Y nadie mejor que el autor, Alberto Rodríguez Peñín, para introducirnos en su sorprendente obra que cierra con este Epílogo para ¿desconcierto quizá? del lector:
Las páginas que preceden han sido escritas para que las transiten ojos extraños y así dar cumplimiento a un compromiso adquirido, en insólitas circunstancias, sin el cual hubiera sido imposible su redacción. También para que me sirvan de guía y apoyo a mí, ahora que Alzheimer me ha acorralado definitivamente y sólo me permite viajar a un tiempo pasado, ajado y brumoso, donde los senderos son difusos y me pierdo constantemente.
Apenas había comenzado a escribir la historia de Atilano Requejo me vi obligado a acudir al hospital para recibir tratamiento. Rellenar estos folios me ha ayudado a escapar a mundos imaginarios, lejos de máquinas que te salvan la vida achicharrando el bicho que se instaló en un lugar inaccesible en lo más recóndito de la entraña y así he podido escapar del mundo físico y refugiarme en un rincón de la mente en el que me he sentido protegido, escondido entre los recuerdos de tiempos mejores, reviviendo agradables sensaciones ya olvidadas, tratando de burlar al mal que me asediaba.
No hay orden en el escrito, lo sé, pero es que la visión difuminada de una figura que surgía cada día entre los brazos y pantallas del acelerador lineal y dijo ser atemporal, viendo mi angustia, ante mis súplicas, compadecida, me arrastró lejos de allí por idílicos parajes que nunca antes había ni siquiera imaginado y quedé tan impresionado con lo que vi que no acierto a discernir lo vivido de lo soñado y a veces me contradigo, yerro en fechas y lugares, me repito en los argumentos, condicionado, quizás, por la recordación de la quietud sentida en aquellas visitas que atizaban mi fantasía, conociendo cada día nuevos actores personajes que me mostraban el discurrir de sus vidas en el escenario del valle del Ornia.
Acepto que no me reconozco en muchas páginas, que me son completamente extrañas e incluso no concuerdan con mi forma de ser ni de pensar. No me identifico en muchos de esos párrafos lapidarios, cortantes y secos, de palabras forzosamente arrejuntadas a las que les falta cadencia, y he llegado a pensar que alguien me ha suplantado escribiendo porque, si bien es cierto que me falla la memoria y que he olvidado ya los quehaceres, y hasta los nombres, de algunos actores y sus avatares, también es verdad que aún puedo discernir entre cosecha propia y ajena y digo que es imposible que algunos de los postulados, cuando no axiomas que se describen, hayan salido de mí, teniendo en cuenta que, aunque mi entumecido cerebro emite continuamente razonamientos extravagantes, no es capaz de hilvanar tan complejas disquisiciones.
En mi descargo diré que ha sido tanta la fuerza de los intérpretes que me visitaban, tanta la luz que irradiaban, que son ellos los que me han señalado el camino, marcado las etapas, forzado a escribir estas páginas, proporcionándome así, sin que yo advirtiera cuál era su intención última, el pasaje para viajar a un mundo en cuyas costas, yo sólo, no me hubiera atrevido nunca a recalar. Porque yo nada planifiqué, ni un bosquejo hice, ni un nombre imaginé, fue la figura aquella la que me presentaba cada día, sin darme tiempo a la asimilación, nuevas escenas, con nuevos decorados y actores, donde los secundarios intercambiaban sin razón aparente el protagonismo con los principales y así, forzadas y anárquicas, han nacido estas cuartillas, caóticas muchas veces, corriendo en tiempos superpuestos, pero es que así me lo dictaban los que me mostraban los senderos por los que transitar cuando, amenazada mi vida, me aferré en un intento de volver a vivir de nuevo, a revivir y revivir, los “exuberantes años de una vida ya vivida”, esperando, ingenuamente, aprender a emular a la difusa figura que me transportaba por fantásticas ensoñaciones imaginando que siguiéndola, también yo, quizás, llegaría a vislumbrar la atemporalidad.
Cada capítulo me fue insinuado, aunque no en el orden en que aparece aquí, estando yo en soledad, escuchando cómo me hablaba el silencio, cómo, algo infuso, penetraba en mi mente y enraizaba, mientras yo, suplicante, rezaba en aquella blanquísima sala del hospital.
Inconscientemente confiaba en que la máquina tuviera la potestad de otorgarme lo que en aquellas circunstancias se me antojaba una eternidad, pues vivir un año más era, en tan comprometida situación, rozar la inmortalidad; en cualquier caso tiempo suficiente, pensaba, para cumplir mi parte del contrato con el mensajero que me visitaba en sueños.
Noventa y nueve días es el tiempo que me ha costado recorrer el camino hasta el día de hoy, finales de noviembre de 2023, cumpliendo la promesa que me había hecho a mí mismo incitado por el descubrimiento de un mensaje escrito en la nieve: “memento mei” . Poco después, un milagro para mi salud ocurrido en la bodega Orniacorum en forma de pequeñas “piñas hilvanadas con semillas de estramonio, aviganzas, madera de humero, hinojo y médula de saúco” donadas por el Arcarius de Xaxa Oxa, me devolvieron recuerdos perdidos, me posibilitaron rememorar en escritos la vida de Atilano Requejo, de Martiniano Santos, de Agostinho Pinheiro, de Martina de la Cruz, de Eufemia Santos y de tantos otros… y así ayudar a detener el Tiempo Adelante, que amenaza con cubrir de sombras el difuso reflejo del orniaco que en 1811 perdió la vida en las aguas heladas del Duerna, que me enseñó a interpretar los sueños y cuando mi memoria desfallecía se comprometió: “ego te librum scribere iuvavo cum memoria tua déficit”.
Llegados aquí, superada la tormenta, desbrozado el camino, sólo me queda decir: Deo gratias.
P. D.: Dicen que anoche, soñando en voz alta, repetía constantemente “no fue así, no fue así” y que, a veces, gritaba “dejadme hablar”… No sé. Lo que yo recuerdo es que en la bruma del duermevela el mensajero de los sueños me pidió testificar esta mañana en el juicio a celebrar en las corrupias profundas de la bodega Orniacorum, donde ya nos esperaban Genetrix y el Juzgador, por delegación, del Hacedor del Tiempo. Y acepté.
Conozca a Alberto Rodríguez Peñín