No hay duda de que 2014 fue un año especialmente delicado para la Monarquía española. Durante la Pascua Militar, Juan Carlos I sufrió un embarazoso lapsus ante los altos mandos militares del país. El monarca era objeto desde hacía varios años de un claro proceso de deslegitimación, a causa de su tormentosa vida privada y de su cada vez más evidente senilidad. Para colmo, la familia no ayudaba: su hija Cristina era finalmente imputada por su participación en el caso Nóos. El 2 de junio, el monarca abdicaba en su hijo Felipe. Sin demasiada publicidad, había salido a la luz, unos meses antes, en febrero, un pretencioso Manifiesto del Mundo Intelectual y Académico a favor de la III República, en el que se denunciaba la existencia de “un Rey impuesto por el dictador y nunca sujeto a un referéndum de la ciudadanía”. “Este fue –se señalaba-el principal precio que se pagó en el proceso de Transición de la dictadura a la democracia, al no tener lugar la ruptura democrática y articularse una reforma pactada, bajo la presión ejercida por el Ejército surgido del golpe de Estado de 1936 contra la II República, los poderes económicos y la larga mano de EEUU”. Se denunciaban “los escándalos de todo orden que han salpicado últimamente a la Casa Real” y se calificaba de “obsoleta” la institución monárquica, por ser contraria “a los principios de la democracia”. Consecuentemente, se demandaba la convocatoria de un referéndum y de cortes constituyentes. El modelo republicano propugnado por los abajo firmantes era federal y su objetivo era apostar por “la igualdad social” y la construcción de un “modelo de Estado del bienestar, asentado en una fiscalidad progresiva más justa cuyas conquistas sociales hagan pasar a la historia las hasta ahora conseguidas”. Su marco histórico de referencia eran las dos repúblicas anteriores, la de 1873 y la de 1931. Entre los firmantes, figuraban numerosos intelectuales comunistas como Marcos Ana, José Caballero Bonald, Julio Diamante, Joan Garcés, Juan Genovés, Carlos Jiménez Villarejo, Salvador López Arnal, Armando López Salinas, Carlos Paris, etc. Miembros de antiguas familias de raigambre republicana y de la Institución Libre de Enseñanza como Laura Alfonseca Giner de los Ríos, Pilar Altamira, Gloria Llorca Blasco-Ibáñez, Carmen Negrín, Nicolás Sánchez Albornoz, etc. Antiguos militares de la UMD como Luis Otero Fernández y Fernando Reinlein. Al mismo tiempo, llamaba la atención la presencia de historiadores de militancia izquierdista, como José Luis Abellán, Josep Fontana, María Rosa de Madariaga, Julio Rodríguez Puértolas, David Ruíz y Ángel Viñas. Se trataba, en definitiva, de un claro ajuste de cuentas de un importante sector de la intelligentsia de izquierdas con la institución monárquica y con un proceso de cambio político con el que realmente nunca se sintieron identificados.
Por eso, resulta muy significativa la presencia entre los abajo firmantes del nombre de Ángel Viñas, uno de los investigadores más prolíficos, aunque no de los más sensatos, del período histórico que va desde la II República hasta el régimen de Franco. Nacido en Madrid en 1941, se licenció en Ciencias Económicas y Empresariales y como técnico comercial de Estado. Su principal mentor fue el profesor Enrique Fuentes Quintana. Según sus propias palabras fue un ateo precoz; a los doce años abandonó sus creencias religiosas católicas, porque un confesor le dijo que, si seguía con su conducta poco recomendable, iría al infierno. De la misma forma, siempre se consideró antifranquista, aunque nunca militó en los partidos de la oposición. Así, en una entrevista con el historiador Mario Amorós, afirma: “Participé, en segunda línea, en la marcha contra el rectorado de la Universidad Complutense, disuelta por una carga de los “grises” a caballo, y en alguna otra ocasión”. Nunca fue militante del PCE, aunque, eso sí, pasó una noche sin dormir, en casa de un amigo comunista, destruyendo libros y revistas que podían resultar peligrosos en caso de que hubiese un registro de la policía. En una ocasión, se vio obligado, por motivos protocolarios, a saludar a Franco, en octubre de 1967: “Me pareció que estaba muy enfermo, muy afectado por el parkinson, y pensé que moriría pronto. Fue tremendo verle parpadear constantemente: sus párpados eran blancos y destacaban cuando se abrían y cerraban sobre el trasfondo de su rostro moreno tostado por el solo. No lo olvidaré”. Sin embargo, salió airoso del trance, vivito y coleando. Trabajó en el Fondo Monetario Internacional y como agregado comercial en la embajada española en la República Federal Alemana. A la muerte del dictador, se tomó por vez primera una copa de champán para celebrarlo; todo un retrato y todo un gesto de rebeldía. Sin riesgo, por supuesto. En 1975, ganó la oposición a la cátedra de Economía Aplicada en la Universidad de Valencia. En el campo historiográfico, se dio a conocer con dos obras, El oro español en la guerra civil y La Alemania nazi y el 18 de julio. En la primera, señalaba que la operación del oro fue el último recurso de la República para organizar su defensa. En la segunda, que el III Reich no tuvo participación en el golpe de Estado de julio de 1936.
