Con motivo de los atentados islamistas ocurridos en París en noviembre y la reacción unitaria y patriótica que suscitaron en el conjunto de la población francesa, los creadores de la opinión pública española han expresado casi unánimemente su “sana envidia” al compararla con lo acontecido en España once años atrás, con los atentados del 11 de marzo de 2004, caracterizado por el oportunismo político y la desunión. Unidad frente a dispersión, tal ha sido su diagnóstico. Los españoles están ayunos de un sano patriotismo, afirman. No han faltado comentaristas de cuarta categoría, y no diré nombres, que han atribuido tales diferencias a la larga sombra del franquismo. Hoy, el “franquismo”, o, mejor dicho, la caricatura del régimen político nacido de la guerra civil, ocupa el espacio que anteriormente era privativo de la Inquisición a la hora de dar una explicación a todas nuestras taras nacionales. Parafraseando al Menéndez Pelayo de La Ciencia Española, podríamos decir que el “franquismo” se ha convertido en “coco de niños” y “espantajo de bobos”; en el Deus ex machina que viene llovido del cielo en situaciones apuradas. ¿Por qué existe el fracaso escolar en España? Por el “franquismo”. ¿Por qué hay corrupción? Por el “franquismo”. ¿Por qué los españoles duermen la siesta? Por el “franquismo”. ¿Por qué no funciona la Justicia? Por el “franquismo”. ¿Por qué sigue existiendo la fiesta de los toros? Por el “franquismo”. ¿Por qué no hay gobiernos de coalición PP-PSOE en España? Por el “franquismo”. ¿Por qué no hay patriotismo en España? Por el “franquismo”. Por desgracia para los perezosos mentales, las cosas no son tan simples. Los problemas vienen de mucho más atrás; es un fenómeno histórico muy complejo, que exige un estudio minucioso e inteligente, muy lejos de los tópicos habituales.
Y es que, como ya afirmaron filósofos tan distintos como Giovanni Gentile, José Ortega y Gasset o Gonzalo Fernández de la Mora, la nación no es una realidad natural; es una construcción histórica creada a partir de un proyecto político e intelectual previo, encarnado en el Estado, que es quien da conciencia de su propia voluntad y, además, de su efectiva existencia. No muy lejos de ese planteamiento se encontraba el historiador judío-alemán George Lachmann Mosse, portavoz de una nueva historia de carácter cultural, en la que las percepciones, los ritos, las liturgias, las ideologías tenían un papel de primer orden. A su juicio, el objetivo de la historia radicaba en la comprensión del modo en que los seres humanos habían percibido e interpretado la sociedad, según la idea y los valores que eran propios de su época. En ese sentido, cultura era “un estado de la mente”, “aludiendo a cómo percibimos la sociedad y el lugar que ocupamos en ella”. Las fuentes de esta nueva historia cultural no podían ser sólo los grandes pensadores, escritores y artistas, sino los hábitos mentales, los modos de vida compartidos por las poblaciones, los ideales, etc. El historiador de la cultura, según Mosse, debe hacer suyo el método de una “antropología cultural retrospectiva”, dirigiendo su atención a las ideas y prácticas populares, conectándolas “a los retos y dilemas concretos de la sociedad”. La obra cumbre de Mosse fue La nacionalización de las masas, en cuyas páginas describe elocuentemente el proceso de construcción nacional de Alemania, a través de los ritos, los mitos, las fiestas populares, símbolos e instituciones como el Ejército, las iglesias, el Estado, la escuela, las asociaciones gimnásticas y musicales, que contribuyeron a dar expansión concreta a la voluntad general. A ello habría que añadir las guerras en que participaron los distintos estados europeos y sus proyectos de expansión colonial, a lo largo de los siglos XIX y XX. En general, los estudiosos de estos temas han llegado a la conclusión de que el proceso de nacionalización fue un éxito en Alemania y Francia, y más débil en Italia. ¿Qué ocurrió en España?
