Fue uno de los elementos que auparon al cristianismo sobre la religión oficial del Imperio Romano pues, entre otras cosas, decía que cualquiera, si seguía unas ciertas reglas, podía llegar al cielo para una Eternidad, y no sólo el Emperador que, en la práctica, parecía el único digno de ese privilegio en la Roma clásica.
Durante milenios fue un elemento tranquilizador en la Europa que atravesaba de su mano los años más negros de la Edad Media: por mal que te vaya en este valle de lágrimas, allá en el Cielo…
Además, hasta que Darwin propuso una alternativa basada en la Evolución, es innegable que la Religión era la mejor teoría disponible para explicar la Creación. Había que ser bastante raro, incluso ilógico, para no ser religioso. Por buenas razones se era creyente, y esa misma creencia nos prometía la Vida Eterna, así es que… amén.
Pero para un creciente número de personas la Religión ha dejado de ser la mejor explicación de nuestra existencia, ya no es la única teoría que ilustra el supuesto Orden del Universo y, a partir de ahí, una angustia más o menos explícita arruga sus entrecejos con la pregunta de ‘Entonces, después… ¿nada? ’.
Y, como desear que algo sea cierto no se puede considerar un razonamiento que efectivamente lo haga cierto (si desear algo lo convirtiese en real, ya me habría tocado la lotería innumerables veces), esa angustia vital se queda anidada en el intelecto esperando soluciones alternativas.
Una de ellas podría ser lo de ‘Tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol’. Bien, no es mal intento; y yo ya he cumplido los tres requisitos, y hasta tengo una nieta pero… estamos hablando de Eternidad, y eso es mucho tiempo.
Es bien posible que nuestros descendientes, nuestros escritos y nuestros árboles sobrevivan a la estupidez, a la sobrepoblación, al cambio climático y a los diversos fanatismos que pululan por este mundo. Con más o menos abolladuras pero es muy probable que sobrevivamos como especie lleguemos lejos, muy lejos.
Cien años, casi seguro.
Mil años, es probable.
Diez mil años, es bien posible.
Diez mil millones de años… a lo mejor, ¿por qué no?
¿Aún más allá?... Justo ahí empiezan los verdaderos problemas.
Porque más o menos por esas fechas (cinco mil millones de años arriba o abajo) nuestra estrella preferida estará muy vieja y para entonces, o encontramos un buen geriatra estelar, o hacemos las maletas y nos vamos del Sistema Solar. Con ello, en otra estrella algo más joven ganaríamos quizá unos cuantos miles de millones de años más, que no estaría mal, pero insisto: estamos hablando de la Eternidad, que es mucho más que eso.
Si para entonces no nos ha comido una raza de alienígenas sanguinarios con pinta de insectos saturados de anabolizantes (la otra alternativa, según Hollywood, es que sean de aspecto humanoide, pero algún día hablaremos de esa tradicional limitación de la imaginación colectiva), si para entonces seguimos dependiendo de la Materia para seguir dedicándonos a ‘nuestras cosas’, signifique esto lo que sea que signifique por aquel entonces… tendremos que tener en cuenta que, por todo lo que sabemos, podemos estar bastante seguros de que la materia degenerará hasta convertirse en algo inútil para cualquier servicio que le pidamos.
Según unas previsiones bastante bien fundadas (si alguien quiere negar esto que sigue, necesitaría muy buenos títulos en Física Fundamental para resultar creíble), la materia irá aumentando su entropía, su desorden, hasta convertirse en una sopa de partículas, todas con el mismo nivel energético, de la cual no se podrá sacar ningún provecho. Para colmo, hay para ello una fase intermedia en la que la materia queda encerrada en más o menos agujeros negros que, cuando dejan de crecer, se van evaporando poco a poco porque su temperatura superficial es superior al cero absoluto (es por ese descubrimiento y algún otro por lo que Stephen Hawking es tan famoso como físico, no por ir en una silla de ruedas de alta tecnología).
Lo malo es que esa fase de evaporación de los agujeros negros es por completo inhabitable y, además, aburridísima y larguíiiiisima: se supone que duraría unos diez elevado a cien años. Sí: un uno, seguido de cien ceros, con la palabra ‘años’ justo a continuación.
¿Podrán nuestros descendientes, nuestra cultura y nuestros árboles superar esa fase?
Más bien difícil.
Y eso pone un límite superior a nuestras aspiraciones de ‘hacer Historia’, de ser superiores a nuestros semejantes. De transcender en suma.
