Santos con Historia II

San Juan Diego y la Virgen de Guadalupe: ¿un milagro en acto? (I)

(Foto: https://culturacolectiva.com/).

LA CRÍTICA, 5 FEBRERO 2023

Pilar Riestra | Domingo 05 de febrero de 2023
Lo que escribo en este primer artículo sobre san Juan Diego y la Virgen de Guadalupe, es un resumen del, quizá, primer libro escrito en lengua náthual, el Nican Mopohua. Nican significa “aquí” y Mopohua tiene un sentido más amplio: “se narra”, se refiere, se relata, se expone con orden y concierto todo lo que ocurrió. (...)

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Su autor, Antonio Valeriano, fue un indígena de raza tepaneca pura, nacido en 1520 en Azcapotzalco, que ya, desde niño, demostró una capacidad artística y también para estudiar y aprender más que sobresaliente. De hecho, estudió en Colegio de Santa Cruz, fundado por el obispo Juan de Zumárraga. Fue colaborador de fray Bernardino de Sahagún, quien lo consideraba un sabio, al punto que, por ejemplo, no sólo hablaba el náhuatl como lengua propia, sino que aprendió con tal perfección el latín y el castellano, que impartió latín y gramática española, a los hijos de los españoles residentes en México. Fue Gobernador de indios durante más de 35 años y convivió con los tres protagonistas del relato.

El Nica Mopohua se escribió en Tlatelolco. Casi con seguridad en junio de 1548 el año en que fallecieron, el futuro san Juan Diego Cuauhtlatoatzin y el obispo fray Juan de Zumárraga, Superior de la Orden de los franciscanos en España, primer obispo de la diócesis de México, que llevó la imprenta a México, fundó la primera capilla –lo que hoy llamaríamos ermita o iglesita - en honor de la Virgen de Guadalupe y otro de los protagonistas del relato. Además, dado que en las primeras apariciones, Antonio Valeriano contaba 11 años y cuando publicó el Nican Mopohua, cerca de treinta, unido a que fue profesor y rector del Colegio fundado por Fray Juan de Zumárraga, es preciso suponer que tuvo contactos habituales no sólo con el obispo sino también con Juan Diego y Juan Bernardino, tío de Juan Diego y al que igualmente se le apareció, una vez, la Virgen de Guadalupe, por lo que Antonio Valeriano tuvo ocasión de oír una y otra vez el relato de los hechos y corregirle cualquier equivocación, inexactitud o desviación del mismo.

La redacción en náhuatl del Nican Mopohua tiene un valor inestimable, por cuanto los aztecas, mexicas, no tenían alfabeto. Las “páginas” de sus “libros, se componían de un conjunto de pequeños dibujos. Es cierto que representaban algunas vocales, por ejemplo la a como resultado dela estilización del glifo pictórico, a-tl (agua), la e, por e-tl (frijol) y la o con el glifo o-tl (camino). Ahora bien, si un escriba deseaba dejar constancia que “el año 1 Pedernal, el Rey Pluma de Jade conquistó la ciudad Raíz Ardiente por la noche”, dibujaba un cuchillo de pedernal con un .punto (el año uno Pedernal), un tocado real con una pluma verde (Rey Pluma de Jade), un templo con una flecha inclinada oblicuamente sobre su tejado (conquistado), encima de una raíz ardiendo (la ciudad Raíz Ardiente) y en la parte alta del dibujo medio círculo con algunas estrellas (de noche). (Voz en Enciclopedia Guadalupana, Ed. México).

Pero Antonio Valeriano no sólo transcribió los fonemas, las palabras del náhuatl a nuestro alfabeto, sino algo mucho más importante, nos transmitió con extraordinaria exactitud, en sus 218 versos, su significado en la filosofía y mitología nahuas así como cristianas, la mentalidad y la forma de hablar y sentir del pueblo dominador de casi toda Mesoamérica. Por ello, José Luis Guerrero y otros nahuatlatos, confirman que Antonio Valeriano, en su Nican Mopohua, “Ha dejado a la humanidad en candoroso lenguaje del más refinado estilo náhuatl, no solamente la crónica, sino la vivencia del mundo indio… Para los indios, el canto y las flores, los colores y las figuras no sólo eran adornos poéticos, sino que constituían los mejores medios para comunicarse con Dios; de aquí, que el Nican Mopohua sea una bellísima e intraducible joya de la literatura náhuatl, de una frescura singular y de una ternura casi incomprensible para la actual mentalidad europea”. (sobre cita de Francisco Ansón, Tres Milagros para el siglo XXI. Ed. PALABRA, p.52).