El régimen liberal español, bajo la hegemonía moderada o progresista, se mostró muy poco eficaz a la hora de llevar a cabo la “nacionalización de las masas”. Un proceso que en España fue mucho más débil, no ya que en Francia o Alemania, sino que en Italia. Y es que, en el fondo, el problema de España fue un problema de Estado, de ausencia de un aparato estatal fuerte, capaz de penetrar en todos los rincones del país y de desarrollar políticas económicas y culturales adecuadas para crear adhesiones y deslegitimar los movimientos secesionistas o contrarios al ideal nacional. El tan criticado centralismo español fue, como ha señalado Juan Pablo Fusi, más “legal” que “real”. El Ejército nunca consiguió ser un foco de nacionalización de la población, dada la fragilidad de su estructura, la permanencia más o menos estable de conflictos y guerras intestinas que contribuyeron a la división, la organización de alternativas para el mantenimiento del orden público, como fueron las milicias nacionales, o la posibilidad ofrecida a las clases altas de sustituir la prestación obligatoria del servicio de armas. La esencial función nacionalizadora de la escuela estuvo igualmente disminuida por la dificultad de establecer regulaciones y planes duraderos. De hecho, hasta la Ley Moyano de 1857 no se fijaron criterios firmes sobre la organización del servicio. Y aún entonces se hizo recaer la responsabilidad principal de organizarla y financiarla en los ayuntamientos. Esta realidad, que duró hasta comienzos del siglo XX, produjo desastrosas consecuencias sobre la educación, que funcionó en una situación de penuria extrema, de falta de dotación e insuficiencia de formación del personal responsable del servicio. La Administración fue incapaz de llevar a cabo una política lingüística que convirtiera al castellano en la lengua común de todos los españoles. A la altura de 1899, el joven Ramiro de Maeztu se dolía que el Estado español no hubiese logrado convertirse en “la máquina que fundiera los distintos idiomas e ideales nacionales”. A ello se unió la incapacidad del Estado liberal para establecer una simbología nacional: banderas, himnos y festividades que simbolizaran las glorias de los antepasados y el orgullo de los ciudadanos a la hora de sentirse miembros de una patria común. Hasta 1908, no se estableció la implantación obligatoria de la bandera nacional en todos los edificios públicos; y hasta 1927 no se ordenó que la enarbolaran también en todos los buques mercantes. El himno nacional, la llamada Marcha Real, tampoco se declaró oficial hasta esa misma fecha de 1908; pero careció de letra; y en eso estamos todavía. El obelisco de homenaje a los héroes del 2 de mayo no se elevó hasta 1848. Tampoco fue construido ningún panteón nacional al estilo de la Abadía de Westminster en Londres o del cementerio del Pére Lachaise en París. Lo que más se aproximó a ello fue el fallido Panteón de los Hombres Ilustres en la basílica de Atocha, que se construyó entre 1891 y 1901. Fue significativo que el proyecto no se concluyera por falta de recursos económicos. Por otra parte, a diferencia de Alemania, Francia e Italia, España careció de una izquierda obrera nacionalista. España no tuvo su Jaurès, ni su Labriola, ni su Lassalle. Tampoco existió en el socialismo español una tendencia como el austromarxismo. El PSOE vivió al margen de la reflexión intelectual sobre el nacionalismo. Siempre se mostró contrario a la expansión colonial. Y en 1918, reconoció el derecho de las “nacionalidades ibéricas” a su autogobierno, en una “confederación republicana”. La crisis de 1898 puede ser definida como una crisis de identidad nacional, caracterizada por el derrumbe de los valores en que hasta entonces se había estructurado el imaginario colectivo. Pero un rasgo esencial de aquella crisis fue la irrupción de los nacionalismos periféricos catalán y vasco como movimientos políticos de envergadura, algo que no ocurrió en otras naciones europeas, en circunstancias análogas. La crisis noventayochista provocó una clara reacción de las nuevas elites intelectuales –la denominada generación del 98, con Unamuno, Maeztu, “Azorín”, Baroja, etc–; pero no la emergencia de movimientos nacionalistas unitarios, como ocurrió en Francia, Italia o Portugal. En ese sentido, la crisis de entreguerras fue vivida en España como una superposición de crisis sociales e identitarias. A la crisis de identidad nacional provocada por el Desastre de 1898, se sumó la crisis social y política que tuvo como fecha emblemática 1917, con la huelga general de agosto y la Asamblea de Parlamentarios, que finalmente, junto a los ecos de la revolución rusa y las consecuencias de la Gran Guerra, darán al traste con el sistema de la Restauración. La Dictadura de Primo de Rivera fue un intento de encauzar la crisis, a través del corporativismo, el dirigismo económico, política de obras públicas y el nacionalismo conservador; pero fue incapaz de consolidarse como régimen político y no pudo, en consecuencia, llevar a cabo su proyecto político. Así, pues, la Monarquía constitucional dejó una herencia muy negativa a la II República: una nación desunida y mal articulada, desigualdades sociales explosivas, analfabetismo, etc, etc. Lo que hizo que el nuevo régimen fuese, en la práctica, como señaló Gabriele Ranzzato, una “democracia sin demócratas”. Ni la izquierda liberal, que gobernó a la “jacobina”, ni los socialistas, que apostaron claramente por la revolución, ni las derechas, que eran tradicionalistas y