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Curioso asunto este de la influencia. En mi estancia en la universidad de Yale conocí al polémico crítico de literatura Harold Bloom, al que fui a entrevistar para el libro que luego publiqué con el título de Conversaciones sobre Borges (Destino, 1995). En su The Anxiety of Influence (Oxford University Press, 1973) Bloom propone usar la idea freudiana del complejo de Edipo para analizar la influencia de un autor sobre otro. Consciente o inconscientemente, sugiere Bloom, el influenciado trata de matar al padre para no reproducirlo o imitarlo, para salir fuera de su senda y encontrar otra, la suya. Ese proceso de atracción y rechazo le crea una ansiedad que, según el crítico de Yale, puede desbaratar todo su posible talento o, al contrario, producir magníficas floraciones.
La cercanía física y el trato producen una influencia muy distinta a la que podemos encontrar en las obras de un autor. Las relaciones personales nos permiten conversar y transitar por un espacio más o menos entrañable o, por el contrario, frío, meramente diplomático o incluso tóxico. En este último caso estaríamos hablando de una influencia negativa.
Entre los autores que he conocido personalmente en mi vida, creo que Fernando Savater me atrajo y me influyó de una forma muy especial. Antes de conocerlo había leído dos libros suyos que me impresionaron mucho: Nihilismo y acción (Taurus, 1970) y La infancia recuperada (Taurus 1976). Acababa de licenciarme en Filosofía y lo había escuchado en algunas conferencias. Desenfadado, graciosísimo, imaginativo y lúcido, Savater me parecía el modelo perfecto de lo que yo quería ser de mayor… (nos llevamos diez años). A diferencia de Platón o Hegel, era el primer “filósofo” de carne y hueso que conocía, y yo había estudiado filosofía. ¡Éramos colegas!
A Savater lo he conocido solo durante unos treinta días, pero en los dos encuentros que el azar nos deparó (muy lejos de España) convivimos y estuvimos juntos mucho tiempo. El primer encuentro se produjo en 1984 en Tailandia, el segundo en el estado de Vermont en 1994. Fernando Sánchez Dragó, del que yo era su inquilino en una buhardilla en Malasaña, me invitó a ir con Savater y Luis Racionero a pasar unos días a su casa en Tokio. Sin dudarlo, me apunté. Yo tenía entonces 25 años. Después de estar una semana en Japón y de conocerlos a los tres con cierta profundidad, Savater (Racionero y Dragó prefirieron quedarse en Tokio) me propuso hacer una escapada él y yo a Tailandia. Cuando se convive unos días en un país tan lejano cultural y geográficamente al nuestro con una persona por la que se siente mucha admiración se produce un sano proceso de desmitificación. El mito se humaniza cuando se comparten comidas, paseos, planes, confesiones y, sobre todo, en el caso de Savater, carcajadas. Yo temía que conmigo, mano a mano, durante cinco días en Tailandia se pudiera sentir un poco aburrido; temía no estar a su altura intelectual en las conversaciones, que tan animadas e interesantes me habían parecido ya en Tokio con Dragó y Racionero. Me sentía como el aficionado al fútbol que, por casualidad, conviviera unos días con Messi, o como el mitómano del cine que lo hiciera con el mismísimo Woody Allen. Pero todas esas inseguridades desaparecieron el primer día después del desayuno en un hotel de Bangkok cuando vimos, en un corcho junto a la recepción, un plan turístico para el día que a Savater le pareció insuperable: “Free Whisky tour in party boat and cocodrile farm”. La insólita propuesta del hotel consistía en subirse a una embarcación en la que se podría beber whisky sin límite (creo recordar que era Suntory japonés) para terminar visitando una granja de cocodrilos. Al cabo de media hora en aquella barca que navegaba a buen ritmo por el río Chao Phraya ya estábamos muy alegres. Desinhibido y maravillado por la situación, el mito (ese modelo de vida que para mí era Savater entonces) se me aparecía como el mejor humorista que había conocido en mi vida. Creo que nunca he tenido tan a mano la ironía más sublime, el sarcasmo más feroz y la imaginación más portentosa. De repente, el mito se convertía y actuaba como un niño enfadado y lloroso (qué gran actor), o improvisaba un aforismo punzante contra Hegel. Los autores y los temas pasaban y volvían: Borges, Cioran, la identidad, el nacionalismo como religión gregaria, leer y escribir, la patética función del filósofo en el mundo actual. A todas sus ocurrencias etílicas siempre les añadía la gracia, la sencillez, la paradoja y la cita perfecta (muchas veces he pensado el número de citas que debe de albergar en su prodigiosa cabeza). La granja de cocodrilos consistía en unas veinte piscinas con miles de cocodrilos hacinados y agrupados según la edad, desde pequeños como lagartos a enormes. En la salida había una tienda de bolsos. No recuerdo ahora la magnífica cita de Kipling que Fernando pronunció sobre los cocodrilos. El hedor de los reptiles depredadores era insoportable, incluso en la tienda de bolsos… Nos alejamos rápidamente camino hacia la barca del whisky.
