España, por mucho que le pese a algunos, es una Nación y un Estado formados en un largo proceso histórico y perfectamente consolidados. Añadiría –siguiendo, entre otros, las tesis de Mommsen, de Lincoln, y de Ortega– que el Estado (la unidad política con voluntad y poder) es anterior, y construye la Nación. Según la famosa metáfora del filósofo madrileño, el Estado es el “Gran Truchimán” de la Nación.
Otra cosa es la democracia. Sin entrar ahora en las razones históricas, es un hecho que España ha llegado tarde a la democracia moderna, aunque fue de los primeros países en generar un liberalismo (inventando el propio término) y una Nación liberal-constitucional durante la corta vida de la Junta Central y las Cortes de Cádiz (1808-1812), hasta el retorno recurrente del Absolutismo y diversos autoritarismos (aunque tuvo también periodos de parlamentarismo liberal, como el casi medio siglo de la Restauración), con las sucesivas guerras civiles, los pretorianismos y las dictaduras militares o revolucionarias: solo en el siglo XX las de Primo de Rivera (1923-1930), la breve de Berenguer (1930-1931), la del Frente Popular (1936-1939), la brevísima de Miaja-Casado (1939), y la de Franco (1936-1976). Franco muere en 1975, pero el Franquismo continuará hasta 1976, cuando la Ley para la Reforma Política del gobierno de Adolfo Suárez puso término al sistema autoritario e inició una modélica Transición a la democracia, pero sin poder superar la arraigada cultura política autoritaria.
El problema que tenemos, además, es que esa Transición se ha visto jalonada de “agujeros negros” (desde el 23-F hasta el 11-M… y una larga lista de escándalos y crímenes, de partitocracia y corrupción) que han interrumpido e impedido el proceso normal de una Consolidación democrática. Me pregunto si España no será un caso de democracia fallida.
Pretendo evitar el pesimismo absoluto y adoptar una visión crítica que requiere una perspectiva a más largo plazo. Estados Unidos, la democracia liberal moderna más consolidada, desde el inicio de su Transición (con la Guerra de la Independencia en 1776-83 y la Constitución desde 1787) hasta su Consolidación, tuvo que pasar un período largo y crítico, lleno de conflictos y contradicciones, con una trágica Guerra Civil (1861-65) y una dura Reconstrucción. Un total de casi cien años, según percibieron importantes y diferentes sensibilidades, como el gran político Abraham Lincoln o el gran poeta Walt Whitman (M. Pastor, “Abraham Lincoln: la consolidación de una Nueva Nación”, La Ilustración Liberal, 39, Madrid, 2009).
Desde la muerte de Franco han pasado solo cuarenta años, y la Transición modélica en sus inicios se ha corrompido, y en el camino se ha reencontrado con diversos “demonios familiares” de nuestra historia (con la ayuda, entre otras cosas, de la nueva inquisición de la “Corrección Política” de todas las izquierdas, la “Memoria Histórica” de Zapatero, y la desmemoria histórica de las nuevas generaciones educadas bajo la nefasta ley socialista de González-Maravall-Rubalcaba).
Las elecciones del 20 de Diciembre de 2015 han sido una catarsis y un punto de inflexión. Hemos dinamitado el bipartidismo imperfecto. ¿Y ahora qué? Ya tenemos una fragmentación y un caos políticos que ponen patas arriba y tripas afuera el legado de la Transición. No se trata de iniciar una segunda o nueva Transición (como postuló en su día Aznar y hoy lo hacen los de Podemos), ni de intentar la “revolución pendiente”, sino de resolver algo más concreto y necesario: la Consolidación pendiente de nuestra pobre democracia, que requiere un riguroso Imperio de la Ley, una justicia independiente, y una cultura democrática, ni autoritaria ni partitocrática. Por supuesto, algunas reformas (a corto plazo, no necesariamente de la Constitución) son urgentes.
