En tiempos donde cunde la división, el relativismo debilita las convicciones y la soberanía se pone en entredicho, conviene recordar que hubo una España que supo resistir, unida y firme, en los confines del mundo. La gesta de Melilla en 1775 no fue solo una defensa militar, sino una afirmación de identidad nacional que aún interpela a nuestra conciencia colectiva.
En este año de 2025, se celebra el 250 aniversario de la resistencia heroica de una plaza española (...)
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En los confines septentrionales del África española, cuando los imperios se medían por su temple y la voluntad de las naciones se forjaba a golpe de pólvora y resistencia, una pequeña ciudadela al borde del Mediterráneo escribió una página gloriosa y casi olvidada de nuestra historia. Melilla, vigía de piedra frente a las abruptas tierras del Rif, resistió entre diciembre de 1774 y marzo de 1775 el implacable asedio del sultán de Marruecos, Sidi Mohammed ben Abdallah. Lo que allí sucedió no fue una mera defensa militar: fue una proclamación de soberanía, una reafirmación de identidad y una prueba del valor español en los días convulsos del siglo XVIII.
Eran tiempos de reformas en la península. El rey Carlos III, monarca ilustrado y reformador, promovía cambios internos que pretendían fortalecer el Estado, modernizar el ejército y revitalizar la economía. Pero los intereses de la Corona se extendían más allá del interior peninsular: las posesiones ultramarinas y africanas eran también piezas clave del engranaje imperial. Entre ellas, las plazas norteafricanas —Ceuta, Melilla, Orán— constituían tanto un vestigio del pasado medieval como una muestra tangible de la presencia hispánica frente al Islam.
La segunda mitad del siglo XVIII no fue tranquila para las coronas europeas. Entre guerras coloniales, tratados volubles y el ascenso de nuevas potencias, España buscaba conservar su posición en un tablero global en cambio constante. Mientras en América se gestaba la revolución y en Europa se reorganizaban alianzas, en el norte de África se cernía una amenaza ancestral: el deseo del sultán alauí de reconquistar las plazas cristianas del litoral.
El sultán Mohammed ben Abdallah III, astuto y ambicioso entre los que hubiera en el Magreb, halló en la coyuntura internacional una oportunidad. Creía que la atención de España estaba volcada en ultramar y que el declive de otras potencias podría permitirle arrebatar Melilla. No era una aventura improvisada: contaba con asesores turcos, artillería moderna con más de 70 cañones, y un ejército que algunos cronistas cifran en más de 30.000 hombres. Su objetivo era político y religioso: fortalecer su legitimidad ante las tribus internas y mostrar fortaleza ante las potencias extranjeras. Frente a él, Melilla apenas con 5.000 habitantes mantenía una guarnición inferior a los 4.000 efectivos al mando del gobernador Juan Sherlock, un militar de origen irlandés al servicio de la Corona. Los informes de inteligencia españoles, recogidos por emisarios del norte de África y por observadores en Gibraltar, ya anunciaban un posible ataque. Pero la corte de Madrid subestimó el ímpetu del sultán. Solo cuando la amenaza fue inminente, se ordenó reforzar discretamente las defensas de Melilla. Los barcos transportaron pólvora, se mejoraron las murallas con nuevas técnicas de ingeniería militar, y se enviaron oficiales experimentados para preparar la ciudad. Una guerra se gestaba en silencio y pronto el eco de los cañones sustituiría lo que podía entenderse como un silencio negligente de la soberanía nacional.
El capitán general de Andalucía, consciente de la importancia estratégica de Melilla, recomendó enviar oficiales veteranos y reforzar las guarniciones costeras. Se trataba no solo de una defensa territorial, sino de un desafío simbólico: si Melilla caía, el efecto dominó sobre otras plazas españolas era muy probable, y con ello el descrédito internacional de la Monarquía. El 9 de diciembre de 1774, la ciudad fue rodeada. Las colinas y barrancos del entorno se llenaron de tiendas enemigas, y los primeros cañonazos comenzaron a retumbar contra las bien construidas murallas. el gobernador Juan Sherlock, se convirtió en el alma de la resistencia. Con inteligencia táctica, aprovechó cada tramo de fortificación, cada pieza de artillería, cada recurso disponible.
