Carlos Cañeque

Identidad

(Dibujo de Jesús de Haro (Lápiz y témpera) 1981)

LA CRÍTICA, 19 SEPTIEMBRE 2025

Carlos cañeque | Viernes 19 de septiembre de 2025
¿Quiénes somos? ¿Qué somos? ¿Pertenecemos a un grupo concreto con el que compartimos algunos valores? ¿Qué influencia han tenido en nosotros nuestras familias o nuestros amigos? ¿Hemos cambiado con el tiempo o mantenemos elementos esenciales que nos definen y nos definirán siempre? ¿Deformamos la realidad cuando nos sentimos orgullosos o desdichados por lo que somos o creemos ser? Cuando uno entra en la edad provecta (tengo 68 abriles) no solo tiende a preguntarse sobre lo que es hoy sino sobre lo que ha sido. Es la mirada consciente que percibe con lucidez que la vida nos sitúa cada vez más cerca de la muerte, que el tiempo de formación de nuestra identidad se agota o petrifica. Menos proyectos ilusionantes y más recuerdos melancólicos. Qué le vamos a hacer. Es lo que hay. (...)

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En la identidad hay dos dimensiones que creo que debemos distinguir. Por una parte está lo dado, lo que no elegimos ni podemos cambiar, como el lugar de nacimiento, los padres que hemos tenido o el físico que nos ha deparado el azar. Pero por otra está lo que hemos elegido, como los amigos, los estudios, el trabajo, la profesión, etc. La psicología ha estudiado la identidad centrándose en el sujeto individual, mientras que la sociología y la antropología lo han hecho tratando de centrarse en sus procesos colectivos y culturales. En el estudio de la identidad personal se han creado teorías que dan cuenta de las distintas etapas biológicas de la vida: infancia, adolescencia, juventud y vejez. Todas son importantes y necesarias, pero en relación con la identidad y salvo en el caso de Freud (que prioriza la infancia), es comúnmente aceptado que la adolescencia es la etapa más decisiva. El profesor de la universidad de Yale Erik Erikson (1902-1994) es uno de los psicólogos más reconocidos en el estudio de la identidad. Sus teorías sobre la “crisis de identidad en la adolescencia” se consideran hoy referencias fundamentales en este campo. El adolescente se identifica a través de sus padres o los adultos de su entorno y necesita desarrollar su propia identidad. Erikson describe cuatro objetivos en la adolescencia: la independencia de las figuras parentales, la aceptación de la imagen corporal, la integración en la sociedad a través del grupo y la consolidación de la identidad con proyección temporal. Para Erikson, el buen desarrollo de la identidad en el adolescente va a influir en los estadios posteriores (juventud, etapa adulta y vejez) para que éstos discurran de forma favorable. En la vejez, Erikson entiende que el sujeto ha de aceptar el hecho de que en su vida ha sido él el principal responsable.

Junto a los estudios de la “identidad personal”, los análisis y las teorías sobre la “identidad cultural” han proliferado en el mundo académico abriendo campos en la sociología, la psicología social y la antropología. La identidad cultural es el conjunto de valores, tradiciones, símbolos y creencias que funcionan como estructura integradora de un grupo social concreto. Las personas que lo forman pueden fundamentar un sentimiento de pertenencia. Las religiones, las ideologías y los nacionalismos son ejemplos de identidades culturales. El problema, como en toda ciencia social, es que las culturas no son homogéneas ya que dentro de ellas se encuentran grupos o subculturas que forman parte de su diversidad interna y que responden a los intereses, normas y rituales que comparten. Como nos decía a los futuros sociólogos en sus clases mi admirado y querido profesor Carlos Moya, en el mundo rural tradicional y en las sociedades aisladas, la homogeneidad es más nítida porque los hijos tienden a querer ser como los padres. En cambio, en las sociedades urbanas modernas impera la diversidad y por ello el estudio de la identidad es más difícil. Si pensamos en grandes antropólogos como Levi Strauss, Bronislaw Malinowski o Margaret Mead notaremos que sus campos de estudio se centraron en sociedades extremadamente aisladas. En nuestra era global, lo más probable es que éstas ya no se parezcan en nada a lo que eran. Seguro que en las tribus del Amazonas que estudió Levi Strauss o en las Islas Trobriand de Malinowski ya pueden verse hoy muchos smartphones. Acaso esto signifique el fin de la antropología, al menos como la entendían los antropólogos clásicos. En el ámbito de la sociología que estudia las identidades urbanas, uno de los libros que nos recomendaba el profesor Moya es el del profesor Richard Sennett Vida urbana e identidad personal. (Península 1988). Sennet estudia la evolución de las instituciones, las competencias del individuo y las formas de consumo frente al desarrollo de las burocracias que potencian la fragmentación de la vida social y cultural. Creo que el profesor Moya me transmitió su entusiasmo por el estudio de las religiones. En mi primer libro Dios en América (una aproximación al conservadurismo político-religioso en los Estados Unidos) (Península. 1988) planteo el complejo asunto de la identidad cultural norteamericana centrándome en los distintos grupos religiosos. El "melting pot" (olla de fusión) es una conocida metáfora que describe la pluralidad religiosa americana. El llamado nativismo americano (WASP es el acrónimo en inglés de White Anglo-Saxon Protestant) siempre ha tendido a percibir las sucesivas olas migratorias como una amenaza a su “identidad nacional cristiana”. Debo agradecer al profesor y amigo Manuel Pastor la dirección de mi tesis doctoral sobre el conservadurismo y la religión norteamericana. Él siempre ha sido para mí una fuente de información política, especialmente cuando analiza una sociedad norteamericana (son muy frecuentes, como saben los lectores de La Crítica, sus lúcidos artículos en este diario) que acaso conoce como nadie en nuestro país.