Hombre del PSOE, durante los años ochenta, su labor historiográfica pasó a un segundo plano, por su trabajo como asesor de los ministros de Asuntos Exteriores Fernando Morán y Francisco Fernández Ordoñez; y luego en la Comisión Europea. Fue Director General para las Relaciones con América Latina y Asia; y embajador de la Unión Europea ante las Naciones Unidas. Sin embargo, su producción historiográfica dedicada a la guerra civil española y al franquismo continuó: Guerra, dinero, dictadura: ayuda fascista y autarquía en la España de Franco, Franco, Hitler y el estallido de la Guerra Civil. Antecedentes y consecuencias. No obstante, es a partir de la etapa de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero cuando se pluma se desata: La soledad de la República, El escudo de la República, El honor de la República, El desplome de la República, La conspiración del general Franco, La República en guerra, Las armas y el oro y La otra cara del Caudillo. Además, este erudito ha coordinado un serie de volúmenes colectivos de contenido abiertamente polémico: En el combate por la Historia. La República, la Guerra Civil y el Franquismo; “La Guerra Civil”, en la revista salmantina Studia Histórica; y “Sin respeto a la Historia”, un número extraordinario de la revista Hispania Nova, dedicado, desde una perspectiva absolutamente crítica, a la obra del hispanista norteamericano Stanley G. Payne. Según su propio testimonio, los historiadores que han ejercido una mayor influencia sobre su obra son Manfred Merkes, Herbert R. Southworth, Juan Marichal, Andreas Hillgruber, Manuel Tuñón de Lara, Gabriel Cardona, Julio Aróstegui, Gabriel Jackson, Hugh Thomas, Edward Malefakis, Raymond Carr, Paul Preston, etc.
Su pensamiento histórico, si de tal cosa puede hablarse, viene a ser, como en el caso de su amigo Paul Preston, una curiosa amalgama de empirismo, marxismo, individualismo metodológico de corte carlyleliano y de moralismo sublime, es decir, de juicios de valor al servicio de su ideología política. Siguiendo los planteamientos metahistóricos del filósofo Hayden White, podemos decir que la trama narrativa de su obra es de claro sesgo trágico y maniqueo; su modo de argumentar, mecanicista; y su enfoque ideológico, radical. Aunque militante del PSOE, Viñas no parece un socialdemócrata, sino más bien un pequeño burgués radicalizado. No en vano, The Volunter, órgano de la Fundación de Veteranos de la Brigada Abraham Lincoln, lo ha definido como “warrior historian”. En todo momento, Viñas se muestra partidario del “tratamiento empírico de los problemas”. Casi podríamos decir que padece una especie de fetichismo del documento, de las fuentes primarias, de los archivos. Uno de los conceptos que aparece permanentemente en sus escritos es el de la “evidencia primaria relevante”, cuyo fundamento son los documentos de archivo. Al mismo tiempo, se muestra contrario al principio de neutralidad. Como su admirador Herbert R. Southworth, se considera un “historiador apasionado y vitalmente antifranquista”. Y es que, en su opinión, uno de los imperativos de cualquier historiador es “la necesidad de no suministrar ningún tipo de legitimación a los sistemas de dominio”. La historia es, a su juicio, necesariamente “antifascista”; no anticomunista. Su objetivo es “pasar la factura científica al anterior régimen”. En ese sentido, recurre incluso a los planteamientos del historiador católico John Emerich Edward Dalberg-Acton, lord Acton, ya que corresponde al historiador “identificar a los criminales, delincuentes que abundan en la historia, sean héroes o papas, sin abdicar de su papel como árbitro moral”. Por ello, la tan cacareada “evidencia primaria relevante”, se encuentra siempre sesgada desde el punto de vista político e ideológico. En realidad, su relato histórico alberga un alto grado de simplificación. Desde el principio, es perceptible en sus libros una clara selección de los elementos del pasado que él considera relevantes. En ese aspecto, Viñas, como diría Carl Schmitt, se considera “soberano” sobre el “estado de excepción”, es decir, una situación que excede los criterios establecidos, que es excepcional. Al enfrentarse a una situación para la que carece de premisas desde las que poder deducir de manera irrefutable la acción correcta que dice emprender, debe “decidir” qué hacer. Análogamente, la opción en virtud de la cual el historiador selecciona los datos del pasado que engrosarán su relato también constituye propiamente una “decisión” y, en ese sentido, una prueba de “soberanía”. Ciertamente, puede no carecer por completo de criterios que le inclinen hacia una u otra dirección. Sin embargo, al “decidir” está sólo; de ahí su responsabilidad. La “evidencia primaria relevante” nunca es, en Viñas, fruto o consecuencia de un método inductivo, al revés de lo que