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Tanto su padre, Agustín Ruiz de Santayana, como su abuelo materno José Borrás y Bofarull pertenecieron al cuerpo diplomático español. De hecho, fue la coincidencia de ambos en Filipinas lo que propició que el primero pudiera conocer a su futura esposa, Josefina Borrás. No obstante, el enlace entre ambos se produjo cuando ella quedó viuda de su primer matrimonio con un importante comerciante de Boston, George Sturgis, con quien había concebido varios hijos.
La boda de sus progenitores se produjo en 1862 y durante unos cinco años la pareja residió en España. Pasado este tiempo la madre decidió volver a Boston, donde sin duda debía tener un gran patrimonio. Jorge, en cambio, aún permaneció dos años más junto a su padre, uniéndose luego a Josefina y sus medio hermanos en América, y volviendo a Madrid y Ávila únicamente a visitar a su padre cuando llegaba el verano. Su formación la recibió íntegramente en los Estados Unidos, ya que era completamente bilingüe, si bien, más adelante realizaría largas estancias en varias capitales europeas como Berlín. Una vez alcanzado el grado de doctor, se incorporó al cuerpo docente de la universidad de Harvard.
En ese tiempo produjo algunas de sus obras más destacadas y, entre ellas, The life of Reason, un libro en cinco volúmenes en los cuales estudia y desgrana el alcance de la razón en el sentido común, la sociedad, la religión, el arte y la ciencia. Fue en el primero de ellos donde apareció la sentencia que da título a este escrito. Es cierto, en honor a la verdad, que prestigiosos autores, como es el caso de Guillermo Fatás, defienden que no coincide el sentido en que la misma se interpreta con la idea con que fue concebida, y que incluso hay quienes han permutado el verbo original “recordar” por el de “conocer” con tal propósito. Con todo, debería juzgarse también como verdad, que en el área de las Humanidades es tan importante el pensamiento primigenio como las derivaciones que de éste emanan, y que justamente la grandeza de muchas ideas en la historia del pensamiento se mide por las líneas de investigación que abren, por haber sugestionado el ingenio de los que han venido detrás. De hecho, son muchos los que han visto en esta frase una sentencia muy poderosa y, en la actualidad, como ejemplo de su repercusión, se decidió ubicar la misma en la entrada del primer barracón del antiguo campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, ahora abierto al público como recuerdo de la atrocidad que allí se vivió, y justamente con el propósito de que algo así nunca pudiera volver a repetirse. Por ello, aunque su obra fue mucho más prolija, pues además de filósofo fue ensayista, poeta y novelista, basta esta notable contribución para ser evocado y reivindicado por nuestra parte.
En 1912, en la cumbre de su carrera y en torno a la cuarentena, tras el fallecimiento de su madre y gracias a la importante herencia que recibió, decidió renunciar a su plaza de profesor, pues era su deseo huir de cualquier limitación o condicionamiento a su trabajo. Fijó su residencia en Oxford, donde permaneció unos doce años; y posteriormente en Roma, de donde ya no trasladaría su domicilio.
En esos años escribió otra parte fundamental de su obra, en la que igualmente sobresale su autobiografía que, en tres tomos y años de publicación diferentes, llevó por título Persons and Places. Ésta es una pieza de un valor singular para acceder a su pensamiento. Como el resto de sus libros, el relato de su vida también fue escrito en inglés, y fruto de ello y de su vinculación con la universidad de Harvard, hoy es considerado un autor norteamericano. Sin embargo, esta afirmación no es del todo adecuada, al tenor de la confidencia que él mismo incluyó en la citada publicación: “He procurado escribir en inglés la mayor cantidad de cosas no inglesas que he podido”, quizá buscando una forma de poder influir en una cultura que no consideraba como propia.
Carlos M. Fernández-Shaw, en un artículo trascendental en que recoge el contenido de las conversaciones que ambos mantuvieron, incluyó algunas declaraciones del autor que arrojan sobrada luz para resolver este debate, no pudiendo ser más contundentes: “No tengo sangre americana o inglesa; no nací en los Estados Unidos; nunca me hice ciudadano americano; nunca casé o mantuve casa o esperé finalizar mis días en América”.
Aún más, el propio filósofo señalaba las dos claves de su patriotismo y, entre ellas, señalaba a la religión a pesar de no ser creyente, pero con el fin de destacar el que consideraba como principal sustrato de nuestra cultura: “Mi españolismo podría consistir en mi individualismo, que no quiere atarse a ninguna nación determinada; quiero ser un pensador propio, independiente, sin someterme a doctrinas determinadas, sino expresar mi pensamiento libre y espontáneamente; otro aspecto de mi españolismo podría consistir en mi admiración por el catolicismo como la más alta expresión artística”.
Fiel a su amor por la que había sido su tierra natal, no puedo concluir sin añadir otro pasaje de especial relevancia y belleza recogido por el citado Fernández-Shaw: “En lo que se refiere a mi España natal, nunca pasó por mi mente renunciar a mi vínculo formal de fidelidad hacia ella; hubiera sido como intentar cambiar de padres, y España es un gran país para la imaginación, con un gran poder sobre el espíritu”. Cumplió sobradamente con este discurso al fallecer en Roma, habiendo mantenido su nacionalidad durante toda su vida y, como última expresión de sus deseos, pidió ser enterrado en el panteón español de la ciudad. Se dice que mucho tuvo que ver en su final una caída que había sufrido unos meses antes, cuando descendía por las escaleras del consulado español, al que había acudido a renovar su pasaporte. Tras recuperar el conocimiento comentó: “Creo que han apreciado este último esfuerzo que he hecho por confirmar mi nacionalidad. Quizá hubiera sido una ocasión apropiada para morir”.