antiliberales, tuvieron como horizonte la democracia liberal. A lo largo del período republicano, se produjo un fenómeno contradictorio en lo que a la construcción de una nueva identidad nacional se refiere. Por un lado, se intentó llevar a cabo una “nacionalización de las masas” a través de una educación de carácter laico. Por otro, se pactó con los nacionalistas catalanes un Estatuto de autonomía que consolidaba muchas de las aspiraciones catalanistas. Sin embargo, como se vio en octubre de 1934, el nacionalismo catalán en su versión más izquierdista tenía unas claras aspiraciones de carácter confederal e incluso secesionistas. Incluso aparecieron reivindicaciones nacionalistas y regionalistas en Galicia y Castilla. El progresivo enfrentamiento, en el que se mezclaron motivaciones económicas y sociales, religiosas y políticas, culminó en el estallido bélico del 18 de julio de 1936. En la zona dominada por las izquierdas tuvo lugar una auténtica revolución social, en la que los anarquistas primero y luego los comunistas tuvieron un papel de primer orden. Un fenómeno inédito en la Europa occidental. Además, la lucha del bando revolucionario se vio obstaculizada por la abierta deslealtad de los nacionalistas catalanes y vascos, que aprovecharon el desarrollo del conflicto para operar, en sus territorios de influencia, como auténticos Estados independientes; algo que produjo los lamentos de Manuel Azaña sobre la incomprensión e insolidaridad de lo que denominó “eje Barcelona- Bilbao”.
La victoria de los nacionales en la guerra civil contribuyó a un replanteamiento radical del problema nacional. En el marco del régimen autoritario, las elites franquistas intentaron llevar a su conclusión algunas de las tareas inconclusas del liberalismo. En primer lugar, la “nacionalización de las masas”. Su concepción nacional no admitió hechos diferenciales, ni pluralidades lingüísticas en pie de igualdad ni descentralización de los poderes del Estado, ni concesiones de autogobierno. A partir de los moldes del nacionalismo conservador católico, el nuevo régimen socializó a la población mediante ceremonias religiosas, homenajes a los muertos del bando vencedor, monumentos, lápidas, discursos, himnos, banderas, construcción de “lugares de la memoria” como el Valle de los Caídos. Durante aquel período la “nacionalización de las masas” alcanzó cotas nunca conocidas en nuestra historia anterior. En segundo lugar, el desarrollo económico. Como consecuencia de la situación posterior a la guerra civil y el estallido de la conflagración europea, pero también por motivos claramente ideológicos, el régimen reforzó, en un principio, las tendencias autárquicas del capitalismo español; lo que provocó una etapa de estancamiento económico. No obstante, a partir de los años cincuenta, se inició un proceso de liberalización económica que culminaría en el Plan de Estabilización de 1959, y que abriría el paso al período de mayor crecimiento y desarrollo económico de la historia contemporánea de España. Entre 1961-1964, el PIB creció a un ritmo del 8´7 % anual, proporción solo superada por Japón; en 1973, la renta per cápita española superó a la de Irlanda, Grecia, Portugal y los países socialistas; en 1975, la distribución de la renta entre la población se equiparó a la del resto de Europa. Sin embargo, como ha señalado Jerónimo Molina, “la originalidad y el mérito político de Franco fue edificar en España un Estado, forma política que nunca arraigó en el solar de nuestra Monarquía histórica”. A lo largo de la vida del régimen, el Estado se consolidó y tuvo un papel central en la industrialización y, como consecuencia de ello, de la posterior racionalización burocrática. Sólo con la consolidación del franquismo, el centralismo legal se correspondió con un centralismo real, económico a la par que político. El nuevo régimen fue nacional en el sentido más mediato del término: centraliza recursos suficientes para erigirse no sólo en depositario único de la violencia legal, sino para convertirse en agente de la industrialización del país. Mantener el orden público y sustituir importaciones fueron las dos primeras tareas que dieron a ese Estado unas dimensiones desconocidas al centralizar en él competencias nunca antes asumidas y al conferirse una determinada estructura capaz de garantizar el cumplimiento de esas funciones en todo el territorio bajo su control. El abandono de la política autárquica, exigido por el propio desarrollo económico, no significó, a partir de 1957 y la llegada de los llamados “tecnócratas”, el desmantelamiento del Estado, sino la condición de su necesaria racionalización burocrático-administrativa. La reforma de la función pública, emprendida simultáneamente con la nueva política de liberalización económica, dotó al Estado español del primer aparato administrativo capaz de actuar con cierta autonomía y seguridad respecto a los aparatos de decisión política. Las fuerzas de seguridad, el I.N.I., la Administración Pública, la Seguridad Social, la sanidad, el sistema educativo fueron pruebas evidentes del crecimiento experimentado por el Estado en todos los ámbitos de la sociedad. Bajo el mandato de Franco, España pasó, pues, de ser un país económicamente atrasado a convertirse en una de las potencias industriales del planeta. El régimen creó, además, las clases medias por las que tanto habían clamado los regeneracionistas finiseculares. Cumplió su misión histórica; y eso, mal que les pese a muchos, hay que reconocérselo per saeculam seculorum.