él pretende, sino de una decisión previa, consciente y precisa. En realidad, el leif motiv de toda su obra no es sólo destruir lo que denomina “mitos” franquistas sobre la II República, la guerra civil o la dictadura, sino consolidar los planteamientos de los derrotados en la contienda, sobre todo loa defendidos por Manuel Azaña, su “héroe” Juan Negrín y otros políticos republicanos como Julio Álvarez del Vayo o Ángel Ossorio y Gallardo. En múltiples ocasiones, Viñas afirma que la misión del historiador es destruir “mitos”. Naturalmente, siempre se refiere a los “mitos” del bando nacional, no a los republicanos. Guste o no, como solía decir el gran Georges Dumézil, la historia y el mito se encuentra “inextricablemente mezclados”. La producción historiográfica de Viñas tiene como objetivo la construcción del “mito” –en el sentido que Georges Sorel daba a esa palabra- de la II República, fundamento, a su vez, de un curioso legitimismo republicano que ha de llevar a la instauración de la III República como heredera de la anterior.
Para Viñas, el advenimiento de la II República y su legitimidad no fueron sólo consecuencia del resultado de las elecciones municipales de abril de 1931, sino del “impulso irrefrenable de un pueblo abierto a la experimentación política y social que pedía ser oído más de lo que determinaba la vacilante arquitectura” del régimen de la Restauración. Cuestionar esa legitimidad supone dar legitimación, según él, al “régimen del 18 de julio”. La II República no fue revolucionaria, sino reformista. En realidad, fu víctima de las conspiración del conjunto de las derechas españolas –sobre todo, de la monárquica alfonsina- enemigo de ese proyecto político y que no dudaron en aliarse con potencias extranjeras como la Italia fascista a la hora de conseguir armas y ayuda. Ni la situación del orden público, ni la violencia ejercida contra la Iglesia católica y sus símbolos religiosos, ni los movimientos nacionalistas en Cataluña, el País Vasco y Galicia podían “justificar” la rebelión del 18 de julio de 1936. El único motivo real, a su juicio “inconfesable”, fue la oposición a todas las reformas políticas, sociales y culturales, en particular la agraria. A ese respecto, Viñas banaliza, por ejemplo, el sentido de la revolución socialista de octubre de 1934, que, a su entender, no fue “más que un chispazo obrero (¡), esencialmente local, en el marco, eso sí, de una estrategia que pretendía impedir que la CEDA (un partido crecientemente escorado hacia la derecha) entrara en el gobierno”. Y continúa: “La dinamita de los mineros hizo milagros y escabechinas”. Sin comentarios. Ciertamente, según Viñas, el gobierno salido de las elecciones de febrero de 1936 fue desbordado por la efervescencia de las masas, pero la culpa recaía en los gobiernos anteriores de la derecha y sus políticas antireformistas. En opinión de nuestro autor, la guerra civil española fue la antesala de la II Guerra Mundial, no la pugna entre revolución y contrarrevolución. La victoria del bando nacional –que él denomina tan sólo como “franquista”, como si todos los que militaron en sus filas hubieran sido incondicionales de Francisco Franco- fue consecuencia de la ayuda material de Italia y de Alemania, muy superior a la recibida por la República de manos de la Unión Soviética. Fue, además, consecuencia de la “traición” de las democracias francesa y británica y de la política de “no intervención”. La España republicana tuvo que luchar, así, no sólo contra sus enemigos españoles, sino Alemania, Italia y Gran Bretaña. Según Viñas, la República sobrevivió únicamente “gracias al entusiasmo y la esperanza de una parte sustancial del pueblo español”. Sólo le ha faltado evocar las gestas de Sagunto y Numancia. De la misma forma, compara las represiones de ambos bandos, señalando, como ya lo habían hecho los representantes del bando revolucionario, el carácter espontáneo de la republicana y el institucionalizado de la nacional. A ese respecto, Viñas no duda en banalizar las matanzas no sólo de Paracuellos del Jarama, sino las del clero católico. En el caso de Paracuellos, según nuestro autor, el énfasis en la matanza sirve para resaltar el “terror rojo” y para ocultar la represión franquista. Y es que la República fue, a lo largo del conflicto, un régimen democrático. Su “héroe” es Juan Negrín López, a quien no duda en comparar con Charles de Gaulle y Winston Churchill. En concreto, Viñas, estima que Negrín obró sabiamente al tratar de prolongar la guerra española hasta que estallase el conflicto internacional, lo que, de haberse logrado, hubiera salvado el régimen republicano. Lo que les impidió lograrlo fue la “traición” del coronel Casado, Julián Besteiro y anarquista Cipriano Mera. Esta “traición” hundió, además, todas las esperanzas de salvar los cuadros republicanos.