Creo que aquella borrachera (siempre controlada, no vayan ustedes a pensar mal) navegando por aquel río tailandés con Savater fue la mejor clase de filosofía y literatura que he recibido en mi vida. En mi opinión, la principal tarea de un buen “profesor humanista” debe ser la de introducir nuevos autores, recomendar lecturas y hacer atractivo y sencillo lo difícil. ¡Qué frases tan brillantes me dijo sobre Nietzsche y el cristianismo, sobre Cioran y la lucidez o sobre Borges y la literatura que se nutre de literatura! Todavía recuerdo, décadas después, algunas de aquellas frases: “Para Cioran el suicidio es como un seguro de vida permanente”. En esa barca me introdujo en dos autores (Borges y Cioran) a los que luego dediqué un libro a cada uno.
A pesar de su extraordinaria erudición, creo que Savater es una de las personas menos pedantes que he conocido. Si viene a cuento Diógenes lo trae, pero a veces lo trae para explicar entre carcajadas cómo reaccionaba la gente cuando se masturbaba en las plazas públicas. En casi todo lo que ha escrito y hablado siempre veo un toque de ironía. El pensamiento que podemos encontrar en su extensa obra es disperso y fragmentario, pero no por ello menos brillante y lúcido. Creo que en el ámbito de la filosofía nunca ha sentido mucha atracción por los planteamientos sistémicos, ni por la Teoría del Conocimiento, ni tampoco por la Metafísica. La solemnidad y las ceremonias académicas le resultan con frecuencia cómicas. La lectura de su tesis sobre Cioran estuvo muy cerca de provocar un escándalo. Como nos dice a Maite Grau y a mí en el libro que dedicamos al pensador rumano: “Mi tesis carecía de bibliografía porque no existían libros sobre Cioran. Llegaron a acusarme de haber inventado a Cioran y de haber escrito sus libros. El malentendido me enorgulleció tanto que estuve a punto de renunciar a la tesis…” (Cioran: el pesimista seductor Carlos Cañeque y Matie Grau. Sirpus 2007, página 17). En un restaurante de Bangkok me dijo que presentarse como “filósofo” le parecía pretencioso y hasta un poco ridículo. Prefería hacerlo como profesor de filosofía o escritor. Añadió que el filósofo le resultaba un personaje casi exótico, como podrían serlo las figuras del profeta o el adivino, y que mucha gente, tras enterarse de que era un filósofo le preguntaban “pero usted a qué se dedica”. Hay una famosa anécdota insuperable en este sentido. La protagonizaron el filósofo Ortega y Gasset y el torero sevillano Rafael “El gallo”. Un amigo común les presentó diciendo: “este señor es el filósofo español más importante que ha existido en nuestro país”. El torero, que no debía de saber ni con la mínima precisión qué es un filósofo (pero que le sonaba a algo muy raro) tardó unos segundos en responder. Tras estrechar la mano de Ortega y esbozar una sonrisa, El gallo soltó: “Hay gente pa tó”.
Tiempo después de aquel glorioso viaje a Tailandia volvimos a coincidir dos semanas en un College en Vermont donde fuimos invitados a dar clases en español a jóvenes norteamericanos. Allí también estaba mi querido profesor y amigo Manuel Pastor. Era verano y el intenso calor de Tailandia volvía a repetirse. También se repetían la casualidad de la coincidencia y la lejanía de nuestro país. Durante nuestra convivencia (pedí compartir una casa con mi mujer y él) le grabé largas entrevistas sobre Borges y Cioran que luego fueron transcritas en los libros que publiqué dedicados a estos dos autores. También participó en mi película Queridísimos intelectuales y fue el primer lector, tras la paciente lectura de mi mujer, Maite Grau, de una novela en la que aparece constantemente Borges y con la que gané el premio Nadal en 1997. Me sugirió algunos cambios que yo modifiqué en el manuscrito. Sí, hoy lo veo muy claro: aquella clase de filosofía y literatura (sazonada con whisky Suntory) que Savater me regaló en un río de Tailandia influyó decisivamente en mi, por otra parte, modesta trayectoria.
Hace muchos años que no lo veo. Desde la pandemia salgo muy poco de mi retiro en Cadaqués. Cuando hemos hablado alguna vez por teléfono y he tratado de animarle a visitar este hermoso pueblo catalán, me dice que, al paso que vamos lo tendrá que hacer con un pasaporte… La última vez que comí con él fue en Madrid en 2007. Le acompañaban dos guardaespaldas que se sentaron cerca de nuestra mesa. Los saludaba de vez en cuando con sonrisas amistosas y cómplices. Espero que los historiadores y estudiosos de nuestro periodo cultural remarquen con objetividad el inmenso coraje que ha mostrado siempre este hombre en sus artículos y declaraciones políticas. Hoy sabemos que ETA lo tuvo en algunas de sus listas negras.
Savater es un pensador muy sugerente y prolífico, con más de 50 libros publicados en géneros que van desde el ensayo filosófico o el ensayo literario hasta la novela y el teatro. Un autor muy traducido y leído en todo el mundo. Un gran humanista en la línea de su amigo Octavio Paz. Pues nada, muchas gracias y un fuerte abrazo, querido maestro fluvial tailandés…
Carlos Cañeque es profesor de Ciencia Política, escritor y director de cine.