La transición a la democracia liberal puso en cuestión, entre otras cosas, el proceso de la “nacionalización de las masas” desarrollado a lo largo del período franquista. El antifranquismo de la izquierda española degeneró en un absurdo y, en ocasiones, grotesco filonacionalismo. Bien es verdad que, como ya hemos señalado, las izquierdas españolas nunca disfrutaron de un proyecto nacional mínimamente sólido. Italia, Portugal, Alemania y otros países europeos tuvieron su propia experiencia autoritaria o totalitaria; pero sus izquierdas nunca pusieron en cuestión la unidad nacional de sus respectivos países. En lugar de elaborar su propio proyecto nacional, siguiendo, por ejemplo, los planteamientos de la Institución Libre de Enseñanza, pactaron con los nacionalistas. Tanto el PSOE como el PCE incluyeron en sus programas políticos el derecho de autodeterminación, el federalismo o el confederalismo. La inclusión en el texto constitucional de 1978 del término “nacionalidades” fue un duro golpe a la unidad nacional española. El término fue muy criticado por políticos e intelectuales, como Julián Marías, Gonzalo Fernández de la Mora, Laureano López Rodó, Manuel Fraga, José María Gil Robles, Luis García San Miguel, etc; pero se impuso el consenso entre los diversos partidos políticos. Para los nacionalistas vascos y catalanes, el término “nacionalidades” era sinónimo de “nación”. Sin embargo, los nacionalistas vascos no dieron apoyo a la Constitución; y en las manifestaciones de los catalanes solía oírse un estribillo: “Primero, paciencia; luego, independencia”. La ulterior construcción del denominado “Estado de las autonomías” ha favorecido las tendencias centrífugas; y, además, implica gastos económicos impagables, que lo hacen, a la larga, inviable. Por su propia lógica conduce a una confederación, que, como estamos viendo en Cataluña y pronto veremos en el País Vasco, lleva a la disolución del Estado. Pero no es solamente eso; es que el “Estado de las autonomías” no sólo no ha favorecido la conciencia de un destino común entre los españoles, sino que ha promocionado el localismo. Y es que una de las razones de la debilidad actual de la sociedad civil española es la reducción de la movilidad interna de los españoles. Cada vez hay menos ciudadanos que se trasladen a provincias o regiones distintas de la suyas; algo que es consecuencia de, por ejemplo, la desaparición del servicio militar obligatorio, pero igualmente de que, al tener cada comunidad autónoma sus propias universidades, los estudios superiores se realizan ya en el ámbito local. Además, la potenciación de las lenguas vernáculas, y los intentos de erradicación del castellano, ha hecho más difícil la emigración a las llamadas “nacionalidades históricas”. De la misma forma, se ha producido una progresiva sustitución de los cuerpos nacionales de funcionarios por sus correspondientes subdivisiones regionales. Ahora, en definitiva, los españoles se mueven menos; lo que tiene como consecuencia la reducción de aquellas experiencias comunes que sirven para fortalecer el sentimiento de una nación común. La integración española en la Unión Europea ha traído no escasos beneficios; pero, al mismo tiempo, ha potenciado a los nacionalismos periféricos. Y no sólo porque ha privado al Estado-nación de muchas de sus prerrogativas, sino porque las elites nacionalistas, como ha señalado el historiador socialdemócrata Tony Judt, han visto en Bruselas una alternativa para evitar la solidaridad con las regiones más pobres. Así es el contexto en el que nos desenvolvemos, producto de una larga trayectoria histórica. No existen, hoy por hoy, razones para el optimismo. Como diría Cánovas del Castillo, en estos momentos un pesimista es un optimista bien informado. Y es que, y en esto tenía igualmente razón Ortega y Gasset, a veces las cosas son de tal condición que analizarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de nada.