En este punto, se complementan geografía y literatura, en cuanto que, de una parte, esta plantea una aproximación al espacio o al paisaje percibido, vivido o ensoñado por el escritor que narra en ocasiones textos descriptivos o explicativos de fenómenos geográficos, y de otra parte, el territorio influye a menudo en la literatura que dispone así de una fuente de creación y de un contraste y documentación. Es el caso de la novela “que viene a ser en ocasiones un documento: la intuición sutil de los novelistas nos ayuda a sentir el país (o el lugar) por los ojos de sus personajes y a través de sus emociones” (P. Claval, La Géographie culturelle. París, Nathan 1995, pág. 41). Asimismo, en el campo de estudio de la geografía cultural, que entiende la cultura como mediación entre las sociedades humanas y la naturaleza, de la que el paisaje es un producto, se contempla la interrelación literatura y geografía, al igual que la interrelación con el cine o el arte pictórico, por ejemplo.
En este contexto, puede ser de interés una breve y apretada referencia extraída de la lectura de notas geográfico-literarias sobre las tierras y lugares de León en las narraciones de escritores que trazan rasgos del paisaje y del paisanaje, en mayor o menor grado reales, identificables y concretos, teniendo en cuenta que una relación sucinta de obras literarias que discurren por estas tierras leonesas ha de arrancar, esencialmente, de los libros de viajes (libros de andar y ver) de autores extranjeros deambulando por España y León durante los siglos XVIII y XIX, en ocasiones peregrinos y en otras clérigos misioneros o diplomáticos, entre otros oficios, que llenan un hueco de la literatura vernácula de la época (C. Casado Lobato, C. y A. Carreira Vérez, A., Viajeros por León. Siglos XII-XIX. Siero, La Crónica 16 de León, 1992), salvo el caso excepcional del berciano Enrique Gil y Carrasco en su obra Bosquejo de un viaje a una provincia de interior.
En lo que se refiere a la literatura del siglo XX, son notables los ejemplos de aproximación a los espacios rurales leoneses de principios del siglo: La escritora santanderina Concha Espina, a partir de su estancia en Astorga, irrumpe con su novela La esfinge maragata donde nos presenta en pueblos de esta comarca el paradigma de lugares y paisajes de “despoblación humana y desertización arbórea”. La novela de costumbres está presente, entre otros ejemplos, en el clérigo leonés José María Goy, Susarón, que nos acerca al valle del Porma en Puebla de Lillo, a modo de un paradisíaco paisaje de la Montaña, que viene a ser hoy una obra representativa de una descripción detallada del modelo de economía agraria tradicional, modelo cuya finalización abordaron geógrafos en sus tesis doctorales como José Luis Martin Galindo (La Maragatería, 1948), José Manuel Rubio Recio (La Ribera del Órbigo, 1955) o Valentín Cabero Diéguez (La Cabrera, 1977).
En el ámbito del espacio urbano cabe señalar al maestro Azorín, ‘Horas en León’, breve texto incorporado en su libro España, con páginas representativas del casco antiguo de la ciudad en el momento previo a la extensión del Ensanche, fijándose en el escaso caserío y su débil dinamismo urbano, donde “las calles están formadas por casas sencillas, pobres, si se exceptúa la catedral, nada hay aquí que no encontremos en cualquier diminuto y arcaico pueblo de las Castillas”. Esta descripción contrasta con la que mediado el siglo XX hace Jesús Fernández Santos en su novela Los Bravos, donde se constata el cambio ocurrido en la ciudad: “nuevas tiendas… una nube de edificios grises, a medio terminar en las afueras… como si una gran prisa por edificar hubiera hecho surgir de la tierra aquellos frutos colosales…Desde el fin de la guerra la ciudad que crecía pausadamente, al compás de otras muchas capitales de provincia, parecía haber dado un salto… Y todo lo viejo: la catedral, la plaza mayor, las casas ornadas de escudos y barrocas ventanas, las calles lumbrosas donde dormía el silencio huido, aferrado a las piedras muertas, quedó a un lado envuelto en un halo de respeto y afectuosa indiferencia”. Coincidirá esta misma época con la de los escritores Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio o José María Merino, que plantean su descripción de la ciudad leonesa desde el recuerdo de la infancia y juventud en la ciudad leonesa.
Volviendo al espacio rural, en la segunda mitad del siglo XX, nos encontramos con la obra más representativa de este tenor, relativa al área más marginal y menos desarrollada, que retiene la atención del libro de viajes de Ramón Carnicer, Donde las Hurdes se llaman Cabrera, relato de un tránsito a pie en el que señala descripciones subjetivas de lugares y el encuentro con gentes que salen a su paso en las que se abordan, por ejemplo, los fenómenos del poblamiento y de la centralidad, en textos como el siguiente: “Lo que teníamos que hacer los labradores es plantarnos y no vender nada. ¿Qué iban a comer entonces los comerciantes y los señoritos del Puente (Domingo Flórez), de Ponferrada y de Madrid?”, donde se encierra veladamente la estructura jerárquica de los lugares centrales. La subcomarca de La Cabrera también está presente en el territorio del escritor vasco Ramiro Pinilla en su novela Antonio B el Rojo.
Literatura perceptiva de la comarca de El Bierzo, a través de la importante muestra de cuentos y relatos del escritor villafranquino Antonio Pereira y, entre otras, la novela de Raúl Guerra Garrido, El año del wolfram.
La Montaña leonesa, a través de Julio Llamazares en El río del olvido, en realidad un libro de viaje a lo largo del río Curueño, y sobre todo Juan Benet en Volverás a Región, sin duda la novela de mayor consistencia terminológica y próxima a los estudios de ciencias de la tierra, siendo memorable el espacio mítico montañés descrito en el primer capítulo de la componente geológica y ambiental.
Asimismo, están presentes las llanuras de la Meseta leonesa, en diferentes libros de viaje, comenzando por Jesús Torbado en Tierra mal bautizada, sobre la comarca terracampina, espacio de “cuatro provincias que se reparten administrativamente estos despojos de la historia… pero las gentes son las mismas, parecido su hablar, el paisaje es idéntico”, a propósito de la discutible delimitación de la identidad territorial a partir de la demarcación provincial. Como también por parte de Luis Mateo Díez, en una parte esencial de su obra narrativa, El espíritu del páramo. O la aportación de libros de viaje a una visión geográfica de los pueblos ribereños por parte de José María Merino y Juan Pedro Aparicio en Los caminos del Esla y de Antonio Colinas en Orillas del Órbigo.