Con relación a los diálogos, entre la Virgen y Juan Diego, Torcuato Luca de Tena, escribió: ”Este relato al reflejar la mentalidad, la forma de pensar y de hablar del pueblo azteca, usa la expresión de lo pequeño, lo mínimo, lo sin aparente importancia, a modo de elogio, a la vez que como muestra de ternura y amor, de consideración y respeto… Redactado durante la primera mitad del siglo XVI, es decir, cuando aún vivían muchos de los testigos de los sucesos que se relatan, es una joyita literaria y de inestimable valor para el estudio de las influencias de la primitiva lengua mexicana en los modos de hablar el español en México: gusto por los diminutivos; utilización, como elogio, de lo mínimo, lo pequeño, lo humilde; múltiples fórmulas de cortesía salpicando los diálogos, etcétera… Es, como digo, una joyita literaria. Los diálogos entre Juan Diego y la Virgen son de muchos quilates. Por su frescura, ingenuidad, colorido y ternura yo situaría este género literario a un mismo nivel artístico que los lienzos de fra Angélico en pintura.” (Torcuato Luca de Tena fue el que, en una “Tercera” del periódico ABC, provocó una auténtica explosión de interés en España por la historia y los descubrimientos llevados a cabo en el ayate del indio Juan Diego, interés completado y extendido por Juan José Benítez, con El Misterio de la Virgen de Guadalupe, libro objetivo, riguroso y además ameno, de fácil y apasionante lectura).

Según el NIcan Mopohua, la madrugada del sábado 9 de diciembre de 1531, el indio Juan Diego, aunque nacido en Cuauhtitlan en 1474, vivía en el pueblecito de Tulpletac, desde donde se desplazaba al cercano Tlatelolco para continuar recibiendo la enseñanza religiosa.

Cuautlatoatzin se convirtió y fue bautizado con su familia en 1525. Tomó el nombre de Juan Diego; su mujer Malintzin, el de María Lucía, y a un tío suyo, que al parecer había hecho de padre para Juan Diego al morir el suyo, se le impuso el nombre de Juan Bernardino.

Les bautizó el sacerdote franciscano fray Toribio de Benavente, que adoptó el sobrenombre de Motolinía, inspirado por los propios indios, que al ver a los frailes franciscanos con sus paupérrimos hábitos, exclamaron: “motolinía”, “motolinía”, es decir pobres, pobres. Fray Toribio así se apellidó: Motolinía, pobre. No obstante, el prestigio -a pesar de sus pobres vestidos-, de estos sacerdotes misioneros fue enorme entre los indios, al ver que, por ejemplo, el todopoderoso Hernán Cortés hincaba su rodilla en tierra para besar la mano de uno de esos franciscanos, fray Juan de Zumárraga, el primer obispo de la diócesis de México.

Ya cerca de Tlatelolco, en la falda del cerrito llamado en la actualidad Tepeyac (antes Tepeyácac), Juan Diego se vio envuelto en una música, unos cantos tan maravillosos, que creyó que ya se encontraba en el paraíso. Pero, de pronto, los cánticos y la música cesaron y oyó una voz, que le sonó aún más maravillosa que los cantos y la música y que, desde arriba del cerrito, le llamaba por su nombre: “Juanito, Juan Dieguito”. Juan Diego subió y encontró a una Doncella resplandeciente, al punto que su luz transformaba las piedrecillas del suelo en gemas refulgentes. Y Juan Digo resumió lo que veía: “Parecía todo lo más bello”.

