La familia de mi madre era oriunda de Castrillo de las Piedras, el pueblo más cercano a la Casa del Monte de don Moisés Panero y doña Máxima Torbado, padres de los poetas Juan y Leopoldo Panero. La finca era una residencia de verano en medio de un bosque de encinas, con una casa principal, una casita para los guardeses (que precisamente, durante algún tiempo, fueron mis abuelos) y un gran palomar. Aunque mis padres residían en Astorga, en primavera-verano disfrutaban algunas estancias en la casita de mis abuelos, donde casualmente mi madre me dio a luz.
Mi abuela me contó algunas anécdotas del joven Leopoldo durante los años de la guerra civil o en la posguerra. Una vez regresó a la Casa del Monte, a altas horas, en compañía de sus amigos -todos borrachos- procedentes del baile en el Casino de Astorga, y comenzaron a romper con sus puños, pronto ensangrentados, los cristales del mirador en la residencia, rimando enloquecidos entre carcajadas: “¡Que pague Moisés, que es burgués!”. En otras ocasiones, más tranquilo y cercano, se sentaba junto a ella, ayudándola a desplumar pichones en el palomar.
Cuento esto porque mis primeros recuerdos de los Panero están asociados a la Casa del Monte y a las historias que mi abuela y mis padres me han contado o yo me he imaginado vivir. Por ejemplo, esta escena primaveral o veraniega: un día caluroso y con el sonido de las cigarras de fondo, en una mesita de mármol redonda (como la de los viejos bares), a la sombra de una gran encina, Leopoldo Panero está escribiendo con su estilográfica en unas cuartillas. Viste pantalón de algodón blanco, chaqueta de pana beige, y camisa blanca abierta, sin corbata.
No sé si lo he visto o me lo han contado. Quizás también puede que lo haya visto en una vieja fotografía… Por cierto, Leopoldo Panero tenía una cámara fotográfica y personalmente hizo, en la finca del Monte, las primeras fotos que yo recuerde de mis abuelos, de mi madre todavía soltera y de sus hermanos, fotos en blanco y negro de gran calidad.
Muchos años más tarde -yo tendría en torno a los seis o siete años y mis abuelos ya habían dejado la casita del Monte-, en la Plaza Mayor de Astorga, recuerdo a mi madre hablando un rato con una señora muy elegante y educada, y que después de la conversación, yendo hacia casa, mi madre me comentó que tal dama era Felicidad, la esposa de Leopoldo Panero, quienes habían regalado a mis padres por su boda una lámpara de plata maciza y estilo muy barroco que teníamos en casa.
Creo que esta escena del encuentro de mi madre con Felicidad Panero en la plaza Mayor de Astorga (alguna vez acompañada de uno o los dos hijos pequeños, Leopoldo María y Moisés “Michi”) se repitió otros años, siempre durante las vacaciones del verano.
La última vez que vi al poeta, y me dirigió unas palabras que no recuerdo (supongo que me preguntó por mis estudios o algo así), fue el martes de Agosto de 1962 justamente antes de su muerte el sábado o domingo siguiente. Era, como todos los martes, día de mercado. Yo acompañaba a mi madre en la Plaza del Ayuntamiento, donde había, entre otros, un puesto de libros usados. Leopoldo Panero iba acompañado de sus dos hijos menores, Leopoldo María y “Michi”, y se habían detenido ante el puesto de libros. Al ver a mi madre, se saludaron e intercambiaron algunas palabras. No me acuerdo muy bien de qué hablaron (creo que de ambas familias, de mi abuela ya viuda entonces residiendo en Argentina, y de la Casa del Monte, donde veraneaba Panero con su familia y donde moriría poco días más tarde), porque yo estaba más pendiente de observar lo que hacían sus hijos, aproximadamente de mi edad. Años más adelante me haría amigo de “Michi”, durante sus vacaciones de verano en Astorga, en los guateques con la pandilla de chicas que llamaban “Las Balubas” y en los bailes de las Fiestas en el Casino.
Pocos días después del encuentro en la Plaza Mayor, asistí al entierro del poeta astorgano con mi padre y una gran multitud (en procesión desde la iglesia de Santa Marta, donde tuvo lugar el funeral), y recuerdo perfectamente a su hijo mayor, Juan Luis Panero, a la puerta del cementerio de Astorga recibiendo el pésame de los asistentes.