Hemos presenciando la irrupción en la vida política española de turbas, manadas y mareas de jóvenes radicales indignados, populistas, nihilistas, verdes, comunistas o anarquistas, vociferando el mantra inspirado claramente en el “Podemos” del impotente Obama (o quizás, inconscientemente, inspirado en el infantil “¡Sí, Podemos!” de Bob El Constructor, que para el caso es lo mismo). El partido/movimiento -como en la terminología franquista- denominado Podemos, con sus diversas marcas revolucionario-separatistas, ha aglutinado en gran medida ese fenómeno anti-sistema: 69 diputados y el 20,47 % de los votos. El comunismo tradicional se ha quedado reducido a 2 diputados. Y los separatistas declarados de distintas denominaciones (los catalanes de Esquerra y residuos “Convergentes”, junto a los vascos de Bildu) han conseguido 19 diputados. Lo que hace un total del conglomerado anti-sistema de 69 + 2 + 19 = 90 diputados y el 29,65 % de los votos. Poco más de una quinta parte del Parlamento.
Lo que deja una gran mayoría de casi cuatro quintas partes integrada por los partidos que hasta la fecha no quieren romper la unidad de España o la economía de mercado de la Unión Europea: PP (123) + PSOE (90) + Ciudadanos (40) + PNV (6) + Coalición Canaria (1) = 260 diputados y el 66,19 % de los votos.
Estos partidos del bloque constitucional (el PNV hasta ahora no se ha declarado separatista, y puede ser un ejemplo de sentido de la responsabilidad) están obligados a salvar la democracia española en esta situación extrema en que nos encontramos.
Si España tuviera una cultura democrática consolidada, con experiencia de coaliciones como otros importantes países de nuestro entorno, las combinaciones serían múltiples. Si no somos capaces de aceptar una Gran Coalición, he aquí la fórmula que a mi juicio sería de sentido común, aunque soy consciente de que para este país parecerá excesivamente utópica: un pacto o gobierno de coalición de centro-derecha (PP + Ciudadanos + PNV + CC) con 170 diputados, y una oposición leal de centro-izquierda (PSOE) con 90 diputados. Incluso, superando prejuicios ideológicos poco modernos y disciplinas partitocráticas poco democráticas -como es frecuente en los Estados Unidos, y nadie se escandaliza por ello- 6 diputados de la oposición podrían prestarse, por patriotismo constitucional en aras a la estabilidad del sistema, a apoyar la investidura del gobierno de coalición descrito.
Porque repetir unas elecciones, no nos engañemos, es reconocer la disfuncionalidad o cierto fracaso de nuestra democracia, y al mismo tiempo significaría indignar o aburrir un poco más a los sufridos electores.
Por otra parte, mi tesis central de teoría constitucional se puede resumir así:
Ningún sistema democrático liberal debe legitimar las fuerzas de su destrucción. Una cosa es reconocer y garantizar la libertad de ideas y de expresión, así como el derecho de libre y pacífica asociación, y otra muy distinta es permitir la ocupación de las instituciones del sistema por los partidos y organizaciones que se declaran abierta y descaradamente anti-sistema. Hay que decirlo con claridad: no solo el secesionismo, también el llamado derecho a decidir o de autodeterminación (defendido por Stephen Douglas frente a Lincoln, y practicado por los rebeldes sudistas en el contexto de la Guerra Civil norteamericana; más tarde invento oportunista del bolchevismo de Stalin, asumido por Lenin en 1913) es un instrumento anti-constitucional y por tanto anti-sistema (“anarquía” lo definió Lincoln). Es un insulto a la soberanía nacional y a los ciudadanos, además de un fraude a los contribuyentes.
Algo que deberían tener en cuenta nuestros máximos líderes de los partidos constitucionales y, sobre todo, nuestro joven Jefe del Estado a la hora de proponer un Jefe del Gobierno. Si no queremos que definitivamente desaparezca el interrogante en el título de esta columna.