Durante 100 días, Melilla se convirtió en un bastión de piedra, sangre y fe. Fuego, clamor y esperanza. Bajo lluvia de metralla, sus habitantes no cedieron. Se calcula que más de 12.000 proyectiles impactaron en la ciudad. Los ingenieros militares, como Luis Martínez y el comandante Gálvez, hicieron gala de pericia. Las mujeres de la ciudad, encabezadas por la carismática madre María Rafaela, multiplicaron su esfuerzo: llevaban pólvora, curaban heridas, entonaban cánticos de ánimo en plena refriega. La población civil se refugió en sótanos y fortalezas interiores. La presión fue asfixiante. España no podía socorrer la ciudad por tierra, y por mar era complicado debido a los fuertes vientos y a la artillería marroquí desplegada en las colinas. Sin embargo, Melilla resistió. El sistema defensivo español basado en una arquitectura de bastiones, minas, contraescarpas y pasajes ocultos, fue decisivo. La artillería española dirigida con pericia causó graves pérdidas al enemigo. Refuerzos navales procedentes de Málaga y Almería consiguieron romper el bloqueo en momentos críticos. Un invierno especialmente crudo debilitó las tropas marroquíes, mal equipadas para una guerra prolongada.
El heroísmo no fue exclusivo de los soldados, sino patrimonio común del pueblo melillense. Se organizaron turnos de vigilancia día y noche, se construyeron parapetos improvisados, y las viejas iglesias se transformaron en hospitales. No hubo distinción de clase ni de origen: españoles peninsulares, criollos, africanos alistados, todos participaron por igual en la defensa. La ciudad entera se transformó en una fortaleza humana. Se cuenta que el propio gobernador Sherlock, herido en una pierna durante un bombardeo, siguió al mando desde una litera improvisada, dictando órdenes con sangre fría y férrea voluntad. En las madrugadas, los sacerdotes organizaban rezos colectivos, pidiendo la intercesión divina mientras los cañones tronaban. Fue una defensa en la que lo temporal y lo espiritual marcharon unidos.
El sultán esperaba un colapso rápido. Pero el asedio se prolongó debido a la tenacidad de la ciudad que obligó a mantener el sitio más de lo previsto. Buscó entonces apoyo internacional. Trató de atraer simpatías británicas, incluso algún respaldo otomano más explícito. Pero España movió ficha con prudencia. Desde la corte de Carlos III, se articuló una doble respuesta: la presión diplomática y el socorro marítimo encubierto. Pero como siempre, la diplomacia, traición y coraje jugaban a la par.
Barcos españoles, en arriesgadas maniobras nocturnas, lograron hacer llegar víveres, medicinas y munición. Era una hazaña logística y también una muestra de voluntad política: España no abandonaba sus plazas, no dejaba sola a su frontera. A cada cañonazo marroquí, la respuesta española era el aguante; a cada intento de infiltración, una emboscada valiente. El gobierno de Madrid, consciente del simbolismo del asedio, pidió informes diarios. El propio conde de Floridablanca intervino en las gestiones diplomáticas para evitar una internacionalización del conflicto. Mientras tanto, el ejército marroquí comenzaba a resentirse: sus líneas de aprovisionamiento eran largas e inseguras, y los consejeros turcos se impacientaban ante la falta de resultados.
En las embajadas europeas se siguió con atención el curso de los acontecimientos. Algunos informes de la embajada española en Londres describen el asedio como «prueba de la resolución de España de mantener su dignidad imperial». Incluso en París, donde la corte borbónica no siempre era favorable a la causa española, hubo cierta admiración por la resistencia melillense.
