En Octubre de 1917, la misma madrugada del golpe de Estado bolchevique liderado por el Comité Militar Revolucionario de los Soviets (Lenin todavía se encontraba medio escondido, de incógnito -según su biógrafo Robert Payne- tras su refugio en Finlandia y con dificultades para regresar al cuartel general de los comunistas, el Instituto Smolnyi en San Petersburgo), Trotski hizo famosa en un discurso la condena de los populistas, mencheviques y otros grupos socialistas y demócratas menores “al basurero de la Historia” (cita recogida en las memorias de 1921 por el testigo N. N. Sukhanov, The Russian Revolution 1917, New York, 1962, p. 640; Richard Pipes, The Russian Revolution, New York, 1990, p. 498; Robert Service, Trotski. Una biografía, Barcelona, 2010, p. 258). Casi cien años después, irónica y paradójicamente, también han ido a parar al basurero de la Historia el trotskismo y el leninismo, es decir, el bolchevismo y casi todos los partidos comunistas del mundo (excepto, al parecer, en España, donde camaradas seniles como Anguita y bisoños como Garzón sostienen o creen que están “de moda”, con el apoyo de Podemos y otras “mareas” y “vómitos” periféricos). También se encuentran en tan indigno paradero algunos partidos socialistas históricos, como el estadounidense, el italiano, y los de casi todos los países del Este de Europa -que experimentaron el “socialismo real”. Mi impresión es que pronto ocurrirá otro tanto con el resto, tras periodos de irrelevancia política, como estamos ya casi observando en Austria, en Francia y, sin ir más lejos, en España. Contrariamente a lo que piensa mi colega Ramón Cotarelo (ABC, 5 de Mayo de 2016), los 100 años de historia del PSOE no son garantía de nada: véase en qué han quedado los 100 años de historia del PSOR (partido socialista obrero ruso, es decir, el conjunto de mencheviques y bolcheviques), protagonistas junto al impresionante conglomerado numérico de populistas/social-revolucionarios en la Revolución soviética de 1917.
Por supuesto, hay partidos-basura que están destinados al basurero más pronto que tarde. Es el caso, por ejemplo, de los basura-batasunos en Vascongadas y Navarra, y de los CUP y otras sectas del “paraíso de todos los revolucionarios y chiflados” en que se convirtió Cataluña (según describiría Ernest Hemingway e intuyó George Orwell durante la Guerra Civil), desde el lejano precedente de la “Semana Trágica” hasta nuestros días.
Que las izquierdas colectivistas hayan terminado en (o sea su destino ineluctable) el basurero de la Historia no debería sorprendernos, dada su recurrente negación a confrontar la realidad de las sociedades humanas y el legítimo deseo de sus individuos/ciudadanos de progresar en libertad y libre competencia bajo el Imperio de la Ley. El problema es que el socialismo genérico ha contaminado a las ideologías y partidos de las derechas, es decir, todo el espectro liberal-conservador que constituye la base sólida sine qua non del capitalismo libre y de la democracia constitucional, como ya advirtiera Friedrich Hayek en la famosa dedicatoria a su obra clásica de 1944, The Road to Serfdom (Camino de servidumbre): “A los socialistas de todos los partidos”.
Partidos y Partitocracia.
El historiador británico Paul Johnson, en un memorable artículo hace ya una década que titulaba con dos interrogantes “¿Necesitamos los partidos políticos? ¿Llevaba razón Washington?” (Libertad Digital, 30 de Mayo de 2006), escribía: “¿Necesitamos los partidos políticos? Rara vez se plantea esta cuestión. Quizá debiéramos formularla de otra manera: ¿hasta qué punto necesitamos a los partidos políticos? Porque, ciertamente, el costo moral de tenerlos es elevado, y sigue creciendo. Gestionar y promover partidos políticos sale muy caro en el siglo XXI”. Paul Johnson destacaba la financiación de los partidos como el origen de la corrupción, y reflexiona: “Los occidentales deberíamos reflexionar acerca de cómo pasar sin partidos todopoderosos y altamente organizados, o al menos sobre cómo reducir su influencia. ¿Por qué no promover que se presenten a las elecciones individuos más independientes?”. Creo que mis jóvenes amigos del grupo Floridablanca son un ejemplo admirable de esta línea de reflexión en el centro-derecha de España. No acabo de ver un equivalente tan claro en el centro-izquierda, ya que observo en Ciudadanos una cierta incapacidad lastrada por la ambigüedad ideológica que le caracteriza (y el oportunismo de muchos de sus militantes de aluvión).
Cuando los norteamericanos estaban construyendo la primera democracia liberal de la historia, uno de sus arquitectos, James Madison, escribía que había “que suavizar y dominar la violencia del espíritu de partido (…) un espíritu faccioso que ha corrompido nuestra administración pública (…) generando división de la sociedad en diferentes intereses y partidos (…) diferentes opiniones…distintos caudillos…mutua animosidad y enemistad… distintos bandos sociales y distintas clases (…) La conclusión a que debemos llegar es que las causas del espíritu de facción no puede suprimirse y que el mal solo puede evitarse teniendo a raya sus efectos” (The Federalist, X, New York, 1787). Como es sabido, la fórmula era democracia representativa versus democracia directa, bajo la ley, eliminando los factores de violencia e intolerancia en la vida de los partidos. El presidente Washington lo expresó en su discurso de despedida, condenando el “spirit of party”: “la sustitución de la voluntad de la Nación por la voluntad del Partido (…) que subvierte el poder del Pueblo y usurpa para el Partido el control del Gobierno (…) generando la dominación de una facción sobre otras, afilada por un espíritu de resentimiento (…) que conduce a un permanente despotismo.” (Farewell Address, 1796). A algo parecido apelaría, en vano, el Marqués de Lafayette, en medio del “espíritu revolucionario” de Francia en 1789 invocando “el reino de la ley frente al reino de los clubs” (cit. por F. Hayek, The Constitution of Liberty, Chicago, 1960, p. 195).
No obstante, entre los Federalistas americanos el alter ego del presidente Washington, Alexander Hamilton, y asimismo los Demócratas James Madison y Thomas Jefferson, siguiendo al escocés David Hume y al británico Edmund Burke, fueron de los primeros en admitir, pese a las inconveniencias, la necesidad de los partidos en las democracias liberales y constitucionales. En España lo harán también monográficamente, con estudios de base empírica, escritores políticos como Andrés Borrego (De la organización de los partidos políticos, Madrid, 1855), Álvaro Figueroa y Torres (Biología de los partidos políticos, Madrid, 1892), y, dentro de estudios generales sobre el parlamentarismo, autores como Azcárate, Costa, Posada, etc.
El neologismo “partitocracia” aparece como título de uno de los libros del malogrado pensador conservador español Gonzalo Fernández de la Mora (La Partitocracia, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977). Malogrado, aparte de su temprana desaparición, en el sentido de que su advertencia al inicio de la democracia en España, no pudo evitar que el proceso degenerara en partitocracia, especialmente después del infame 23-F de 1981, primer gran “agujero negro” con que comenzó a corromperse la hasta entonces “inmaculada” Transición y el normal comportamiento de los partidos políticos.
El concepto de partitocracia, según reconoce Fernández de la Mora, a partir de la teoría de las élites (G. Mosca y V. Pareto) tiene su primer exponente en el bielorruso M. Ostrogorski con su clásica obra, en dos volúmenes y editada el mismo año en inglés y en francés, La democracia y la organización de los partidos políticos (London/New York y Paris, 1902; no 1900, como incorrectamente el autor español consigna), y en cierto modo también, como apunta, en Joaquín Costa y colaboradores con su famosa obra Oligarquía y caciquismo como forma actual de gobierno de España: urgencia y modo de cambiarla (Madrid, 1902), que “no es en rigor una monografía de teoría general de los partidos políticos (…) pero su interés estasiológico es notorio.” (La Partitocracia, pp. 267-268).
En realidad Ostrogorski, analizando los caucus y las convenciones de los partidos americanos, ya había presentado temprana y claramente la hipótesis de la partitocracia en 1899: “La soberanía del Estado y la soberanía del pueblo no son más que palabras vacuas, carentes de significado, si la libertad de elección fuera controlada por las regulaciones partidistas” (“The Rise and Fall of Nominating Caucus” (American Historical Review, 2, Dec. 1899, p. 283). Ostrogorski desarrolla empírica y ampliamente dicha hipótesis en las 1.521 páginas de la edición –cito la inglesa- de Democracy and the Organization of Political Parties (1902) y en el ensayo posterior Democracy and the Party System in the United States (1910). Refiriéndose al primero, escribe Fernández de la Mora: “Con este libro, que propone la sustitución de los grandes partidos permanentes y muy organizados, por corrientes temporales y de objetivo muy concreto, se cierra la primera época de la estasiología” (La Partitocracia, p. 17). Efectivamente, a partir de principios del siglo XX se inician en las elecciones americanas el sistema de “primarias” (en Minnesota, Wisconsin, etc.), que convertirá progresivamente a los grandes partidos permanentes en grandes coaliciones laxas de corrientes temporales y concretas que hoy conocemos, purificando ejemplarmente la democracia de partitocracia.
Como es sabido, tras Ostrogorski –y eventualmente teniendo en cuanta algunos comentarios críticos de León Trotski, de Rosa Luxemburgo y de otros marxistas a la propia teoría leninista de la “organización” y la “vanguardia”-, Roberto Michels (1911), Joseph Schumpeter (1942) y Maurice Duverger (1951) elaborarán tratados académicos sobre los partidos y el problema de la partitocracia que siguen estando plenamente vigentes.
La crisis de la democracia española (repensando la UCD).
Creo que la partitocracia está en la raíz de la corrupción de la presente crisis de nuestra democracia, todavía no consolidada, crisis política naturalmente magnificada por la crisis económica. Una de las pocas obras historiográficas de calidad académica sobre la UCD se la debemos a Silvia Alonso-Castrillo (La apuesta del centro. Historia de la UCD, Alianza editorial, Madrid, 1996), que junto a otros análisis politológicos en los 80s y 90s (M. Caciagli, L. García San Miguel, R. Gunther, J. Hopkin, C. Huneeus…) y al riguroso estudio del historiador Juan Francisco Fuentes (Adolfo Suárez. Biografía política, Planeta, Barcelona, 2011), constituyen una buena base para repensar el papel histórico del partido protagonista de la Transición política en España, la Unión de Centro Democrático.
Tangencialmente, dos colegas y amigas mías, las profesoras Lourdes López Nieto (Alianza Popular: Estructura y evolución electoral de un partido conservador, 1976-1982, CIS, Madrid, 1988), y Elena María García-Guereta (Factores externos e internos en la transformación de los partidos políticos: el caso de AP-PP, Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones, Madrid, 2001) –aparte del conocido asesoramiento del también amigo mío José María Marco en la obra de José María Aznar (España. La Segunda Transición, Espasa-Calpe, Madrid, 1995)- han analizado con rigor otros partidos u otras corrientes de centro-derecha, al margen o internas a UCD, que finalmente confluirían en el nuevo PP. En conjunto las obras mencionadas nos proporcionan los análisis objetivos pertinentes al conglomerado ideológico/sociológico que históricamente envolvió a la UCD (a las “derechas” liberal-conservadoras y al “franquismo sociológico”, donde por cierto no estaban ausentes ciertas actitudes estatistas “sociales” o “socialdemócratas”) en los primeros pasos de la democracia española tras la muerte del general Franco.
Un aspecto excepcional de la UCD fue el intento, breve pero exitoso entre 1977 y 1980, de coaligar corrientes políticas diversas - nada menos que 15 mini-partidos liberales, democristianos y socialdemócratas, incluyendo en éstos a los “azules”- superando el “espíritu partidista” (como invocarían eficazmente Madison, Washington y los Federalistas en los Estados Unidos) o el “reino de los clubs” (como propondría sin éxito el Marqués de Lafayette en la Francia revolucionaria). Silvia Alonso-Castrillo identifica muy bien, las causas internas y externas del fracaso del experimento centrista, y particularmente los efectos negativos de los “tránsfugas” de centro-izquierda (con Hayek diríamos “los socialistas de todos los partidos”): demócrata-cristianos como Oscar Alzaga y Miguel Herrero de Miñón, y social-demócratas como Francisco Fernández Ordóñez y el propio Adolfo Suárez (Ob. cit., p.548). Ciertamente, la UCD no consiguió trascender su naturaleza de coalición (Catch All Party) y convertirse en un partido organizado y disciplinado, pero yo creo que esa era precisamente su mejor cualidad para evitar caer en la partitocracia. Pienso que quizá la UCD se adelantó a su tiempo.
La autora concluye: “Propongo, pues, una lectura positiva de la disolución de la UCD. Esta desaparición contribuyó a que el centro renaciera de sus cenizas. Al diseminarse, los hombres que habían conformado el equipo gubernamental aportaron su moderación por doquier. Antes de la UCD, había una derecha muy de derechas y una izquierda muy de izquierdas. Después de la UCD, existen un centro-derecha y un centro-izquierda, llamados a sucederse en el poder. Podemos hoy razonablemente esperar que a ninguno de los españolitos una de las dos Españas vuelva a helarle el corazón” (ob. cit., p. 554).
Si se me permite un juego de palabras, preguntaría: ¿Podemos hoy razonablemente esperar que Podemos no nos helará a alguno el corazón? Cuando una cultura política está impregnada de resentimiento y guerracivilismo (“el miedo va a cambiar de bando”, promete Pablo Iglesias), hay que invocar los ejemplos de moderación, tolerancia, libertad e imperio de la ley que, por ejemplo, la UCD intentó en su momento, y que Hayek (como un eco de Tocqueville) expresó en la dedicatoria de su obra emblemática: “To the unknown civilization that is growing in America” (The Constitution of Liberty, Chicago, 1960, p. iv). Aunque Tocqueville hizo referencia al “excepcionalismo americano”, tenemos que ser conscientes –pese al papanatismo español que padecemos de cualquier signo, y el que nos invadirá con motivo de la visita próxima del presidente de los Estados Unidos- que la reciente experiencia del régimen Obama y su legado son, precisa y paradójicamente, una excepción al referido excepcionalismo.