El Sol iluminaba con sus primeros rayos las frías aguas del lago. El sabor amargo del café contrastaba con el dulzor de la mermelada de rosa mosqueta.
Decidimos adéntranos hacia la cordillera a pesar de que una bruma blanquecina presagiaba nieve en el camino. Ahora la ruta era de puro ripio (gravilla y tierra). Lago Posadas se encontraba a 120 kilómetros. En el camino nos encontraríamos con la estancia Paso Roballos. Cuando Chatwin la visito esta pertenecía a un canario de Tenerife, un hombre anciano con sus sueños ya perdidos.
El camino se tornó cada vez más inseguro. Los primeros copos de nieve chocaban contra el parabrisas del coche. Grupos de cóndores sobrevolaban los escasos rebaños de ovejas. Mi intención era continuar pero José me recomendó dar la vuelta.
-Una retirada a tiempo es una victoria- comentó.
Dimos la vuelta y regresamos de nuevo a Los Antiguos para dirigirnos a Perito Moreno.
Antes de llegar, una estancia llamo nuestra atención. A lo lejos, un hombre corpulento apareció en la puerta de la casa. José le grito si podíamos hablar con él. Se acerco y nos invito a entrar abriendo la pequeña cancela de madera.
En el interior de la casa una olla humeaba sobre una vieja cocina de leña. Despedía olor a cordero. Nos presentamos. El hombre se llamaba Armando, era un peón chileno nacido en Chile Chico. Al rato apareció su compañero Héctor, también chileno. Este era más retraído. Armando saco de un armario una botella de vino y lleno cuatro vasos. Mientras, José cortaba unas lonchas de chorizo que habíamos traído desde España. Brindamos por Chile.
Nos explicaron que ellos cuidaban de la estancia que se componía de seis mil cabezas de ganado ovino. Las ovejas pastaban libremente por las praderas. Ellos solo tenían que salir de vez en cuando a caballo con sus perros para tratar de ahuyentar a los pumas cada vez más presentes en la zona. Por esta causa perdían más de seiscientos ejemplares todos los años. La explotación se dedicaba íntegramente para la producción de lana.
Después de tomar los vinos y dar buena cuenta del chorizo nos enseño la nave donde esquilaban a las ovejas.
Unos cuantos fardos rebosaban de una lana de excelente calidad. Al fondo, sobre una valla de madera se secaba la piel de un enorme puma. Armando lo había matado con su revólver una semana atrás. Aquí en la Patagonia esto no está penado e inclusive te pagan dos mil pesos por cada animal y otros mil por la piel. Impresionaba con la naturalidad que lo narraba. Nos comentó que para ellos era más fácil vivir acá, en Argentina que al otro lado de la frontera. Dos kilómetros escasos los separaban de su país de origen.
Nos despedimos de ellos después de hacernos unas fotos para la posteridad. Creo que les caímos simpáticos. Yo a ellos los note felices, sin televisión, con su botella de vino y su soledad.
Horas después dejamos atrás Perito Moreno para continuar en dirección hacia el Sur. En Bajo Caracoles, un pueblo de veinte habitantes en mitad de la nada echamos combustible y charlamos unos instantes con el dueño del negocio. Se interesó mucho por el libro de Chatwin. Le echó un vistazo por encima comentándonos que era bastante verídico lo que narraba en el libro. Tomó nota para comprárselo.
A poca distancia de Bajo Caracoles, detrás de una curva de la Ruta 40 nos dimos de bruces con unas tumbas. Esta zona de la Patagonia había sido colonizada por yugoslavos. Una de las tumbas pertenecía a un croata. En otras tres figuraba únicamente la fecha de fallecimiento, todas con fechas de los años treinta del siglo pasado. Entre el viento –me cuesta creer que la gente no se trastorne con este viento incesante- y la soledad del lugar la escena era sobrecogedora.
Pasados unos minutos nos cruzamos con un ciclista. Pensé que era imposible que alguien tuviera el valor de marchar por esta ruta en bicicleta con vientos en contra que superaban con creces los ochenta kilómetros por hora. Paramos el coche a su altura para saludarlo. Nos dijo que era de Nueva Zelanda. Nos pidió agua. También le dimos fruta que devoro con ansiedad. Sobre el manillar de la bicicleta portaba la pierna de una llama que un rato antes había cortado a una que se había enredado en las alambres de la valla que protege la carretera. Esa iba a ser su cena. ¡Qué cojones tenía el hombre!
A las siete y media de la tarde llegamos a Gobernador Gregores, una pequeña ciudad resguardada de los fríos vientos por su ubicación en el Valle del Río Chico. Aquí se producen extremos térmicos que van de los 33.7°C en verano a -22.4°C en invierno. Encontramos alojamiento en un extremo de la ciudad. El individuo que lo regentaba era un fanático de la caza en África. Confidencialmente nos conto que en Kenia le habían ofrecido un trofeo de caza excepcional: matar a un hombre negro. Era algo habitual en África solo por el morbo de saber que se siente asesinando a un humano. Espero que rechazara la oferta. A mí esa noche me costó conciliar el sueño. ¡Malditos hijos de puta!