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Hubo un tiempo en que las ideas se defendían de pie y la palabra tenía el peso de un juramento. En el hemiciclo de la vieja Restauración, mientras los partidos negociaban prebendas, un asturiano levantó una España invisible: la de los principios, el deber y la fe. Juan Vázquez de Mella no buscó el poder ni la gloria, sino la coherencia moral. En un país cansado de políticos, fue un apóstol. En un Parlamento de oradores, fue el último profeta.
En los tiempos en los que vivimos, no puedo dejar de recordar otras épocas en que la verdad no se impuso por decreto ni por espada, sino por la fuerza de una voz que sacudió conciencias. España, al comenzar el siglo XX, atravesaba una de esas horas turbias en que el patriotismo parecía un idioma antiguo y la política, un oficio sin alma. La nación salía tambaleante del Desastre del 98, arruinada moralmente por la pérdida de su imperio y corroída por la corrupción del sistema canovista. En los cafés se discutía si la patria era ya un concepto literario; en las aulas, si el catolicismo podía sobrevivir a la ciencia. Y, en medio de ese naufragio, surgió un hombre que convirtió la palabra en trinchera: Juan Vázquez de Mella.
Asturiano, nacido en Cangas de Onís en 1861, de mirada penetrante y verbo ciclópeo, Mella fue algo más que un político: fue un predicador civil, un tribuno de fuego, un arquitecto moral del pensamiento español. En él coincidían la lógica del jurista, el pathos del poeta y la precisión teológica de un dominico. Cuando subía a la tribuna del Congreso, los adversarios se preparaban no para una discusión, sino para una tormenta. Cada discurso era una batalla dialéctica, un enfrentamiento de principios que trascendía la coyuntura.
En tiempos de pragmatismo y cálculo, Mella representaba lo contrario: el ideal. Su misión no era ganar votos, sino despertar almas. En su voz convivían el eco del Siglo de Oro, la severidad del catolicismo español y una inteligencia que pensaba en arquitectura: todo en él era proporción, equilibrio, jerarquía. «La política —decía— no es el arte de lo posible, sino el arte de lo necesario». Lo necesario, para él, era devolver a España su unidad espiritual, perdida entre revoluciones, constituciones efímeras y ministros sin fe.
Cuando Vázquez de Mella entra en escena, el panorama nacional es un mosaico de fracturas. La Restauración se mantiene por inercia; el turnismo entre liberales y conservadores es un teatro de máscaras. En Europa, los tronos tiemblan. La Primera Guerra Mundial divide el continente y, con él, también a los españoles: aliadófilos contra germanófilos, masones contra clericales, escépticos contra creyentes. Pero en medio de esas modas ideológicas, Mella levanta una bandera distinta: la del tradicionalismo católico, entendido no como nostalgia, sino como una doctrina de orden moral y social. En su discurso del 19 de noviembre de 1914, en el Congreso de los Diputados, pronunció palabras que aún hoy estremecen: «Europa ha perdido la fe y busca en la sangre lo que antes hallaba en la idea. España no debe seguirla; España ha sido y será, mientras conserve su alma, la guardiana de la verdad cristiana en el mundo.» Era su respuesta al caos contemporáneo. Mientras los gobiernos liberales se rendían ante el utilitarismo, Mella recordaba que la civilización cristiana era el único fundamento estable de la libertad verdadera. Frente al Estado absolutista o al individualismo disolvente, defendía la monarquía representativa, las comunidades naturales —familia, municipio, región— y la subordinación del poder político a la ley moral. Para él, el liberalismo había degenerado en un esqueleto sin alma, y la democracia sin Dios era una forma de tiranía.
Pero Mella no era un dogmático encerrado en catecismos. Su pensamiento tenía una dimensión orgánica y filosófica, casi arquitectónica. Hablaba de la nación como un cuerpo vivo donde cada órgano —las clases, las regiones, las corporaciones— tenía su función y su honor. «No hay derechos sin deberes, ni libertades sin jerarquía», proclamaba. Y cuando hablaba de España, lo hacía con el respeto de un hijo ante la madre: «España no es un contrato ni un consenso, es una fe heredada y una misión en la historia».
Quienes lo escucharon aseguran que su oratoria era un espectáculo sobrenatural. Entraba en el hemiciclo como un general a un campo de batalla. No necesitaba notas: la argumentación brotaba de su mente con un orden casi matemático. Su voz, grave y flexible, llenaba el recinto hasta el silencio. Cada metáfora era una espada; cada pausa, un cañonazo. Los diputados liberales —Sagasta ya muerto, pero vivos sus herederos— temblaban ante su dialéctica implacable, aunque reconocían su altura. Canalejas llegó a decir de él: «Cuando habla Mella, todos callamos; hasta las ideas adversas se sienten honradas». No se trataba de retórica vacía. Detrás de su verbo había una fe sincera y una concepción heroica del deber. Creía que el político debía ser un servidor de principios, no un comerciante de intereses. Por eso, nunca gobernó: su reino era el de la palabra, y en ese terreno fue soberano absoluto. En la España materialista de comienzos de siglo, su voz era una llamada a la trascendencia. Denunciaba el parlamentarismo corrompido, la prensa venal, la cobardía moral de los dirigentes. Y lo hacía sin odio, con una autoridad casi sacerdotal. «Nosotros no venimos a adular a las masas —dijo en 1915—, sino a educarlas. La demagogia halaga; la verdad corrige. Y quien corrige ama más que quien halaga.» Aquella sentencia podría servir de epitafio a toda una época. En ella late el mismo espíritu que movió a Jovellanos, a Menéndez Pelayo, a Donoso Cortés: el patriotismo de la inteligencia. Mella fue su último heredero legítimo, quizá el último español capaz de transformar un discurso político en pieza literaria y teológica a la vez.
A partir de 1918, cuando el tradicionalismo se fractura en torno a la figura de don Jaime de Borbón, Mella se separa del carlismo oficial. Forma su propio grupo, el mellismo, más doctrinario y menos dinástico, centrado en el ideal de una España orgánica, católica y libre. No busca el poder, sino la pureza de la idea. Desde entonces, su figura se eleva como la de un profeta solitario, respetado incluso por sus adversarios. Miguel de Unamuno, que lo detestaba por su ortodoxia, confesó: «No se puede oír a Mella sin sentir el temblor de una España que aún no ha muerto».
Mientras Europa firmaba la paz de los vencedores, España seguía en su paz de los mediocres. Mella, enfermo, retirado en Covadonga, veía cómo el país se adentraba en la política de turno y concesión. Murió en 1928, poco antes de que la monarquía alfonsina se derrumbara. Su muerte pasó casi en silencio, como la de un héroe antiguo que no necesitaba funerales para ser recordado. Pero su legado —la palabra como forma del deber— quedó suspendido sobre la historia española, como una campana que aún resuena.
Hoy, cuando el debate público se ha convertido en ruido y la política en marketing, recordar a Vázquez de Mella no es un ejercicio de nostalgia, sino de higiene moral. Representa la épica de la inteligencia: el hombre que defendió la verdad en un tiempo que prefería la conveniencia. Frente a los oradores de frase hueca, él creía que el verbo debía tener alma; frente a los partidos de intereses, que la política debía ser una prolongación de la ética. Su doctrina no era sólo religiosa o monárquica: era profundamente humanista y española. En su idea del «orden orgánico» hay ecos de Santo Tomás, de los Reyes Católicos, de las Cortes medievales, de ese equilibrio que hizo grande a la monarquía hispánica. Veía en España no un Estado, sino una misión civilizadora: la de servir de puente entre el cielo y la tierra, entre la fe y la razón, entre el pasado y el porvenir. «No somos un pueblo cualquiera —dijo—, sino un pueblo elegido para recordar al mundo que el hombre no se basta a sí mismo.»
Hoy esa frase suena casi subversiva. Pero quizá por eso mismo Mella vuelve a ser necesario: porque fue el último político español que creyó que el alma de un pueblo vale más que su presupuesto.
Si el siglo XX español conoció oradores brillantes, ninguno tuvo la majestad de Mella. Cánovas fue un arquitecto de instituciones; Castelar, un poeta de la República; pero Mella fue el teólogo de la patria, el que elevó la política al rango de sacramento. Su oratoria no buscaba convencer, sino convertir; no pretendía ganar debates, sino rescatar conciencias. Y lo hizo con una dignidad que hoy parece pertenecer a otro mundo. En una época en que la mentira se ha hecho cotidiana y la tibieza norma, recordar a Vázquez de Mella es recordar que hubo un tiempo en que la palabra española pesaba más que el oro, en que el honor no era un adorno sino una obligación, y en que la verdad, aun impopular, se defendía de pie. Quizá por eso, cuando se le preguntó qué era para él la política, respondió sin grandilocuencia: «La política no es mandar, sino servir a la verdad.» Y esa frase —sencilla, luminosa, definitiva— resume toda una vida: la de un hombre que hizo del verbo una espada y de la fe una patria.
Iñigo Castellano y Barón
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