Juan Manuel Martínez Valdueza

James Joyce un día de febrero

: Busto de James Joyce en un parque de Dublín

23-F ...y ese día ¿tú qué hacías?

Juan M. Martínez Valdueza | Sábado 20 de febrero de 2016
...optaron verde y negro fundido el uno en las guerreras y el otro subido a los tricornios darse una vuelta por San Jerónimo donde los leones causando más espanto y en más gente que los tristes chicagoenses fusilones ingleses de ayer...

Juan M. Martínez Valdueza / Publicado en "Un blog con España a cuestas", 2011, págs. 27-29

Dublín amaneció ese día más verde de lo normal. La luz filtrada por los visillos verde muy pálido despertaba el verde ligeramente cambiante de las paredes, del suelo enmoquetado, de las sábanas brillantes, de la colcha y hasta del librillo de notas sobre la mesita de noche esperando un garabato con el localizador del vuelo Dublín-Madrid para esa misma tarde. Estoy inmerso en los verdes de Joyce −creo que no falta ninguno− en el hotel de los Bloom de Joyce, de su Ulises Leopoldo y su casquivana Molly... nadie me trae riñones asados para desayunar y el papel del cuarto de baño es higiénico.

Por las calles de Joyce me recupero de las emociones del día de ayer, de los pajarracos negros a miles escoltando el coche por las verdes carreteras flanqueadas de musgosas arboledas, del control vacío de la frontera del Ulster, de los chicagoenses fusilones ingleses apuntando a mi cabeza por la ventanilla del coche a la vuelta de una curva, del Belfast humeante de bombazos recientes todavía oliendo a chamusquina, del solitario y aturdido regreso esperando otro fusilón en cada curva, de mi mal de amores remojado en whiskey con muchos cubitos de hielo pequeñitos, en un vaso de color verde, en el bar del hotel de Joyce, en el hotel verde de Joyce... no he apostado a los caballos ni he ido a los baños públicos ni le he tomado el pelo al primer turista que me ha preguntado ni le he hecho caso al primer irlandés al que le he preguntado yo.

La ciudad de Joyce debe estar ahí abajo, no se ve nada. El maldito chorrillo de aceite que se escurre del motor a dos palmos de mi cara al otro lado de la ventanilla me pone nervioso, y el ruido sordo de esta caja aparentemente metálica que es el fondo del avión baleárico y antediluviano que me traslada del verde al ocre se opone tenazmente a mis intentos de reflexión y análisis sobre y de lo que queda atrás y de lo que viene a poco que esta cosa sea capaz de llegar a su destino.

Y como casi siempre pasa, porque si no fuera así difícilmente estaría yo ahora sentado tranquilamente escribiendo esto y fumándome un cigarrillo entretanto, el destino al fin está un poco más abajo de mi asiento y las pero feas colinas abruptas de los alrededores de Madrid hacia el este un poco al sur, que por cierto casi nunca pero que alguna vez sirven para despachurrar aviones de los más grandes cuando se despistan por eso de que vienen de muy lejos y es temprano, están digo las colinas dejando aparecer la ristra de resplandores que hace de camino de entrada a nuestro carromato balear y allí vamos. Poco menos de las seis y media de la tarde debió de ser.

Lo que no sabía yo ni otros aunque no sé cuántos es que los tantos negros y tantos verdes que me habían atormentado allá donde Joyce habita no quisieron quedarse y sí viajar conmigo, de forma o modo que al tiempo de yo arrimar el coche a la vera de mi casa, llegué bien, ya estoy aquí, optaron verde y negro fundido el uno en las guerreras y el otro subido a los tricornios darse una vuelta por San Jerónimo donde los leones causando más espanto y en más gente que los tristes chicagoenses fusilones ingleses de ayer.

¡Aquel febrero de charol y de aventura![1]

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[1] Fotografía: Busto de James Joyce en un parque de Dublín.

No sé por qué me vino a la memoria aquel 23 de febrero de 1981 en este 23 de abril de 2010. Probablemente la sorpresa cuartelera a mi llegada a Madrid no fue suficiente para librarme de los verdes irlandeses y de los fusilones ingleses, y creo que fueron éstos, tan de moda de nuevo, los que rodando rodando me llevaron allí.

De cualquier modo, días tan completitos como aquél por suerte no se dan mucho y ésta es una aportación más a las miles de respuestas que exige la tópica pregunta de... y ese día, ¿tú que hacías?