Para Viñas, todos los defectos y horrores se concentran en la figura de Francisco Franco, arquetipo de la maldad. Y es que Franco obstaculizó la liberación de José Antonio Primo de Rivera; propició el asesinato del general Amado Balmes; fue filonazi y económicamente corrupto; alargó conscientemente la guerra para matar más y mejor; acabó con el reformismo republicano; y su aportación a la modernización de la sociedad española fue mínima. En realidad, esas transformaciones tuvieron lugar no gracias, sino a pesar de Franco y su régimen político. Consecuentemente, para nuestro autor, la llamada Transición no es un proceso político digno de alabanza, ya que silenció la memoria histórica de los vencidos. A ese respecto, Viñas relativiza el rol de Juan Carlos I a lo largo de aquellos años. El monarca no hizo, a su entender, otra cosa que “saldar la deuda histórica con la sociedad española y cumplir con su deber”. “Es más –dirá-: se vio impelido a ello por falta de alternativas”.
Por último, hay que destacar en la producción historiográfica de Viñas, la ausencia total y absoluta de fair play. Y es que, para nuestro autor, la historia es un arma política. De ahí su permanente recurso a la intimidación, al juego sucio y al insulto. En rigor, Viñas no es un hombre de ideas, sino, como diría Ortega y Gasset, de creencias, o, mejor dicho, de prejuicios. Como ya hemos señalado, sus investigaciones están encaminadas a fundamentar esa visión previa. Hace años el conocido historiador marxista Eric J. Hobsbawm recomendaba a los historiadores abandonar las pasiones “religiosas” características del siglo XX. Viñas no sólo no lo ha hecho, sino que, según se deduce de sus escritos, las ha interiorizado hasta extremos difícilmente concebibles en la actualidad. Algo que se expresa en la violencia de su lenguaje. Su modo de expresión es provocativo y pretende afirmarse destruyendo la posición del contrario. En realidad, desde su perspectiva, la historia es una lucha, en la que se trata de desbancar otras interpretaciones. No es una posición dialéctica, sino antagonística. Viñas abomina del ethos de pluralización; aspira a que en la Universidad y en el campo historiográfico sólo exista una interpretación de la II República, de la guerra civil y del régimen de Franco; por supuesto, la suya. Y es que, a su buen entender, “los españoles empezaremos a dar muestras de normalidad (¡) cuando rechacemos mayoritariamente las construcciones ideológicas del neointegrismo franquista y dejemos de sorprendernos porque la historiografía seria (¡) se mueva abrumadoramente en la dirección contraria”. Sus bestias negras son Stanley Payne, Anthony Beevor, Ricardo de la Cierva, Bartolomé Benassar, Burnett Bolloten, Luis Suárez, Luis E. Togores, Pablo Martín Aceña, Alfonso Bullón de Mendoza, Julius Ruíz, etc, etc, etc, a los que califica de “revisionistas”, “franquistas”, “infantiles”, “integristas”, etc, etc, etc. Su animadversión se extiende hacia la Iglesia católica y el Partido Popular, a los que acusa de haber constituido un “bloque de poder” -¡otra vez la palabreja de Tuñón de Lara!- en contra de la memoria histórica de los vencidos en la guerra civil y de la II República. Todo lo cual demuestra que Ángel Viñas se han convertido más en un polemista que en un auténtico historiador.
Al error histroriográfico, se une el error político. Los firmantes del manifiesto de febrero de 2014 y, sobre todo, Viñas, han convertido la República en una opción de partido, no en una alternativa trasversal y, en definitiva, nacional. Para muchos, entre los que me encuentro, la actual Monarquía se ha convertido en un mueble viejo de decoración. No es una opción de futuro, por lo menos, creo yo, a medio plazo. Por el contrario la III República debía ser una alternativa técnica, por encima de los partidos y de legitimismos más o menos respetables. Al defender una interpretación legitimista de la futura República se ha enajenado una potencial base social y política. Y es que muchos nunca aceptaremos una República cuyo marco histórico de referencia sea, no ya la de 1931, sino la de 1936-1939. Ese es su error y esa es su tragedia.