómo la clase política no tiene recato alguno en premiar a sus respectivos dirigentes, aún sin formación alguna, con puestos en la Administración Pública. Una verdadera Agencia Estatal de Empleo público sin cortapisas. La partidocracia inexorablemente avanza provocando con su complejo entramado de intereses económicos y de poder, un punto de alto riesgo para la ya maltrecha nación española que ve impotente acercarse a un punto de no retorno pues es tal su magnitud que difícil es para cualquiera desmontar y desempedrar el largo y costoso camino recorrido.
Sólo un acto de reflexión y de sacrificio con el punto de mira puesto en España por parte de los agentes políticos podría enderezar el rumbo con una nueva regeneración no meramente política sino igualmente ética. De no ser así, el escribidor de estas líneas presupone un negro panorama como todos los españoles acabamos de constatar con la inmensurable catástrofe acaecida recientemente en nuestra autonomía valenciana.
Iñigo Castellano y Barón
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