El inicio de la Edad Moderna es la etapa más dorada de la Historia de Occidente. La mentalidad colectiva asocia Renacimiento al Arte y el Arte a Italia, mientras que se suele obviar que la potencia global del momento fue España y que, como tal, fue un referente en toda suerte de materias, también en Medicina. Escribió Adolfo de Francisco Zea que el primer impreso dedicado a esta materia vio la luz justamente aquí, en 1475, y que en 1700, de un total de 541 obras médicas publicadas durante más de una centuria en toda Europa, la autoría de 350 era de escritores españoles. Algunos de éstos se formaron fuera de España y luego retornaron. Otros, al contario, estudiaron aquí y difundieron sus conocimientos fuera, participando todos de una comunidad internacional en la que hoy apenas se les reconoce. (...)
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En ese tiempo se dio una verdadera revolución en lo que concierne a los saberes médicos, y aunque esto se debió a múltiples factores, es obligado señalar al menos tres de los más importantes. A nivel superior, entre los médicos, fue determinante la implantación en la comunidad del paradigma propuesto por el Humanismo cristiano, y como ya hemos tenido la oportunidad de destacar, el papel de los teólogos españoles en sus inicios fue igualmente trascendental. Pasar de una sociedad teocéntrica a otra antropocéntrica permitió focalizar en el hombre, en el cuerpo como una de sus partes constituyentes esencial y, así, tratar también de comprender sus males y enfermedades.
A un nivel inferior, pues los cirujanos tenían una condición social por entonces bastante más baja que la de los galenos, se podría decir que dos son los procesos que les terminaron por ensalzar. Por un lado, el desarrollo del ejército moderno, en el que la monarquía española se preocupó de garantizar la asistencia sanitaria a sus militares, siendo el primer Estado en que esto sucedió y en el que se incorporaron médicos, cirujanos y barberos a las capitanías y cuerpos de ejército. La proliferación de las guerras y el aumento de efectivos pronto les permitió ampliar conocimientos y perfeccionar técnicas. Por otro, la colonización de territorios por todo el mundo puso a esos profesionales en contacto con enfermedades nuevas, contextos geográficos y climáticos ignotos y, cómo no, con saberes populares de otras culturas que debían ser testados.
En comparación con lo que se sabe en la actualidad, el grado de evolución de la Medicina a fines del Medievo era bastante elemental y, aún más grave, persistían una serie de barreras para poder avanzar, que lastraban la brillantez de muchas cabezas. Entonces, en la comunidad científica se iniciaron una serie de debates, en los que el parecer de nuestros compatriotas contribuyó a que aquéllas se pudieran franquear.
Por ejemplo, el médico medieval no estimaba que fuera necesario el estudio del cuerpo, y ni tan siquiera que él debiera implicarse en su tratamiento, delegando esas tareas en cirujanos, barberos, sangradores y otros oficios cuya formación no estaba reglada. Al contrario, esta nueva generación de estudiosos fue determinante, al reclamar que su trabajo debía partir de un “trabajo de campo”. Para ello, lograron vencer el rechazo a prácticas como la disección humana, que incluso requería de un privilegio papal o real para poder ser llevada a cabo. Zaragoza lo recibiría del rey Fernando el Católico en 1488. El primer español que comenzó a trabajar con cadáveres fue Andrés Laguna, que se trasladó a la universidad de París, donde coincidió y fue admirado por Vesalio. Este segoviano logró publicar la primera obra de anatomía del continente, en la que ya se percibe cierta mejora en el conocimiento del cuerpo humano. Es considerado, además, el padre de la urología moderna.
El camino que inició Laguna fue seguido por otros españoles. Bernardino Montaña de Monserrate compuso la primera obra ilustrada, orientada ésta a su uso por cirujanos. En Castilla, el primero que en la universidad impartió clases con cadáveres fue Alfonso Rodríguez de Guevara. Pedro Jimeno, por su parte, incluso complementó la anatomía de Laguna, que se había ocupado principalmente de los órganos, añadiendo la estructura espacial compuesta de músculos y huesos, lo que conllevaría que en poco tiempo incluso rectificarían los errores de Vesalio. Éste sería el primer maestro en acompañar la docencia con un esqueleto completo montado en el aula. A Miguel Servet se le reconoce por haber descrito por primera vez el sistema circulatorio. Y a Juan Valverde, autor de un nueva Anatomía, por crear una nueva nomenclatura científica española, en la que introdujo términos populares para su mejor comprensión.
Todos los anteriores huyeron del uso del latín y publicaron sus trabajos en castellano, y hasta con términos vulgares, con el único fin de que cirujanos y barberos los pudieran aprovechar. Como verdaderos sabios, los médicos españoles prescindieron igualmente del clasismo, tratando de vincular la cirugía a la práctica médica y logrando llevar esa especialidad a la universidad, constituyéndose la primera cátedra en Valencia, la cual fue entregada a Jaime Colom.
Como consecuencia de esta mejor formación a cirujanos y a médicos que ejercieron como tal, se consiguieron una serie de hitos tales como la primera monografía sobre Medicina legal, de Juan Fragoso, los estudios sobre neurocirugía de Andrés Alcázar, el primer tratado de Urología de Francisco Díaz de Alcalá, otro estudio novedoso sobre la Sífilis de Juan Calvo, el inicio del tratamiento de datos estadísticos hospitalarios de Bartolomé Hidalgo de Agüero, el desarrollo de las piezas ortopédicas gracias a Francisco de Arceo y, como muy sobresaliente, toda la obra del gran cirujano Dionisio Daza Chacón sobre el tratamiento de heridas, en su época mejor valorada que la del francés Ambroise Paré. Para más información pueden consultar las publicaciones de Alfredo Moreno-Egea, que aporta todos estos datos y más.
Así pues, a mediados de siglo incluso los estudios de medicina se habían renovado profundamente. En una fecha tan temprana como 1563, una disposición determinó que para ser médico en los reinos de España se cumpliese lo siguiente (A. de Francisco Zea): Que antes de poder cursar Medicina el interesado hubiera cursado en “Artes” en una universidad “aprobada”; por tanto, que tuviese estudios y formación previa. Que luego afrontase una formación de 4 años aprobando año a año para convertirse en bachiller. Pero que una vez conseguido el título no pudieran “curar” en dos años, sino ejercer bajo la supervisión de médicos “aprobados”, no pudiendo en ningún caso realizar esas prácticas sin antes obtener la cualificación citada. En definitiva, como se puede apreciar, ya se había diseñado una formación bastante parecida a la actual.
No debemos olvidar, así mismo, que algunos de los citados ofrecieron sus servicios en centros de caridad, como el hospital del Monasterio de Guadalupe, que terminó por convertirse en todo un referente en materia de Cirugía. Otros como Chacón ejercieron su oficio en el ejército. Pero, además, todos fueron grandes humanistas que nos legaron obras de botánica, libros de viajes y de un sinfín de materias, que igualmente enriquecieron el alma de los europeos y no sólo preservaron su cuerpo.
No podría culminar este artículo sin citar el caso asombroso de “Elena o Eleno de Céspedes”, sobre quien publicaron hace unos pocos años los autores Ignacio Ruiz Rodríguez y Alexander Hernández Delgado. Se trata de una mujer que nació en Alhama de Granada a causa de la violación de una esclava negra, siendo por tanto mulata. Obligada a casarse con un albañil, tras el nacimiento de su hijo, abandonó a su marido, dejó al recién nacido con su madre y se hizo al mundo. Ejerció como sastre, oficio que había aprendido como mujer y siendo de condición transexual, primer caso documentado en España, acudió vestido de hombre como militar a la guerra de las Alpujarras. Terminó en Madrid, donde aprendió el oficio de cirujano y aprobó dos cursos para poder ejercer, granjeándose gran fama (es evocada en el Quijote por Cervantes) y porvenir, llegando a servir en la Corte de Felipe II. Sin embargo, su promiscuidad no pasó desapercibida, dicen de ella que tentaba a solteras, casadas y viudas, y su matrimonio con María del Cano fue suficiente para que el Santo Oficio se ocupara de ella y le abriera un proceso. Al igual que huyó de la esclavitud lo hizo de la Inquisición, y algunos creen haber documentado su presencia posterior en Perú.
Sirva esta anécdota para culminar un breve esbozo de un momento maravilloso de nuestro pasado, así como para honrar y recuperar el recuerdo de todos ellos, sin excepción, grandes personajes también de la Historia de la Medicina universal.
Hugo Vázquez Bravo
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