La aparición, le dijo que era la Virgen María y que deseaba que le construyeran allí una capilla (“casita sagrada”), para manifestar a su Hijo y consolar y dar su amor a los que a Ella se acercasen. La Virgen terminó diciendo a Juan Diego: “Ya has oído, hijo mío el menor, mi aliento, mi palabra: anda, haz lo que esté de tu parte”. Juan Diego, lleno de emoción y gozo, consiguió que le recibiera fray Juan de Zumárraga y le contó lo que había ocurrido. Por la respuesta que le dio el obispo, Juan Diego comprendió que no lo había creído.

De vuelta, triste, su tristeza se transformó en alegría, cuando se le apareció de nuevo la Virgen. A Juan Diego, se le llenó el corazón de alegría, pero le pidió que le relevase de su encargo: “Patroncita, Señora, Reina, Hija mía la más pequeña, mi Muchachita, ya fui a donde me enviaste; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del Gobernante Sacerdote, lo vi. Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, y me dijo: ‘Otra vez vendrás; aún con calma te escucharé, bien aún desde el principio veré por lo que has venido, tu deseo, tu voluntad”. Bien en ello miré según me respondió, que piensa que Tu casa que quieres que Te hagan aquí, tal vez yo nada más lo invento, o que tal vez no es de Tus labios”. Después de decir esto le aseguró a la Virgen que él era muy poca cosa para convencer al obispo: “Mucho te suplico, Señora mía, Reina, Muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve tu amable aliento, tu amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala, soy hoja; no es propio de mí andar ni de mí detenerme allá al lugar donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor, dispénsame; afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en tu disgusto, Señora, Dueña mía”. Pero la Virgen no sólo no se enfadó sino que le dio la razón. En efecto, a pesar de que parecía no ser la persona adecuada para llevar adelante con éxito el encargo, no obstante, él era el elegido para cumplirla y Juan Diego, convencido, volvió aceptar con gozo su misión.

Por ello, al día siguiente, domingo, Juan Diego, después de esperar largas horas, consiguió hablar con el obispo, que le interrogó con insistencia y de manera exhaustiva. Esta vez Fray Juan de Zumárraga se convenció de que Juan Diego decía la verdad, pero antes de construir la capilla y pedir que se venerara la Virgen aparecida en el Tepeyac, le pidió a Juan Diego que la Virgen le diera alguna prueba de que era Ella la que se le había parecido. Juan Diego aceptó gozoso, porque no tenía duda de que la Virgen le proporcionaría esa prueba. Y así, al llegar al cerrito de Tepeyac, volvió a ver a la Virgen y le contó lo que había hablado con el obispo y la petición de éste. La Virgen le contestó que volviera al día siguiente y que le daría esa prueba.

Pero Juan Diego ya no volvió. Al regresar a casa, encontró a su tío Juan Bernardino, muy enfermo. Estuvo con él, cuidándole todo el día, pero por la noche empezó a agonizar y como pudo, le rogó a su sobrino, Juan Diego, que en cuanto amaneciera fuera a Tlatelolco a traerle un sacerdote que le preparara para bien morir.

Por consiguiente, el martes, día 12 de diciembre, casi antes de amanecer Juan Diego se dirigió a Tlatelolco para llevarle a su tío un sacerdote antes de que muriera. Pero Juan Diego pensó que si iba por el cerrito de Tepeyac se encontraría con la Virgen y temiendo que le retuviera con la prueba prometida, dio una vuelta al cerrito. Ante su sorpresa, la Virgen bajó de cerrito y le preguntó: “¿Qué te ocurre hijo mío el más pequeño? ¿A dónde vas?”.

“Y él, ¿tal vez un poco se apenó, o quizás se avergonzó o no más se asustó? Enseguida, la saludó y le contestó: “Mi Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta. ¿Cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Voy a darte una aflicción: Sabe, Niña mía, que está muy malo un servidor tuyo, tío mío. Y ahora iré deprisa a tu casita de México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor, de nuestros Sacerdotes, para que vaya a confesarlo y prepararlo a bien morir. Mas, si voy a llevarlo a efecto luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu aliento, tu palabra. Señora, Jovencita mía, te ruego me perdones; tenme todavía un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la menor, Niña mía, mañana sin falta vendré a toda prisa”.