Casualidades de la vida, mucho después de la muerte de Leopoldo Panero, llegaría a tener relaciones con algunos de sus amigos en Madrid: con don Carlos Ollero y don José Antonio Maravall, profesores míos en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Al “polémico” –según Felicidad Blanc- amigo suyo (y de José Antonio Primo de Rivera), el poeta Luis Rosales, lo conocería como vecino en la misma casa de la calle Altamirano, 34, de Madrid, “La Casa Encendida” (yo residía, siendo estudiante universitario, en el 5º piso con Emilio Alonso, sobrino de Ricardo Gullón, y Rosales con su familia en el 6º). Años más tarde, alguna vez acompañando a don Enrique Tierno Galván, presencié encuentros entre ambos en la cafetería del Instituto de Cultura Hispánica o en algún restaurante del barrio de Argüelles-Moncloa.
Caso especial fue mi relación con Ricardo Gullón, al que conocí en 1973 en el campus de la Universidad de Wisconsin en Madison (USA) y con quien mantuve una gran amistad hasta su muerte, relación que ya he relatado en mi ensayo “La Escuela de Astorga” (La Crítica, 22 de Noviembre de 2015) y en otros anteriores.
En Madrid seguí viendo ocasionalmente a “Michi”, después del estreno de la película El desencanto (1976) de Jaime Chávarri (al que conocí porque entonces era amigo de mi hermana y de su novio Joaquín Hinojosa), que nos contó anécdotas del rodaje con los Panero en la Casa del Monte y en Astorga. El título de la película –que supuestamente se refería al Franquismo- describía muy bien mis sentimientos políticos respecto a los partidos en la propia Transición pocos años después. En mi opinión “Michi”, dotado de una gran ironía, fue el más inteligente políticamente, y el primero de los hermanos en liberarse de las anteojeras “progres” y en reconciliarse con la memoria de su padre.
Después apenas le vi durante algún tiempo, cuando su breve matrimonio con una hija del famoso cantante Antonio Molina, y su affair con Lucía Bosé. Respecto a su matrimonio una vez me hizo una cómica y perversa confidencia. Me dijo: “no soportaba las comidas familiares en casa de mis suegros, especialmente los días calurosos, con Antonio Molina sentado a la mesa en camiseta y calzoncillos”.
En los ochenta me lo encontré más a menudo, con su amiga Amparo en el bar entonces muy de moda El Universal que regentaban juntos. También recuerdo una cena con ellos, en un restaurante de la calle Concha Espina, y otras personas, entre ellos el crítico de cine Antonio Gasset y mis amigos los hermanos Ramón y Carlos Cañeque.
A Leopoldo María, al que solo conocía de vista, me lo encontré algunas noches, en un estado lamentable, durante la famosa “movida madrileña” de los años ochenta en la discoteca El Sol.
Mi último encuentro con “Michi” en Madrid fue en el bar Chicote de la Gran Vía, precisamente la noche del mismo día del entierro de su madre. Probablemente había bebido whisky en exceso. Se abrazó a mí llorando. Recuerdo que yo iba acompañado de Skye Raiser, una amiga americana que visitaba Madrid (cuya familia por cierto era muy cercana al presidente William Clinton y al vicepresidente Al Gore: su padre fue un dirigente importante del partido Demócrata, y su madre llegó a ser embajadora/jefa de protocolo en la Casa Blanca). Skye y yo intentamos consolarle, pero estaba hundido, y entre sollozos me dijo: “Manolo, nunca imaginé que iba a ser tan duro…ha sido muy-muy duro…”
Los últimos encuentros con “Michi”, cuando ya estaba muy enfermo, fueron en Astorga. Un día nos encontramos frente a la confitería Velasco, en la esquina de la Plaza de Gaudí. Le presenté a mi madre (que le dijo que había sido muy amiga de la suya), a mi esposa y a mis hijos. Pocas semanas después, por última vez, lo encontré solo (terriblemente solo, pensé), sentado en un banco del paseo de la Muralla, a la altura de Seminario, cara al monte Teleno. Me senté con él y charlamos durante un largo rato. Al despedirnos, tuve la sensación de que no nos volveríamos a ver. Me pidió, con cierta nostalgia, que diera recuerdos a mi hermana Aurora y a nuestro común amigo en Madrid, el profesor Carlos Moya.