Íñigo Castellano Barón

Expolio nacional. La Izquierda en la última centuria

Cámara acorazada del Banco de España en los años 30 donde se custodiaban las reservas de oro españolas (510 toneladas). (Foto: https://diazvillanueva.com/).

LA CRÍTICA, 9 OCTUBRE 2025

Íñigo Castellano Barón | Jueves 09 de octubre de 2025

Del oro del Banco de España a los ERE de Andalucía, un siglo de expolios revela la misma constante: el poder confundido con el patrimonio público. Bajo el lema de «cien años de honradez», la izquierda española ha dejado tras de sí la sombra persistente del abuso y la opacidad.

Escribo estas líneas, abrumado por el carrusel de noticias sobre la corrupción de la clase política que invaden nuestros telediarios, periódicos y terminales mediáticas. Es casi imposible sustraerse a ellas como igualmente a no recordar los años vividos y las proclamaciones de líneas rojas que los partidos prometían nunca traspasar. (...)



...

Hubo un tiempo en que el Banco de España custodiaba una de las mayores reservas de oro del planeta. Aquel tesoro, símbolo de la estabilidad de una nación que aún aspiraba a recomponerse tras siglos de guerras, desapareció en el otoño de 1936. El Gobierno del Frente Popular, presidido por Largo Caballero y con Juan Negrín en la cartera de Hacienda, decidió trasladar las reservas de oro a la Unión Soviética. Se habló de «ponerlo a salvo», pero el viaje a Moscú significó la pérdida definitiva de unas 510 toneladas de oro, equivalentes al 72 % de las reservas nacionales.

A precios del oro actuales –en torno a 3.900 euros por onza hoy–, aquel envío equivaldría a unos 64.000 millones de euros. Las estimaciones históricas más conservadoras, como las del economista Ángel Viñas, lo situaban ya en torno a 10.000 millones de euros a precios de comienzos de siglo. Ningún Estado europeo había entregado jamás su tesoro nacional a una potencia extranjera en plena guerra. España sí. El episodio quedó envuelto en el lenguaje eufemístico de la necesidad bélica.

El oro debía financiar la compra de armamento y garantizar el suministro de materias primas a la República. En realidad, acabó diluido en cuentas soviéticas, administradas por el Gosbank (Banco Estatal soviético) y bajo la supervisión de la NKVD, el temido Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, encargado de la seguridad del Estado y de la custodia de los bienes extranjeros bajo control de Stalin. Años después, Negrín escribiría que «todo se empleó en salvar a la República». Pero no hubo contabilidad, ni actas de entrega, ni documentos que acreditaran el destino de cada lingote. El Estado español perdió, en un gesto de desesperación y sumisión ideológica, el patrimonio acumulado durante generaciones.

Aquel traslado de oro simbolizó algo más profundo que una pérdida material. Fue el reflejo de una idea: que el poder político puede disponer del bien común sin rendir cuentas. El oro de Moscú –como lo llamó la prensa extranjera– fue la primera gran expropiación material y moral de la España moderna. Detrás del gesto se escondía la convicción de que la legitimidad política justifica cualquier arbitrariedad. En ese punto, la frontera entre la revolución y el expolio se volvió invisible.

Décadas después, con una democracia consolidada y un Estado descentralizado, la historia pareció repetirse con otros ropajes. En la Andalucía de comienzos del siglo XXI, el Partido Socialista acumulaba casi cuarenta años de poder ininterrumpido. La autonomía más extensa del país se había convertido en un reino propio, con su corte, su administración paralela y sus clientelas. El dinero que debía rescatar empresas y trabajadores en crisis –los célebres Expedientes de Regulación de Empleo– terminó financiando un entramado de favores, intermediarios y subsidios falsos.

El caso, revelado por los jueces tras años de instrucción, mostró un sistema de corrupción institucionalizada. No se trataba de un puñado de comisiones ilegales ni de un episodio aislado. Era un método: distribuir fondos públicos sin control para asegurar lealtades políticas y estabilidad electoral. Las sentencias firmes del Tribunal Supremo (STS 749/2022) cifraron el desvío en torno a 680 millones de euros, aunque algunas estimaciones periodísticas, al sumar otras piezas y periodos, elevan el impacto agregado hasta cerca de mil millones. Las condenas a los expresidentes Chaves y Griñán, indultados por el propio poder corrupto, confirmaron lo que la sociedad intuía: que el poder prolongado corrompe no solo a los hombres, sino también a las estructuras.

