Íñigo Castellano

La cruz en las brumas del norte. Las últimas Cruzadas de Europa.(1585–1604)

La Batalla de Cornualles. (Ilustración: Belegering van een stad, Jan Luyken, 1684. Rijskmuseum).

LA ESPAÑA INCONTESTABLE

LA CRÍTICA, 30 MAYO 2025

Íñigo Castellano Barón | Viernes 30 de mayo de 2025
En los confines septentrionales del mundo conocido, donde la niebla se funde con el mar y las costas se recortan como cuchillos grises en el Atlántico, los estandartes de la monarquía católica ondearon más de una vez entre los vientos salvajes de Irlanda. Entre 1585 y 1604, cuando el mundo parecía debatirse entre la cruz y la espada, España —el imperio donde no se ponía el sol— extendió su brazo hasta las mismas entrañas del poder inglés. (...)

...


Lo que sigue no es solo una crónica de invasiones frustradas, es la historia de un sueño imperial, de las últimas cruzadas de Europa, y del eco lejano de soldados castellanos pisando tierras de bruma en nombre de la fe y del rey.

Los desembarcos y operaciones españolas en las islas británicas entre 1579 y 1601 representan un capítulo poco conocido, pero fascinante e incluso brutal, del conflicto hispano-inglés durante los reinados de Felipe II y Felipe III. Tres elementos se conjugaron en estos intentos por debilitar al enemigo protestante desde dentro: valor, fe y estrategia. España apoyó a los católicos irlandeses en su lucha contra la dominación inglesa con la esperanza de consolidar una base aliada en defensa de la unidad de la Cristiandad. A lo largo del último cuarto del siglo XVI, el Imperio español mantuvo una rivalidad abierta y compleja con Inglaterra. Aunque el fracaso de la Armada Invencible así llamada despectivamente por los ingleses, ha oscurecido otros episodios de gran violencia y audacia, España emprendió múltiples desembarcos y acciones militares, especialmente en Irlanda, como parte de una guerra religiosa y geopolítica. Desde que Isabel I de Inglaterra rompió con Roma y dio asilo a corsarios como Francis Drake, España consideró al reino inglés una amenaza tanto política como espiritual. La rebelión católica en Irlanda ofreció a Felipe II un punto débil en el control inglés sobre las Islas inglesas. España comenzó a apoyar a los clanes gaélicos y a los condes irlandeses rebeldes, con dinero, armas y tropas.

El primer desembarco se produjo en Smerwick. El signo de hierro llegó con la marea en 1579. Supuso el bautismo de sangre en tierra verde. Un puñado de hombres, unos 600 hombres, enviados por el Papa y apoyados por España, con el fin de establecer un enclave católico —españoles, italianos, aventureros de la Cristiandad— desembarcaron en esa remota región, en la costa oeste de Irlanda. Eran la avanzadilla de una cruzada tardía, alentada por Roma y sostenida por el oro de Felipe II. Al mando de Sebastián Martínez de Leyva, veterano de mil campañas, y Juan Martínez de Recalde que fuera el segundo al mando de la Armada Invencible, desembarcaron en la península de Dingle, condado de Kerry, Irlanda, en el fuerte de Dun an Óir (Fuerte del Oro), para unirse a la rebelión de Gerald FitzGerald, conde de Desmond. Sin embargo, estuvieron mal coordinados y fueron sitiados por las fuerzas inglesas bajo el mando del cruel y metódico Lord Deputy Arthur Grey de Wilton. Sin pólvora, ni agua, ni alimentos, los defensores se rindieron. Tras esto, los cañones ingleses callaron solo para dejar paso al cuchillo. Quinientos hombres fueron degollados en la arena en la llamada masacre de Smerwick, causando gran espanto en la Europa católica. Fue el precio de plantar la cruz en suelo enemigo.

En 1588, la Felicísima Y Gran Armada, con más de 130 naves, surcó el Canal de la Mancha con la mirada fija en Londres. Aunque no llegó a desembarcar, su objetivo era escoltar a las tropas de Flandes para invadir Inglaterra. La flota fue desbaratada, no tanto por la resistencia inglesa como por las tormentas del Mar del Norte, que destrozaron velas y cascos. Algunas naves naufragaron en las costas de Escocia e Irlanda. Los marineros que sobrevivieron fueron, en su mayoría, ejecutados sin juicio. Pero algunos, arrastrados por las corrientes, lograron refugiarse en tierras gaélicas, donde fueron acogidos como aliados. La esperanza de una liberación católica seguía viva para sembrar una semilla para futuras incursiones. De la defensa de la fe católica en Inglaterra se hizo un sueño frustrado.

