... gracias a la constante homilía de una izquierda sectaria que no cesa de predicar este concepto.
La intención no es nada subliminal, es palmaria y evidente. No hay una sola manifestación callejera que convoque el PSOE. IU o los sindicatos afines, en que no luzcan multitud de banderas republicanas (que, dicho sea de paso, son inconstitucionales), acompañadas, eso sí, de hoces, martillos, estrellas de cinco puntas y puños con rosas. Todo ello en una reivindicación, mucho más política que económica, de algo que está lo bastante claro para quien cree tener una revolución pendiente, revolución ya fracasada y condenada en esa Europa a la que tanto nos queremos parecer.
La izquierda, que se autoconcede un enorme plus de legitimidad política, proclama de forma increíblemente sectaria que es la auténtica depositaria de las verdaderas esencias de la democracia., Afirma, en el ejercicio de su ideología, que la derecha no representa otra cosa que el sometimiento a la tiranía, y no tiene ningún empacho en hacer exaltación de sus ideales excluyentes y ha dado en la increíble mendacidad de afirmar a bombo y platillo que no habrá verdadera libertad ni democracia hasta que la república no se reinstaure en España, porque, además, con la república, vendrá el verdadero triunfo de las izquierdas.
Un somero examen de las dos repúblicas que padecimos en España, desmiente de raíz este modo de enjuiciar la política.
Vale la pena recordar que la primera república, con su insensato federalismo, tan democrático y tan liberal, dividió el país en diez y siete estados y que acabaron por declararse la guerra unos a otros. El recuerdo de Cartagena abochorna a cualquier persona sensata, sea de la tendencia política que sea. Igual pasó con Granada declarando la guerra a Cádiz, o con Jumilla haciendo lo propio con Murcia, mientras los apóstoles Pi i Margall o Salmerón cantaban las excelencias democráticas de un izquierdismo ya entonces trasnochado y disgregador.
La segunda república, de cuya legitimidad de nacimiento habría mucho que discutir, transmitió siempre el mensaje que para ser republicano había que ser de izquierdas y así, en cuanto hubo tres (solo tres) ministros de derechas en el gobierno de Lerroux, se produjo en toda España la vergonzosa sublevación de octubre de 1934, con el ridículo pretexto de que el señor Gil Robles y sus votantes de derechas eran una cuadrilla de fascistas. Y no se yo, si nos atenemos al ideario socialista, anarquista o comunista de aquel entonces, si era peor el fascismo hitleriano, con sus campos de exterminio, que el llamado socialismo real, o sea el comunismo stalinista, con sus gulags, sus purgas y sus progrooms antijudíos, o el pistolerismo anarco-sindicalista, poniendo bombas asesinas, como, por ejemplo, la del Liceo de Barcelona, por el simple hecho de que a la ópera acudían los ricos y los empresario, clase a la que había que eliminar en gracia a la igualdad social.
Tampoco parecía muy democrática la moda republicana de quemar iglesias y conventos y perseguir con inusitada saña a los enemigos políticos, y tampoco quiero extenderme en consideraciones sobre las checas y asesinatos “populares” que comenzaron con la república.
Este era el comunismo que el luchador por la democracia, llamado Lenin español, Largo Caballero, obedeciendo estrictas órdenes de Moscú, quería implantar en España, o el comunismo libertario que pretendían los líderes de la CNT-FAI, estúpidamente utópicos, como el Noy del Sucre o Andrés Nin, sujeto este último a quien asesinaron precisamente los republicanos de izquierdas, obedeciendo sin rechistar órdenes estalinistas.
Enseguida se defenestró al Presidente Alcalá Zamora, precisamente por provenir de la derecha y, en cuanto se instauró la república, comenzó a elaborarse la “Ley de defensa de la república” que se promulgó antes de finalizar el año 31, concretamente el 29 de octubre, dándose más prisa en elaborar aquella normativa sectaria que en establecer una Constitución republicana garantista de todas las tendencias, ideas y partidos políticos.
En ésta ley, se sancionaba con penas muy graves a quienes hicieran apología de la monarquía o a quienes exhibieran símbolos monárquicos y se prohibían reuniones o manifestaciones que exaltaran la figura real. Además, se atribuían a la autoridad gubernativa facultades para clausurar cualquier asociación o centro de matiz monárquico, con justificaciones tan evanescentes e inconcretas como que pudieran alterar el orden público con sus reuniones y manifiestos.
Por el contrario, a estas gravísimas mutilaciones de la tan cacareada libertad de expresión republicana, puede oponerse objetivamente el hecho de que durante la monarquía existía legalmente constituido un partido republicano que libremente hacía propaganda de sus aspiraciones políticas sin que nadie le inquietara en el legítimo ejercicio de las manifestaciones de su ideología.
Este es, pues, el concepto de la libertad de que hizo y hace gala la izquierda republicana. Esta es su democracia y este es su talante, y su odio visceral a la institución monárquica no es otra cosa que la repulsa a cuanto hay de aristocrático, de noble y de distinguido en una sociedad en la que, como en todas, necesariamente, tienen que existir aristocracias, tanto de la inteligencia, como del dinero y de la sangre, pues no somos todos iguales ante las realidades objetivas, aunque sí lo seamos en derechos ante la ley. Y esta afirmación no es mía, sino de un personaje tan demócrata y tan cultivado como el autor de “La democracia en América” Alexis de Tocqueville, que insistía en la necesidad de que entre el Estado y la ciudadanía tienen que existir los llamados poderes intermedios.
La desigualdad, pese a quien pese, es connatural al hombre, incluso me atrevería a decir está ínsita en la más pura esencia de la naturaleza. En todos los seres vivos hay desigualdades, incluso desigualdades profundas, (léase a Darwin, hoy tan actual todavía) y se quiera o no, unos seres prevalecen sobre los otros, lo que no empece al hecho de que el buen gobierno sea el arte de tratar al ciudadano como individuo, que por ser humano, es detentador de derechos inherentes a tal condición, equiparando a todos ante la ley para que las desigualdades, sean biológicas o sean de fortuna, no impidan que la justicia en su más puro sentido, llegue a todos por igual y sin distinción.
Así pues, el rencor hacia la monarquía, hacia la nobleza y hacia la riqueza, no es sino envidia de la más mezquina condición. Si yo no puedo igualarme por arriba, que me igualen por abajo. Todos plebeyos en la más soez acepción del término.
Vivimos una época en la que se ha acabado con los buenos modales, con la caballerosidad, con el bien parecer y con la nobleza en su más prístino sentido. Y ello, por desgracia, está llegando incluso a los estamentos más elevados de la sociedad, a aquellos que por su condición y nacimiento debieran ser ejemplo para los demás. Pero el sistema educativo que padecemos acabará por terminar con cuantos valores estaban vigentes hasta hace poco tiempo, gracias a la dejación, al odio a lo superior y a la Educación para la ciudadanía, por no hablar también de un mal interpretado laicismo combativo de las creencias religiosas tradicionales en España, aunque muy tolerante y contemporizador con el Islam.
Se acabaron la distinción y la elegancia; sobre todo la que Ortega llamaba elegancia espiritual. Hay que derribar la monarquía, porque es símbolo de la reacción y, más aún. desgraciada herencia del odiado franquismo, sin tener, ni remotamente, en cuenta que más vale, en puro pragmatismo político tener un rey que esté por encima de los partidos que un Presidente que, al fin y al cabo, provendrá de un partido y será más proclive a su procedencia política (aproximadamente y en el mejor de los casos un 50% del electorado) lo que le impedirá, por muy buena voluntad que tenga, ser el presidente de todos, porque las ideologías, por desgracia, son simples y puros dogmas de fe, aunque secularizados.
Así pues, y resumiendo: se trata, como decía el anteriormente citado maestro don José Ortega y Gasset, de establecer la difusa y tiránica voluntad del “demos”. Todos somos iguales, acabemos con los superiores, fuera reyes, nobles y ricos, fuera cuanto nos recuerde algo elevado, elegante, aristocrático o simplemente superior. Seamos todos ciudadanos de a pié.
Es decir, todos pedestres…