En marzo de 1775, la naturaleza misma comenzó a rebelarse contra los sitiadores. Las lluvias torrenciales, las epidemias, el desgaste moral y físico quebraron al ejército del sultán. Sin haber logrado tomar la ciudad, con más de 6.000 bajas y sin apoyo internacional visible, Mohammed III dio la orden de retirada. Fue una victoria sin desfile, pero con gloria. Melilla no solo había resistido: había vencido. La noticia recorrió España y Europa con admiración. Carlos III, monarca ilustrado pero patriota convencido, ordenó reforzar las defensas de todas las plazas del norte de África. Juan Sherlock recibió honores. Se impulsaron reformas urbanas. Y Melilla, antes marginada por la península, se convirtió en emblema. En Ceuta y Orán se celebraron misas en acción de gracias. En Cádiz se alzó un monumento conmemorativo. La gesta se difundió en hojas volanderas por toda la península, y en algunos círculos intelectuales se discutió la conveniencia de reforzar el vínculo con las plazas norteafricanas como símbolo de continuidad imperial.
A diferencia de Trafalgar o de Lepanto, la defensa de Melilla no figura en la iconografía popular, tal vez porque sea una gesta que no conquista o seduce. Tal vez porque no hubo expansión territorial, ni botín, ni himnos. Pero hubo algo más importante: la afirmación de la continuidad histórica. Lo que se defendió en Melilla no fue un trozo de tierra, sino el vínculo con siglos de presencia española en África. En tiempos de transición ilustrada, cuando algunos pensaban que las plazas africanas eran reliquias sin valor, Melilla se alzó como un grito: aún hay España más allá del mar. Aquel asedio fue un crisol de patriotismo, una sinfonía coral de resistencia, una lección de unidad en tiempos inciertos.
La historiografía posterior, centrada en los grandes conflictos europeos y americanos, relegó este episodio. Y, sin embargo, su valor fue estratégico: impidió la expansión de Marruecos hacia el Mediterráneo occidental, mantuvo el prestigio español ante Francia e Inglaterra, y consolidó una presencia que perdura hasta hoy.
A dos siglos y medio de aquella gesta, Melilla sigue en pie. Moderna, plural, hispánica. Pero también olvidada en muchos discursos oficiales. La memoria de 1774-1775 es deber de justicia histórica. Es preciso recordar que, cuando la patria fue cercada, los españoles no huyeron. Se atrincheraron, resistieron y vencieron. Hoy, que se cuestionan fronteras, identidades y pertenencias, la lección de Melilla cobra renovado sentido. Frente al olvido, la memoria. Frente al relativismo, el ejemplo. Frente a la desunión, la firmeza. Visitar sus murallas, recorrer sus bastiones, conocer sus archivos, es una manera de dialogar con el pasado. Y de reafirmar que aquella victoria no fue fruto del azar, sino de una voluntad consciente de permanecer. En Melilla se libró una batalla por el tiempo: por seguir siendo.
Melilla no cayó. No por su tamaño, ni por su riqueza. Cayó porque era España. Y los que allí vivieron, lucharon y murieron sabían que rendirse era perder siglos de historia. En cada piedra de sus murallas se inscribe un juramento silencioso. En cada grieta, una promesa cumplida. La ciudad sitiada resistió como resiste lo esencial: con coraje, con fe, con la fuerza tranquila de quienes no esperan gloria, pero merecen honra. Así fue la gesta de Melilla. No está en los manuales. Pero está, y estará, en el alma profunda de una nación que, cuando es fiel a sí misma, no se doblega. Que esta historia, recobrada y celebrada, inspire a las nuevas generaciones. Porque mientras existan españoles que recuerden a Melilla, habrá memoria, habrá patria y habrá futuro.
Iñigo Castellano y Barón
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