En julio de 1595, Carlos de Amésquita, veterano marino español, zarpó desde Blavet (hoy Port-Louis, en Bretaña), al mando de cuatro galeras y 400 arcabuceros. El objetivo: una incursión de castigo y propaganda en la costa de Cornualles. Desembarcaron en Mousehole, Newlyn y Penzance, donde incendiaron tres pueblos, destruyeron defensas costeras y hundieron barcos. Allí, en suelo inglés, celebraron una misa católica tras bendecir el campo de batalla: un gesto profundamente simbólico. Aunque breve, fue una operación exitosa que sembró el pánico en la región. Inglaterra descubría que no era invulnerable. Fue la última vez que tropas extranjeras pisaron suelo inglés hasta la Segunda Guerra Mundial. Según los propios registros ingleses, “los españoles desembarcaron este día en las partes occidentales y han incendiado Penzance, Newlyn, Mousehole…”. Cuando Francis Drake y John Hawkins organizaron una flotilla para perseguir a los invasores, las galeras españolas ya estaban en alta mar. El corsario Spencer autorizó a Drake a través de mensajeros a perseguir a los invasores, pero ya era tarde: los españoles sumaron otro éxito a su historial y regresaron ilesos al puerto de Blavet.

El saqueo inglés de Cádiz en 1596 precipitó una respuesta. Felipe II juró venganza y organizó la Segunda Armada Española, que zarpó ese mismo octubre rumbo a Inglaterra o Irlanda. Aunque planeada para apoyar a los insurgentes irlandeses, fue dispersada por otra tormenta antes de alcanzar tierra. Los daños a la flota fueron graves y la operación fracasó. Aun así, Londres quedó impresionada por el tamaño de la expedición. Al año siguiente, Felipe volvió a ordenar una gran expedición enviando apoyo a los condes irlandeses Hugh O'Neill y a Red Hugh O'Donnell.

La Tercera Armada, compuesta por 136 naves y 12.000 hombres, zarpó en 1597 desde Lisboa al mando del Adelantado de Castilla, Martín de Padilla. Según el historiador Graham Darby, su objetivo era tomar Falmouth, avanzar hacia Plymouth y fomentar un levantamiento general. Sin embargo, un nuevo temporal, esta vez frente a Finisterre, destrozó la flota. Solo 98 barcos regresaron. Murieron unos 5.000 hombres. Padilla ordenó la retirada. Inglaterra, entre tanto, seguía movilizando tropas ante cualquier indicio de desembarco.

En 1599, una concentración naval española provocó una psicosis colectiva en Londres. Circularon rumores infundados de que una flota había desembarcado en Southampton o en la Isla de Wight. Se movilizaron 25.000 soldados, se construyó un puente flotante sobre el Támesis y se planeó evacuar a la corte al castillo de Windsor. El episodio pasó a la historia como la “Armada Invisible”. No hubo invasión, pero el miedo reflejó la percepción del peligro español. Inglaterra, fortalecida, alzaría su imperio en el siglo XVII. Lo cierto es que en aquellas décadas, cuando aún se hablaba en términos de cruzadas y herejías, soldados españoles atravesaron mares y murieron por causas que hoy suenan lejanas. Fueron cenizas sobre el Atlántico, llenas de fe, poesía y valor que el mundo entero admiró mientras Inglaterra se estremecía.

Con fe, tesón y una entrega absoluta a la causa católica, España se preparó para una ofensiva final que tomó forma hacia el año 1601. El punto culminante fue Kinsale. Bajo el reinado de Felipe III, unos 3.500 soldados españoles desembarcaron en el sur de Irlanda, comandados por don Juan del Águila. El objetivo era unir fuerzas con los rebeldes irlandeses y cercar a los ingleses. Pero los aliados gaélicos llegaron tarde y la guarnición española quedó aislada. En diciembre se libró una batalla campal que acabó en derrota. En enero de 1602, los españoles se rindieron de forma honorable y fueron repatriados. Fue el único desembarco exitoso en suelo británico desde el siglo XII. Con Kinsale concluyó el ciclo de incursiones.

Durante el reinado de Felipe II, las intrigas y el espionaje habían sido armas habituales. Desde la conspiración del duque de Norfolk hasta el complot de Babington, el monarca español respaldó a exiliados católicos y a jesuitas como Robert Persons. La embajada en Londres, dirigida por Bernardino de Mendoza, funcionó como un centro de inteligencia que coordinaba redes secretas para socavar el poder inglés. Roma también participó: el papa Pío V alentó planes de invasión y conspiraciones. En 1597, incluso se imprimió un edicto en inglés proclamando la conquista de Inglaterra: un acto de propaganda sin precedentes.

España no logró derrocar el protestantismo inglés, pero su compromiso fue innegable. Cada fracaso reveló no debilidad, sino determinación. Los desembarcos españoles en las islas británicas fueron episodios de una lucha global entre imperios, credos y civilizaciones. Bajo la sombra de la Armada, estas expediciones mostraron la dimensión atlántica de las guerras religiosas. Aún hoy, en algunas aldeas del oeste de Irlanda, se recuerdan leyendas de caballeros morenos que hablaban otra lengua, que rezaban al mismo Dios… y que trajeron consigo esperanza y guerra.

Íñigo Castellano Barón

Conozca a Íñigo Castellano y Barón


acceso a la página del autor


acceso a las publicaciones del autor

TEMAS RELACIONADOS: