Dedicado a mi amigo Jeff Zucker, de Dallas, Texas.
El antisemitismo, por supuesto, es un fenómeno muy antiguo. Aparte de los romanos y otros pueblos, los propios judíos lo practicaron contra Cristo y el Cristianismo, que históricamente era una secta judía: San Pablo (antes de llamarse Pablo, cristiano converso y después santo) fue un líder de los fariseos que perseguía a los judíos cristianos hasta su famosa caída del caballo camino de Damasco.
Naturalmente toda la historia del Cristianismo –salvo excepciones muy notables– también está impregnada de antisemitismo teológico, religioso y cultural. En Occidente, también siempre con excepciones, hasta el siglo XX se generalizó el antisemitismo ideológico-político (que no pudieron eliminar la Ilustración ni las Revoluciones francesa y, más tarde, la rusa), culminando en momentos célebres como el caso Dreyfus en Francia, que alentaría como reacción el nacimiento del moderno Sionismo. (...)
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Los movimientos izquierdistas, marxistas o no marxistas (diversos socialismos, populismos, anarquismos, comunismos…) a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI también fueron incapaces o impotentes para liberarse de la judeofobia, el antisemitismo y el antisionismo. No digamos los dos casos extremos de “socialismo hereje” en Europa: el Fascismo Italiano (con un antisemitismo básicamente político), y sobre todo el Nacional-Socialismo alemán (con un antisemitismo político y esencialmente racista), y sus múltiples imitadores en todas las latitudes.
Pocas veces se ha subrayado que un denominador común de todas esas ideologías políticas ha sido el odio a América, es decir, a los Estados Unidos de América, como utopía ideal de la libertad, de la democracia… y del capitalismo.
Es curioso que no se haya reflexionado suficientemente sobre el hecho de que el moderno antisemitismo haya surgido históricamente con la Revolución americana y el concomitante antiamericanismo. Mientras la Ilustración escocesa e inglesa fueron predominantemente pro-independencia americana (Adam Smith, David Hume; Thomas Paine, Edmund Burke…), la francesa fue mayoritariamente antiamericana y mayormente antisemita (Voltaire, Rousseau, Robespierre y el Jacobinismo, la Revolución, el Terror, el Termidor, el Bonapartismo… –por cierto, más de una década después de la Revolución americana). Y aunque hubo excepciones notables (Lafayette, Tocqueville…), fueron muy pocas.
El contraste entre ambos casos fue subrayado, de forma distinta, por Charles Dickens (en su novela A Tale of Two Towns (1859): Luz vs. Tinieblas, Democracia vs. Terror), y más recientemente por Friedrich A. Hayek (en su tratado The Constitution of Liberty (1960): liberalismo anglicano vs. liberalismo galicano). El liberalismo galicano sería el antecedente de lo que hoy se llama despectivamente “liberalios”. Lafayette se identificaría con sus amigos americanos (los federalistas Washington y Hamilton); Tocqueville estaría más bien encuadrado en el tipo anglicano de liberalismo.
La lectura de la monumental Historia de la Revolución Francesa (1847-) de Jules Michelet permite apreciar el monumental caos del pensamiento ilustrado, político y revolucionario francés (incluyendo al propio historiador Michelet) que desembocará en el antisemitismo del caso Dreyfus.
Conocida es la presencia del rabino sefardita y patriota americano Gershom Mendes Seixas acompañando al general George Washington en la ceremonia de su inauguración como primer Presidente constitucional de los Estados Unidos, según documenta Norman H. Finkelstein (The Other 1492. Jewish Settlement in the New World, 1989).
La cultura política anglo-americana fue la primera en liberarse del antisemitismo, como muestran los casos de dos políticos judíos que llegarían a ser, respectivamente, el Secretario de Estado en la Confederación de los Estados Unidos (Judah Benjamín), y el Primer Ministro en el Reino Unido (Benjamín Disraeli). La lacra del Ku Klux Klan con su repugnante antisemitismo (además de anticatolicismo) sería política y militarmente combatida, tras la Guerra Civil, por el presidente republicano de la Unión federal, el general Ulyses S. Grant.
Naturalmente, ser crítico del antisemitismo no impide serlo también de ciertas individualidades judías, odiosas u odiables por sus conductas personales (mencionaré algunos nombres a modo de ejemplos, a mi juicio: Noam Chomsky, George y Alex Soros, Woody Allen, Roman Polanski, Jeffrey Sachs, Debbie Wasserman-Schultz, Jeffrey Epstein, Ghislaine Maxwell, Bernard Madoff, y toda la variada cábala anti-Trump: Michael Cohen, Marie Yovanovitch, Michael Wolff, Adam Schiff, Jerry Nadler, Jamie Raskin, Chuck Schumer, los hermanos Alexander y Eugene Vindman, y un largo etc.).
Creo que debería investigarse más y con mayor rigor los paralelismos entre el antisemitismo y el antiamericanismo, producto del odio a dos pueblos que asumieron histórica y respectivamente en sus culturas políticas la Ley Mosaica y el Imperio de la Ley.
Recientes acontecimientos ilustran trágicamente ese paralelismo.
Aunque en la época contemporánea, tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, el gobierno de los Estados Unidos de América ha sido el más firme defensor de los judíos, del sionismo y aliado de Israel, no podemos cerrar los ojos a las graves expresiones no casuales de antisemitismo recientes en el propio suelo estadounidense. Agustina Blanco publicaba hace pocos días un artículo absolutamente alarmante en una revista digital en español, especializada en la política de la gran potencia norteamericana: “Récord histórico de ataques antisemitas en Estados Unidos en 2024” (Voz.Us, 4 de Mayo, 2025).
La autora reporta un aumento de tales ataques del 344 % en los últimos cinco años, y del increíble 893 % en la pasada década, en ciudades y Estados controlados por el Partido Demócrata: Washington DC, New York, California, New Jersey, etc.
Estos tristes incidentes, en gran parte protagonizados por Antifa con no disimulados tintes de antiamericanismo, nos recuerdan la advertencia atribuida al demócrata Huey Long en los años 1930s, que el fascismo en los Estados Unidos surgiría bajo el disfraz de “antifascismo”. El peligro para la democracia estadounidense es que el virus ha contaminado al propio Partido Demócrata, como ilustra el caso de la congresista islamista Ilhan Omar de Minnesota y sus camaradas en la Squad con su cóctel de antisemitismo y antiamericanismo (disfrazado éste ahora de anti-Trumpismo).
Manuel Pastor Martínez
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