Resulta imposible comparar directamente el oro de 1936 con los ERE del siglo XXI. Son hechos distintos, nacidos de realidades incomparables. Pero ambos comparten un hilo moral: la confusión entre lo público y lo partidario, la tentación de administrar el Estado como si fuera patrimonio propio. En uno y otro caso, la justificación política –salvar la República o proteger el empleo– sirvió para ocultar el abuso. Y, como suele ocurrir, el daño más grave no fue el económico, sino el moral: la erosión de la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.

La historia española ofrece una galería de ejemplos en que el ideal se disfraza de coartada. Cuando el poder se reviste de moral absoluta, se siente autorizado para violar las reglas. Lo hizo Negrín al entregar el oro a Stalin, convencido de que luchaba contra el fascismo; lo hicieron los dirigentes andaluces que desviaron millones, persuadidos de que su causa política justificaba el uso discrecional de los fondos. En ambos extremos, el resultado fue el mismo: la destrucción de la fe pública.

Los tribunales aún siguen dictando sentencias, las responsabilidades se apelan y el lenguaje jurídico atenúa los términos. Pero la herida queda abierta. La corrupción –como el oro que se funde– no desaparece: se transforma en desconfianza, en cinismo, en la certeza de que nada cambia porque todo se repite. Cada generación parece condenada a descubrir, con nuevas palabras, los viejos pecados del poder. Quizá el error original resida en creer que los pueblos aprenden de sus traiciones. España olvida pronto. En 1936 entregó su oro; en 2006 entregó su dignidad institucional. Entre una fecha y otra hay guerras, dictaduras y transiciones, pero la lógica es la misma: la opacidad del poder y la sumisión de los controles. Mientras el ciudadano común paga sus impuestos y son celosamente vigilados, otros –más discretos y mejor situados– los convierten en patrimonio propio.

El Estado moderno, con toda su complejidad, exige transparencia, fiscalización y límites. Cuando esas tres condiciones desaparecen, el poder se convierte en feudal. Lo fue en la España de Negrín, lo fue en la Andalucía de los ERE y puede volver a serlo si la impunidad se disfraza de estabilidad. Los mismos que entonces invocaban la justicia social, hoy apelan al progreso; pero el resultado, si no hay control, es idéntico: un país empobrecido moralmente, incapaz de distinguir entre servicio y saqueo. España, tan propensa a la resignación, asume los escándalos con una mezcla de ironía y hartazgo. El oro del Banco de España se perdió en los archivos soviéticos y los millones de los ERE se diluyeron en cuentas imposibles de rastrear. De ambos episodios quedó una enseñanza amarga: que el Estado no siempre es el garante del bien común, y que la lealtad al partido puede imponerse a la lealtad a la nación.

En tiempos de crisis, cuando la política se confunde con el espectáculo y la propaganda suplanta a la verdad, conviene mirar atrás. Los grandes saqueos no empiezan con un robo, sino con una mentira. La del 36 fue que el oro se guardaría «en nombre del pueblo español»; la de los ERE, que el dinero «ayudaría a los trabajadores». Ambas frases buscaban lo mismo: acallar la conciencia pública. No se trata, por tanto, de juzgar el pasado con ira, sino de comprenderlo con lucidez. Los pueblos que olvidan sus expolios acaban repitiéndolos bajo otra forma. Y los gobiernos que no rinden cuentas acaban creyéndose intocables.

El siglo XX terminó con el oro perdido en Moscú; el XXI ha comenzado con el dinero perdido en Sevilla. Entre ambos extremos discurre una misma lección, que debería bastar para prevenir el siguiente desastre. Pero el futuro, como siempre en España, se adivina incierto, y la falta de transparencia –esa niebla que todo lo cubre– deja entrever que tal vez aún queden capítulos, ahora sub iudice, por escribirse. Hay que poner pie en pared o solo viviremos para alimentar la clase partidocrática.

Iñigo Castellano y Barón

Conozca a Íñigo Castellano y Barón


acceso a la página del autor


acceso a las publicaciones del autor

TEMAS RELACIONADOS: