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Vistos así los tres puntos anteriores pueden parecer epígrafes de un libro de texto escrito por algún desafecto a la República, que es como fueron marcados inicialmente los españoles que quedaban fuera del proyecto republicano, para pasar pronto a ser denominados fascistas, título que conservan hasta nuestros días. Pero es mucho más. La realidad familiar y social que surgió como por encanto desde los primeros días de la Segunda República es fácil de ver –abundan los testimonios– pero difícil de comprender. En muchos hogares y otros círculos de convivencia españoles la normalidad hasta entonces, sus hábitos y costumbres, pasaron a ser ilegales cuando no perseguidos directamente.
Todo lo relacionado con la Monarquía y la Religión fue proscrito por las leyes, que rápidamente se encargaron de condenar al rey exiliado. Las Cortes Constituyentes, saliéndose de su función digamos legítima, cual era la elaboración de una Constitución y la convocatoria de elecciones generales, se erigen en Convención, asumen todos los poderes incluyendo el judicial, y en una ley aprobada el 26 de noviembre de 1931 acusan y condenan al rey Alfonso XIII y a sus secuaces del delito de alta traición, desposeyéndolo de honores, bienes y propiedades, habilitando a cualquier español a hacerlo preso si llegase a pisar el territorio nacional. Previamente, la Comisión de las Cortes encargada de elaborar dicha ley ya había hecho constar que: “Aunque la gravedad de sus culpas le haría merecedor de la pena de muerte, la Comisión, representando el espíritu de la Cámara, contraria en principio a esta pena, propone que se le condene a la reclusión perpetua en el caso de que pise el territorio nacional. Sólo le sería aplicable la pena de muerte en el caso de que, por continuar en sus actos de rebeldía, después de destronado por el pueblo, por su personal actuación y la de sus secuaces, pudiera constituir un peligro para la seguridad del Estado republicano”.
En cuanto a la Religión, más allá de la inicial quema de iglesias y conventos ante la pasividad del Gobierno de la República, la prohibición de las manifestaciones religiosas fuera de sus propios recintos, procesiones, entierros… incluyendo símbolos como los crucifijos, ya puede imaginar el lector el profundo desasosiego que produjo en las masas populares, al verse desprovistas de sus signos de identidad seculares y arrojadas a la inseguridad y al miedo, y teniendo que buscar escondrijos para sus medallas, escapularios y rosarios, hasta entonces colgados de sus cuellos y acariciados por sus manos y sus corazones. Al punto de que en las localidades menores, en los pueblos, hasta el llevar corbata los hombres los domingos era un signo de desafección.
Lo dicho. La realidad superó con mucho lo que puede expresarse en un epígrafe y conviene volver al relato, a vista de pájaro, del devenir político de esta Segunda República tan añorada hoy y tan desconocida por las últimas generaciones de españoles.
5) La derecha en el poder
“Muy difícil fue el año 1935. Desde octubre del año anterior, con los acontecimientos descritos y la CEDA participando en el poder –con ministros en las carteras de Trabajo, Justicia y Agricultura–, los gobiernos de centro derecha continúan atemperando las medidas radicales del primer bienio republicano, lo que es interpretado por las izquierdas como el desmontaje de su República.
Los revolucionarios, con miles de presos en las cárceles; con sus organizaciones suspendidas y sus locales clausurados –Casas del Pueblo incluidas–; con muchos de sus líderes en la cárcel o en el exilio; con sus concejales en los ayuntamientos sustituidos por comisiones gestoras; en una situación, en fin, nada favorable a sus intereses, convergen nuevamente hacia la izquierda republicana, iniciando el camino que les llevará de vuelta a las instituciones.
Entre crisis de gobierno –suman seis los gobiernos que toman posesión a lo largo de 1935– la situación política se va polarizando en los extremos y, lo que es peor, la sociedad entera también. No será hasta el 6 de mayo –tercera crisis del año– en que entra a formar parte del gobierno el ya jefe indiscutible de las derechas, el cedista José María Gil Robles, y lo hará como ministro de la Guerra.
De nada habían servido a lo largo de 1934 las sucesivas declaraciones de aceptación de la legalidad republicana por parte de la CEDA, y su entrada en el gobierno arrecia los ataques desde la izquierda, que considera que la República ha sido entregada definitivamente al enemigo. Sí tuvo consecuencias esta actitud posibilista de la CEDA en las derechas, donde los monárquicos de Renovación Española y los Tradicionalistas, contrarios al régimen, constituyeron en diciembre de 1934 el Bloque Nacional, arrastrando con ellos a personalidades cedistas.
Simultáneamente, el Partido Radical ha sido víctima del descrédito y de la división, dos acciones impulsadas desde las filas de las izquierdas y de la masonería.
La expulsión de preeminentes políticos radicales de la Orden por su participación, de una forma u otra, en la represión de 1934, es el tique que les llevará directamente a ser ejecutados en la eclosión revolucionaria de 1936 que sigue a la sublevación militar del 17 de julio.
Tras la votación favorable al indulto de los dirigentes revolucionarios condenados a muerte, realizada en el consejo de ministros celebrado el 29 de marzo de 1935, se produce la primera crisis del gobierno de Lerroux al dimitir los ministros de la CEDA junto a Joaquín Dualde Gómez y José María Cid Ruiz Zorrilla, ministros de Instrucción Pública y de Obras Públicas, contrarios a la decisión adoptada.
La CEDA exige entonces contar con una representación en el nuevo gobierno proporcional a su presencia parlamentaria, al mismo tiempo que las izquierdas insisten en un gobierno de concentración republicana y en la disolución de las Cortes. Ante el conflicto, el presidente Alcalá Zamora resuelve encargando de nuevo la formación de un gobierno de transición a Lerrroux de mayoría radical, sin base parlamentaria, dando entrada en el mismo a gente de su Partido Progresista, a Joaquín Chapaprieta Torregrosa en Hacienda y al centrista Manuel Portela Valladares en Gobernación.
Transcurrido el plazo reglamentario de un mes de cierre de las Cortes, y al no cambiar la CEDA de postura, con su apertura se produce una nueva crisis de gobierno, que se resuelve el día 6 de mayo bajo la presidencia de Lerroux y la entrada en tromba de cinco ministros de la CEDA y dos agrarios. Alcalá Zamora deja su impronta con la permanencia de sus amigos en los ministerios de Hacienda y Gobernación, y los incrementa con uno de los agrarios, Nicasio Velayos Velayos.
A posteriori, es fácil adivinar cuál será la política futura de Alcalá Zamora en esos momentos; no así entonces.
El 20 de septiembre, Nicasio Velayos se solidariza con el ministro de Marina Royo Villanova por una cuestión de competencias autonómicas, y provocan una nueva crisis que Alcalá Zamora aprovechará encargando su solución a uno de los suyos, Joaquín Chapaprieta. De este modo, se deshace de Lerroux –si bien permanece de ministro de Estado– y reduce la presencia de la CEDA a tres ministerios. Por debajo de esta maniobra está la gestión de las denuncias del escándalo del estraperlo, hábilmente llevada por, entre otros, Manuel Azaña.
La operación prosigue y, un mes después, tras unos días de conmoción parlamentaria, con la condena emitida por la comisión de investigación organizada al respecto, desbaratado el Partido Radical y sus hombres, salen del gobierno los radicales Alejandro Lerroux y Juan José Rocha García. Se ponía así fin al proceso iniciado cuatro años antes para la demolición de la mayor formación política republicana que no era de izquierdas, y de su líder Alejandro Lerroux.
Sustituidos ambos, el gobierno reconstituido de Joaquín Chapaprieta plantea nueva crisis de gobierno el 9 de diciembre aduciendo el no poder llevar a cabo su plan de reformas presupuestarias por falta de apoyo parlamentario. El final de la comedia se aproxima.
6) El golpe de mano presidencial
Dos años después de la pérdida del control de la República por los republicanos de izquierdas y los socialistas, termina 1935 con la recomposición de la vieja coalición gracias al tesón de dos políticos de gran alcance: Manuel Azaña e Indalecio Prieto. La liberación de Azaña por sobreseimiento de la causa que lo implicaba en la sublevación, a finales de 1934, le pone al frente de la cruzada. Y con la vista puesta en la opinión pública, desarrolla una eficaz campaña con grandes mítines y concentraciones masivas, al tiempo que consigue unir en un acuerdo de grandes líneas políticas a los dos partidos en que consiguieron reagruparse en 1934 los republicanos de izquierdas: su propia Izquierda Republicana y Unión Republicana, al que se sumó el Partido Nacional Republicano de Felipe Sánchez Román y Galliza.
Después, inició los contactos con los socialistas a través de Indalecio Prieto, consiguiendo de estos el cambio de política puesto en marcha en septiembre de 1933, que los había alejado de la cooperación con los republicanos y hecho caer en el fracaso revolucionario.
Desmantelado el Partido Radical y sentadas las bases en la izquierda para poder dar la batalla electoral, el siguiente movimiento lo hace el presidente de la República, quien como hemos visto ya ha colocado sus fichas en el tablero.
La crisis planteada por uno de sus hombres, Joaquín Chapaprieta, el 9 de diciembre, deja al aire las intenciones del Presidente, no manifestadas públicamente, de actuar progresivamente en la línea de debilitar e incluso prescindir de la CEDA, y sobre todo de no entregarle el poder bajo ningún concepto, al ser un enemigo de la República. José María Gil Robles, ministro de la Guerra, lo advierte y recurre inmediatamente a sondear la posiblidad de un golpe de Estado que se anticipe a las intenciones del Presidente. Para ello, encomienda la gestión al subsecretario del ministerio, general Fanjul , quien, reunido con los generales Manuel Goded Llopis, José Varela Iglesias y Francisco Franco Bahamonde, plantea la cuestión. Será el propio general Franco el que convenza a sus compañeros de la inviabilidad del plan.
Y el Presidente encarga la formación de gobierno a Manuel Portela Valladares, lo que hace Portela prescindiendo por completo de la CEDA el 14 de diciembre. Sin apoyos parlamentarios y con las Cortes suspendidas, el gobierno duró quince tumultuosos días, lo que condujo a una nueva crisis el 30 de diciembre.
De nuevo Portela Valladares forma gobierno, y esta vez con el fin –y a medida– de liquidar las Cortes y llevar a la Nación a una nueva consulta electoral. De poco valen las airadas protestas de las mayorías parlamentarias a las que se hurta el mandato recogido en las urnas. El Presidente por fin promete el decreto de disolución, fin último de todos los devaneos políticos de los dos últimos años, en una decisión de extraordinaria importancia, y que pocos meses después significará su propia muerte política a manos de los mismos que con tanta insistencia se la han reclamado.
La convocatoria de elecciones generales
Comienza el año 1936 en la más absurda de las situaciones políticas, con las Cortes suspendidas pero sin disolver, con un gobierno que no representa a nadie, y con el país dividido en dos y en plena campaña electoral de unas elecciones que no han sido convocadas.
La primera semana de enero está preñada de rumores que se despejan el mismo día 7, con la publicación de los decretos de disolución de las Cortes y de convocatoria de nuevas elecciones el día 16 de febrero. Por su interés se reproducen íntegros:
La detallada lectura de la exposición de motivos del decreto reproducido es la mejor clase a la que puede asistir cualquiera que tenga necesidad de estudiar a fondo el despropósito político del momento, y que entenderá perfectamente aunque sea incapaz de comprenderlo. Así eran nuestra política y nuestros políticos y aquí queda el testimonio.
Y simultáneamente, como queda dicho en el decreto de disolución, se publica el de convocatoria de elecciones:
Continuará en:
Así se reescribe la Historia. El ejemplo español. 5) La Segunda República (y IV)