Entonces la Señora le contestó y sus palabras le llenaron de una indecible alegría: “Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que es nada lo que asusta, lo que te aflige, que no se turbe tu rostro, tu corazón. No temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que nada te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno?”.

A continuación la Doncella le pidió que subiera a la cumbre del cerrito y cortara las flores que allí encontrara. Parecía un imposible que en pleno invierno, “cuando el hielo lo come todo”, pudieran florecer rosas, sin embargo al llegar Juan Diego a la cumbre quedó extasiado envuelto en un olor suavísimo. La pedregosa cumbre del cerrito estaba cubierta de rosas de Castilla con sus corolas abiertas. Cortó todas las que le cabían en su ayate, bajó y se las enseñó a la Virgen que las tomó en sus manos y las volvió a depositar en el hueco del ayate.

Juan Diego llegó a la casa del obispo. Pero los servidores no le hicieron caso y Juan Diego estuvo esperando tanto rato, que el sol a través de la ventana llegó a iluminar el rincón donde se encontraba. Los servidores al darse cuenta que llevaba algo en su ayate le pidieron, amenazándole incluso, que se lo enseñara. Juan Diego abrió un poco el ayate y un suavísimo aroma llegó hasta los servidores, que por tres veces quisieron coger las flores, pero se deshacían en sus manos como si fueran de aire, y “a modo de pintadas o bordadas o cosidas en el ayate las veían”.

Los servidores, entonces, corrieron a avisar al obispo, que intuyó “que aquella era la prueba para convencerlo, para poner en obra lo que solicitaba el indito”.

Mandó que viniera en el acto, Juan Diego y aún rodeado de los que allí estaban, vio que Juan Diego abrió su ayate y dejó caer las rosas ante el obispo, y “luego allí se convirtió en señal, de repente se apareció la preciosa imagen de la virgen Santa María, Madre de Dios y se dibujó en ella (en la tela del ayate del indio) de la manera que se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe”. “Y en cuanto se apareció en el ayate el Obispo Gobernante y todos los que allí estaban, se arrodillaron, mucho la admiraron, se pusieron de pie para verlo, se entristecieron, se afligieron, suspenso el corazón, el pensamiento… Y el Obispo Gobernante con llanto, con tristeza, le rogó, le pidió perdón por no luego haber realizado su Voluntad, su venerable aliento, su venerable palabra. Y cuando se puso de pie, desató del cuello de donde estaba atada la vestidura, el ayate del indito, en el que se apareció, en donde se convirtió en señal la Reina Celestial. Y luego la llevó. Y allá la fue a colocar a su oratorio”.

La ciudad se conmovió al conocer el hecho de tal manera, que fray Juan de Zumárraga no tuvo más remedio que sacar el ayate con la imagen de la aparición de la Virgen y trasladarlo a la Iglesia Mayor.

Además, Juan Bernardino confirmó que a la misma hora que decía su sobrino se le apareció una Doncella que “se nombraría La Perfecta Virgen Santa María de Guadalupe” y que se sintió completamente sano al instante. Más aún, la descripción de Juan Bernardino de la Aparición era igual a la que se le apareció a Juan Diego en el Tepeyac, y ambas evocaban la Imagen que quedó grabada en el pobre ayate de Juan Diego.

Y a partir de aquí comienzan a ocurrir, sobre todo en nuestros días, una serie de hechos extraordinarios, que superan las leyes de la naturaleza. Uno de ellos, incluso, ya ocurrió en vida de los protagonistas. La tela del ayate, tejida con una de las 175 variedades que existen del maguey, Agave potule zacc, se descompone, aproximadamente a los 20 años. Pues bien, lleva cuatrocientos noventa y dos años, exactamente igual, sin modificación y alteración algunas (¿nos encontramos ante un milagro en acto?). Pero todos los imposibles científicos de la tela y la imagen merecen otro artículo. En éste, se deja constancia, que Juan Diego, que dedicó el resto de su vida a cuidar la capilla y contemplar y rezar a la Virgen que en su ayate estaba, fue beatificado en 1990 y canonizado en 2002 y que es el primer santo indígena de América.

Pilar Riestra