Otros dos libros que el profesor Moya nos recomendó en un curso de doctorado y que, de forma muy distinta, tienen que ver con la identidad cultural son La presentación de la persona en la vida cotidiana (Erving Goffman. 1959) y La construcción social de la realidad. (Berger y Luckman. 1988). Comentaré algunos aspectos del primero. Goffman expone las bases de su “enfoque dramatúrgico” de la vida cotidiana, según el cual la mejor forma de entender la interacción social es verla como una representación teatral. Parte de la base de que cuando nos mostramos ante otras personas intentamos transmitir (de forma consciente o inconsciente) una determinada impresión sobre nosotros mismos, es decir, sobre nuestra identidad. Para ello, en esta interacción simbólica “interpretamos el papel que queremos trasmitir”. Toda interacción social es una performance creada para una audiencia determinada. Los papeles de los actores se refuerzan con “disfraces” como pueden ser los uniformes de la policía o las batas blancas de los médicos, pero Goffman amplía su reparto de personajes con roles funcionales como el de ser padre, hijo, amigo, político, juez, camarero, etc. Todo encuentro inicial está, en palabras de Moya, “predeterminado ritualmente”. Al principio, como ya señaló Ovidio en El arte de amar, cualquier seducción amorosa se basa en la forma de presentarnos detrás de una máscara que omite partes de la realidad y mejora otras que queremos transmitir. El gran maestro en esto era Don Juan. El carácter moral del actor durante la primera impresión le parece a Goffman determinante para la aceptación y definición de la escena: “debes parecerte a quien dices ser”. Por supuesto, saber moverse hábilmente entre los decorados es indispensable para obtener éxitos sociales. El que no sabe actuar constituye una amenaza para el elenco y es rápidamente apartado. El pobre Gregorio Samsa de La metamorfosis de Kafka sufre el cambio de identidad más brusco que podamos imaginar. Se despierta convertido en un insecto. Su performance involuntaria solo le sirve para desconcertar a su angustiada audiencia familiar…

Los prejuicios, los tópicos y los estereotipos pueden ser muy útiles para estudiar la percepción de una identidad cultural, porque algunos reflejan certezas probabilísticas muy considerables. Por ejemplo, que en general los catalanes somos menos simpáticos que los andaluces o los brasileños me parece cierto según mi propia experiencia empírica...

Finalmente, la conciencia es otro concepto clave para entender la identidad. John Locke consideraba que la identidad personal, o el yo, se basa en la conciencia (para él la memoria) y no en la sustancia del alma o del cuerpo. El capítulo 27 de su Ensayo sobre el entendimiento humano (1689), titulado “Sobre la identidad y la diversidad”, muestra una de las primeras conceptualizaciones modernas de la conciencia como la autoidentificación repetida de uno mismo. En Hegel, la “autoconciencia” es el resultado del proceso dialéctico de la conciencia que se vuelve sobre sí misma con el deseo de ser reconocida por otra “autoconciencia”. La identidad en Hegel nunca es un concepto estático. Para Marx, frente a la “alienación” provocada por el capitalismo, la conciencia de clase de los trabajadores era necesaria para hacer la revolución. Nietzsche, para alejarnos de los “rebaños” creados por el cristianismo, nos propone la identidad del superhombre, un personaje ideal que es capaz de crear sus propios valores sin ser apenas influido por ningún tipo de identidad cultural colectiva: el socialismo y la democracia son para Nietzsche claros herederos del cristianismo.

Si la enajenación puede convertir a un sujeto cabal en un fanático violento, podemos preguntarnos si la semilla de su fanatismo ya estaba en él antes de haber ingresado en aquella secta que lo llevó a la locura. A pesar de la psicología y de sus crecientes tipologías modernas, la identidad humana se resiste a darnos facilidades cognitivas. La misma palabra “individuo” (en inglés “individual”) me parece una de las grandes falacias de nuestra cultura. Nada me resulta más divisible que un individuo. Se me ocurre que el término podría haber sido creado y acuñado con la mejor intención, porque “individuo” sugiere, con cierta ingenuidad, una entidad íntegra, coherente e indivisible. Pero tratar de convencer a la RAE de que es mucho mejor utilizar el término “dividuo” para referirnos a un ser humano es algo que a mi edad me produce una enorme pereza… La palabra persona en latín significa máscara. Si aceptamos esa etimología, tener personalidad sería equivalente a tener “mascaridad”. Todos utilizamos máscaras en cada interacción social. Por eso no actuamos igual frente a un niño que frente a un médico. El necio y el loco no tienen máscaras. O acaso solo tienen una que se les ha quedado pegada a la piel. En gran medida, la identidad es un ejercicio de la imaginación que se perfila cuando nos miramos en un “espejo reflexivo”. Desde la filosofía y la lógica clásicas, el principio de identidad postula que toda entidad es idéntica a sí misma. Por ejemplo, la luna es idéntica a sí misma de la misma forma que un ser humano, con sus cambios, siempre será idéntico a sí mismo. Puede parecer una afirmación absurda y tautológica pero el principio de identidad entendido así es, junto con el principio de no contradicción, uno de los cimientos fundamentales del pensamiento occidental.

Avanzan a galope tendido las redes sociales eclipsando las fuentes de información más respetadas y autorizadas. Proliferan los debates absurdos como el de María Pombo y los libros. Los “influencers” llegan a tener millones de seguidores y algunos se hacen ricos publicitando marcas. Me pregunto a cuántos de esos seguidores les modificarán significativamente su identidad. Creo que si un día me despierto convertido en un insecto no sabré mover las patas…

Carlos Cañeque es profesor de Ciencia Política, escritor (premio Nadal 1997) y director de cine.