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COLZA, ¿MORTAL O SALVADORA?

Campos de colza en Villadangos (León). Foto: La Crítica

En el 35 aniversario de la tragedia de la colza en España

Por Lenny Flames para La Crítica / 2 Mayo 2016

Lunes 02 de mayo de 2016

“El bichito que si se cae de la mesa se mata”

¿Qué son esos inmensos campos amarillos de nuestro querido León y otras zonas de España en los que se pierde la vista y que en estas fechas se pueden apreciar hasta en las fotos de color de los satélites? –Es la colza, amigo mío...



Son variedades genéticamente modificadas de la nabiza, rabanillo o nabo silvestre que nuestros padres escardaban de los campos por ser mala yerba que no dejaba crecer los trigales. Por aquello de la política agraria común (PAC) y por la moda de los combustibles “bio”, la que fuera planta maldita salva ahora a nuestras abejas y a los agricultores que, por los caprichos de Bruselas, tuvieron que abandonar la remolacha y otros cultivos tradicionales. Bueno, por eso y porque, como no podía ser de otra forma, está subvencionada.

“El bichito que si se cae de la mesa se mata”

Se cumplen en mayo 35 años de los primeros casos de lo que al final se conoció como el “síndrome tóxico del aceite de colza desnaturalizado". Para aquellos más jóvenes vale recordar que el síndrome en cuestión se llevó por delante nada menos que 1.100 víctimas mortales y del orden de 30.000 afectados graves de los que alguno aún vive con sus secuelas.

El hecho es que en la primavera de 1981 los hospitales empezaron a llenarse de enfermos que, entre otros síntomas como dolores abdominales y articulares, presentaban un síndrome respiratorio agudo similar a la neumonía por lo que inicialmente se denominó a esa epidemia como “neumonía atípica”. La alarma social llegó a tal extremo que las autoridades sanitarias tuvieron que dar explicaciones tras las primeras muertes y como no tenían ni puñetera idea, ¿qué mejor para estos casos que el ministro del ramo, que en base al principio de Peter suma todas las sabidurías…? Allí que salió a dar la cara en televisión Sancho Rof a la sazón Ministro de Sanidad y en una rueda de prensa improvisada que recuerdo muy bien se despachó con:

”…Es menos grave que una gripe. Del bichito conocemos el nombre y el primer apellido, nos falta el segundo, pero el bichito es tan insignificante que si se cae de esta mesa se mata”.

Estas son las declaraciones más esperpénticas y ridículas que he escuchado en mi vida y dudo que puedan ser superadas por ningún político actual a pesar de que alguno se aproxima bastante.

Tan solo un mes más tarde se descubrió –exclusivamente por investigación epidemiológica– que del micoplasma saltarín de un solo apellido nada de nada pero sí podía haber una relación directa entre el consumo de aceite de colza –inicialmente destinado a uso industrial para lo que le añadían un colorante y así evitar su desviación a la industria alimentaria– y la enfermedad. Ese aceite era una partida de varios miles de toneladas que España tuvo que comprar forzosamente a Francia por aquello de los acuerdos aun siendo nuestro país excedentario en aceite de oliva. El aceite de colza sin desnaturalizar era consumido habitualmente en muchos países del mundo por lo que los defraudadores del momento pensaron que si eliminaban el colorante con altas temperaturas podían forrarse. Así y todo puedo asegurar que el aceite adulterado tenía un sabor agradable con un ligero toque a cordero. Compré varias garrafas pues se vendía en mercadillos y tiendas de barrio sin ningún problema. Aunque se comercializó por toda España fueron Madrid y Castilla y León las zonas más afectadas.

A pesar de quedar probado por sentencia judicial que había una relación directa entre el consumo del aceite adulterado y la enfermedad, las sombras siguen existiendo pues las únicas pruebas fueron epidemiológicas y nunca pudo saberse cuál fue el mecanismo de acción en el organismo de los afectados, sobre todo teniendo en cuenta que paradójicamente afectaba a unos y no a otros, incluso en la misma familia, y tampoco podía argumentarse de manera clara predisposición genética pues hermanos gemelos que la habían consumido unos enfermaban y otros no. Hubo –y sigue habiendo– teorías de todo tipo, desde pesticidas experimentales a otros organofosforados que, a través de hortalizas, pudieran haber reaccionado de alguna manera con el aceite. Incluso se habló de envenenamientos radiactivos, cómo no, de la Base de Torrejón. La versión oficial sostuvo que las anilinas añadidas podían reaccionar con los ácidos grasos en la destilación o en el mismo proceso de fritura dando lugar a compuestos desconocidos y mortales.

Jugando a investigador

Andaba yo por aquellas fechas de dieta vegetariana más pendiente de mi figura que de mis estudios por lo que no dudé en coger un puñado de brotes de patata. Sí. Los “guíos” –esos tallos tiernos de verde blanquecino que salen de las patatas viejas cuando llevan mucho tiempo almacenadas– de la bodega donde las conservaban mis padres para hacerme una ensalada.

–Estás loco –dijo mi padre–. No pensarás comerte eso. Es veneno puro. Nunca se ha comido y no conozco bicho alguno que lo coma.

