Íñigo Castellano

Defender Europa: el día en que España salvó Viena

Detalle del retrato de Carlos V por Gregorio Ferro, 1789. N º Inv 196. Real Academia de la Historia

LA ESPAÑA INCONTESTABLE

LA CRÍTICA, 23 NOVIEMBRE 2025

Íñigo Castellano Barón | Domingo 23 de noviembre de 2025
En el verano de 1532, mientras Solimán el Magnífico avanzaba hacia el corazón de Europa con el ejército más poderoso del mundo, la ciudad de Viena se preparaba para morir. El continente estaba dividido, exhausto y sin fuerzas para resistir. Hasta que, contra toda esperanza, comenzaron a aparecer por el horizonte los viejos estandartes españoles: eran los tercios, venidos desde Italia, Flandes y Castilla. Su sola llegada, silenciosa y firme, bastó para detener la ofensiva otomana. Fue el día en que España —sin un solo combate campal— salvó a Viena y sostuvo el andamiaje de la civilización occidental. (...)

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La historia de Europa está hecha de madrugadas inciertas, días en los que los hombres se levantan sin saber que la jornada que comienza decidirá el destino de generaciones enteras. Uno de esos días ocurrió en el verano de 1532, cuando la sombra del Imperio otomano cayó de nuevo sobre los campos de Austria y la ciudad imperial de Viena aguardó, en un silencio helado, el golpe final que podía borrar su nombre de la tierra.

Solimán el Magnífico era entonces el soberano más temido del planeta. Rey de reyes, señor de territorios que iban desde Budapest a Bagdad, desde La Meca a Argel, su ejército era el más formidable del mundo. Cuatro años antes, en 1529, había llegado a las murallas de Viena. El asedio fue brutal. La ciudad resistió casi por milagro: hambre, barro y nieve impidieron que la media luna turca se clavara en el corazón europeo. Todos sabían que aquel retroceso no era definitivo. Solimán volvería.

Y volvió. En 1532, su avance resultó imparable. Ciudades arrasadas, fortalezas incendiadas, aldeas enteras reducidas a ceniza. Si Viena caía, la puerta de Europa quedaría abierta y no habría montaña ni río capaz de frenar la marea otomana. El propio Solimán estaba convencido de que su victoria sería fácil: Europa se hallaba desgarrada por odios religiosos, guerras fratricidas y ambiciones dinásticas. Francia conspiraba con los turcos contra Carlos V; príncipes alemanes y católicos se vigilaban con recelo; el papado temía perder su autoridad frente a la Reforma. Nadie quería luchar por nadie.

Contra esa lógica de egoísmos, Carlos V decidió movilizar lo que aún quedaba fuerte y entero en su imperio: los tercios. Desde Castilla, Aragón, Nápoles, Lombardía y Flandes respondieron veteranos endurecidos por campañas interminables. Eran hombres acostumbrados al combate, a la marcha silenciosa, al sacrificio sin recompensa. Cruzaron Europa a pie, con sus picas al hombro, sus jubones desgastados y esa mezcla de austeridad y orgullo que caracterizaba a los soldados españoles del siglo XVI.

Cuando llegaron a las cercanías de Viena, el paisaje era desolador: campos devastados, aldeas vacías, caminos donde aún flotaba el olor a humo. Pero su aparición cambió el ánimo del ejército imperial. Las cruces de Borgoña y los estandartes castellanos rompieron la desesperanza. Los tercios no traían promesas: traían certezas. Donde ellos formaban, el enemigo retrocedía. Lo habían demostrado en Pavía al capturar a Francisco I; lo habían demostrado contra los suizos, antaño invencibles; lo demostrarían cada vez que Europa los necesitase.

Antes de alcanzar Viena, Solimán se estrelló contra una resistencia inesperada. La pequeña fortaleza de Güns, defendida por apenas ochocientos hombres, resistió once días los embates del ejército otomano. Era imposible, una locura, pero resistió. Cada día ganado por Güns era un día ganado por Carlos V. La demora resultó fatal para los planes turcos: cuando Solimán reanudó su avance, las colinas cercanas a Viena ya estaban cubiertas de soldados imperiales, con los españoles ocupando las alturas clave.

El día decisivo llegó sin trompetas. Los vigías otomanos esperaban encontrar una ciudad desprovista de defensores, como cuatro años atrás. En lugar de ello, descubrieron un ejército compacto como una muralla: cien mil hombres desplegados en líneas sucesivas, cañones listos, caballería ligera española vigilando los flancos y, en el centro, la infantería más temida del mundo. Los viejos tercios formaban sin una fisura.

Solimán entendió la verdad en un solo vistazo: podía atacar y quizá vencer, pero podría también perderlo todo. Su prestigio, su élite jenízara, su aura de invencibilidad. Europa, por primera vez en mucho tiempo, estaba unida detrás de un ejército. Y ese ejército tenía corazón español. El Sultán, que jamás había temido a nadie, temió aquella línea inmóvil de picas y arcabuces. Ordenó la retirada. Fue silenciosa, casi furtiva, como si le avergonzara admitir que había encontrado un obstáculo moral más que militar. Dejó atrás máquinas de asedio, cadáveres, ciudades destruidas… y un mensaje: el poder otomano tenía límites. Y el límite, en 1532, lo había marcado España.

Los turcos no volverían a intentar conquistar Viena hasta 1683. Ese siglo y medio fue el tiempo que Europa necesitó para recomponerse, absorber la Reforma, reorganizar sus fronteras y prepararse para la gran defensa final que culminaría con el ejército polaco de Sobieski. Pero aquel respiro lo había comprado la marcha agotadora de los tercios, su sola presencia, su silencio firme ante la mayor amenaza del continente. Pocas veces en la historia un ejército ha vencido sin combatir y sin embargo ha salvado tanto.

La jornada de 1532 prueba que hay batallas que no necesitan sangre para cambiar el destino del mundo. Basta con llegar a tiempo, ocupar el lugar correcto y mostrar al enemigo que no encontrará paso fácil. España lo hizo. Sin oropeles, sin triunfalismos, sin crónicas que lo engrandecieran. Solo con hombres que marcharon miles de kilómetros para defender una ciudad que no era la suya, un pueblo que no hablaba su lengua y un ideal que no cabía en ninguna frontera. La idea de Europa.

Hoy, cuando el continente parece a veces cansado de sí mismo, olvidadizo de su pasado y desconcertado en su rumbo, conviene recordar que ha sobrevivido siempre que ha tenido sentido de propósito… y que ha caído siempre que lo ha perdido. En 1532, España sostuvo ese propósito. Y salvó Viena simplemente estando allí, firme, cuando todos los demás dudaban.

Íñigo Castellano Barón

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