–Pero si parecen esparraguitos tiernos –dije yo incrédulo.

–Ya, si eres capaz de que algún animal lo coma te puedes hacer una ensalada o… una tortilla si quieres.

No tardé ni dos minutos en ofrecer un par de tallos a la burra atada a la puerta de la bodega. Era normal ir a la bodega con la burra pues distaba aquella unos ochocientos metros del pueblo y se volvía cargado de vino –me refiero especialmente a botellas pues no siempre se bebía tanto como para necesitar volver a lomos– además de patatas y otras cosas que se almacenaban a la frescura. La burra los olió, apartó la cabeza y lanzó un resoplido que hizo vibrar sus belfos como si fuera un estornudo. Mi padre, que se percató del detalle, esbozó una discreta sonrisa y volvió la cara tal vez para seguir riendo sin tapujos. En cuanto llegué al pueblo eché en la pila de los cerdos cuatro o cinco tallos con parecido resultado, parecía que querían comerlos pues movían la cabeza repetidamente y juraría que hasta los metieron en la boca. Pero no comieron ni uno. Otro tanto pasó con los conejos, hicieron el mismo caso que si les hubiera ofrecido una zapatilla. Eso ya era el colmo. No me quedaban dudas de la sabiduría acumulada que atesoraba mi padre, pero la curiosidad, que siempre fue mi perdición, me reconcomía por dentro por saber por qué ningún animal comía esos tallos. ¿Qué veneno o substancia tenían los guíos de la patata? Tenía que averiguarlo.

No voy a entrar en detalles de mis experimentos juveniles que con ese motivo hice con los gazapos que cuidaban mis padres en el corral y que se convirtieron en conejillos de indias, esencialmente porque el resultado fue desastroso al no adecuar las dosis al potencial mortífero que tenían esos tallos. El hecho es que el fatal desenlace espoleó aún más mi curiosidad por conocer el veneno causante de tal desastre. Entonces no había internet por lo que me vi obligado a consultar en varias bibliotecas para tener una idea aproximada. El culpable de todo aquello eran los alcaloides de la patata, en especial la solanina, que se acumulan en los tallos jóvenes, piel verde y patatas viejas mal conservadas. Seguramente sea un mecanismo de defensa de la planta para defender sus brotes de los que quieren comerlos.

Me llamó poderosamente la atención saber que la intoxicación por solanina cursaba con síntomas muy parecidos a los de los afectados por la neumonía atípica, por entonces en boca de todos, por lo que empezaron mis sospechas de que pudiera haber una relación, mucho más al conocer que, en esa bien avanzada primavera, todos los afectados eran de origen humilde, es decir consumían patatas viejas con preferencia a las nuevas que eran más caras. Ya por entonces y gracias al Dr. Tabuenca del Hospital Niño Jesús, se sospechaba que el aceite de colza desnaturalizado podía estar relacionado con las muertes, pero como a mi entender tenía que haber algo más pues, además de las razones expuestas, hubo provincias en las que se vendió mucho aceite y apenas hubo afectados, mis sospechas tenían cierta lógica.

Como mis conocimientos no daban para más expuse mis inquietudes a un licenciado en Farmacia amigo mío que dirigía investigaciones y diseñaba medicamentos para el Instituto Farmacéutico del Ejército y por aquel entonces estaba preparando unos reactivos para detectar drogas en los cuarteles. Se tomó el asunto con mucho interés y, tras una semana de trabajo, me dijo que era una idea excelente, que había avanzado mucho puesto que curiosamente las grandes intoxicaciones por solanina que había documentadas se habían producido en cuarteles militares y existía una bibliografía amplia. Al igual que a mí le resultaba chocante la coincidencia de los síntomas con los hallados en los afectados por el aceite de colza.

Cuando, con sus medios, las investigaciones habían tocado techo y no podía avanzar más, las trasladó al Instituto de Majadahonda que centralizaba las investigaciones oficiales sobre el síndrome. Según expertos de ese Instituto, era perfectamente posible que glicoalcaloides como la solanina o la chaconina presentes en patatas mal conservadas pudiesen reaccionar durante la fritura con las anilinas o ácidos grasos del aceite de colza dando lugar a compuestos desconocidos y mortales. Pero todo ello era imposible de demostrar en aquel momento. Y ahí quedó la cosa. Fue una de tantas teorías sobre el verdadero causante del síndrome tóxico que quedó sin investigar. Hoy todavía no se saben las causas. Muchos científicos de entonces y de ahora siguen dudando de la versión oficial.

Por si acaso, como consejo personal, huya del aceite de colza que, por mucho que se consuma en Europa y sea adecuado para combustible biodiesel, es tóxico para muchos animales. Además, procure comer patatas nuevas que no tengan absolutamente nada de verde en su piel, y si es posible con aceite de oliva. Y si cuando vea esos hermosos campos amarillos asocia a la colza con una planta asesina deseche la idea. Hoy es nuestra salvadora. Después de todo (salvo si nos creemos que es verdad todo lo que se prueba en las sentencias ¿…?) tal vez la causa fuera otra distinta, aunque nunca la del bichito del ministro que si se cae de la mesa se mata.

Lenny Flames