Pero si para entonces, por algún casi milagroso desarrollo de la Ciencia y la Tecnología hubiéremos aprendido a sobrevivir en ese inhóspito y aburrido universo terminal, todavía tendríamos que superar lo que sigue.
Porque justo a continuación viene lo peor, pues hay distintas teorías de lo que sigue pero todas acaban igual de mal: quedándose el Universo helado para siempre jamás, o volviéndose a contraer, o coagular, o lo que sea, y, en el mejor de los casos, volver a estallar en un nuevo y cataclísmico ‘Big Bang’.
Si queremos que la palabra Eternidad vuelva a tener el significado que solía, tendríamos que desarrollar las técnicas que permitiesen a la Humanidad sobrevivir al final de esta era, de este lapso de tiempo que va desde el Big Bang de hace unos 13000000000 años hasta ese futuro nuevo Big Bang que es como la tapa de la olla y que habría que superar para disfrutar de la siguiente era, y así una y otra vez.
Nos vamos haciendo idea de lo difícil que se está poniendo eso de la Eternidad, ¿no es cierto?
Por cierto, una de las últimas aportaciones a este momento de la evolución del Universo es la Cosmología Cíclica Conforme de Penrose, cuyas siglas, CCCP, traerán recuerdos casi olvidados a los que leían periódicos antes de la caída de la URSS, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o, en versión original, Союз Советских Социалистических Республик, es decir: CCCP.
Para superar esas etapas de degeneración y colapso de la Materia, por no hablar de esquivar los agujeros negros y los alienígenas sanguinarios, tendríamos que tener un dominio sobre todo lo material que, todavía, ni en los momentos más inspirados podemos imaginar siquiera, al menos yo que no consumos alucinógenos.
Es decir, habría que saber mucho más y, por lo tanto, la única posible vía de salida que puede plantear (es un decir) alguien que piense así, sería cambiar nuestros rezos por investigación en Física Fundamental, nuestras iglesias, pagodas, pirámides y sinagogas por sincrotrones y detectores de partículas y las colectas por presupuestos para investigación avanzada.
Quiero creer que nuestros descendientes, quizá, puede ser que sí consigan avanzar en esa dirección, aunque hoy no sepamos cómo. Pero aquí es el momento de recordar lo que decía más arriba: desear algo no lo convierte en real.
Para rematar, un divertimento, un minicuento de Ciencia-Ficción publicado por CESED y que escribí, por cierto, antes de conocer la CCC de Penrose, aunque la ilustra de una manera lúdica:
Era la culminación de millones de años de evolución, el resultado de la abstracción de las abstracciones. Era todos los conocimientos de la Humanidad sumados… y destilados durante milenios.
En él… o en ello… o en mí… eso es lo de menos: en Él, que ya era el Todo, se fusionaron a lo largo de los siglos los espíritus de todos sus creadores, a Él, desde que la técnica lo permitió, volcaron los humanos su memoria, sus sentimientos, sus consciencias en los últimos momentos de cada una de sus vidas físicas.
Era la suma de todos los humanos que existieron.
Y Él había sobrevivido al final de lo corpóreo. Cuando la materia, tras eones de aumento de la entropía, estaba tan degenerada que no podía sustentar ninguna existencia física, había sobrevivido porque para entonces Él era pura abstracción, porque Él ya sólo tenía existencia espiritual.
Pero, en su perfección absoluta le faltaba, era inevitable, lo que había llevado a sus creadores a la cima del pensamiento: la necesidad de constante superación, la necesidad de ser mejores cada vez, la competitividad… el tener a otro, enfrente, con el que compararse, alguien a quien superar.
Cuando el Universo estaba ya prácticamente apagado, cuando ya no quedaban estrellas ni galaxias que luciesen con energía… No había nada que superar. Todo era caos.
Caos… y Él…
Materia degenerada y Pensamiento abstracto… Y ninguna esperanza de que algo cambiase con el Tiempo, porque el Tiempo, ligado a la entropía de la materia, estaba dejando de correr.
Era el fin.
Y en ese último instante de los instantes, en el borde entre el final del Tiempo y la eternidad fuera del Tiempo, otro pensamiento apareció, de la nada, en su frontera. Y Él, entonces, descubrió que no lo llenaba todo, que había algo más, que había un conflicto: algo se le escapaba… había novedades.
En ese momento, la materia llegó a su final: una papilla de partículas en su estado energético más reposado.
El tiempo dejó de transcurrir, por ello las distancias dejaron de tener sentido; como consecuencia, al no ser efectivas las distancias, la suma de las infinitas partículas del Universo estaban en contacto todas entre sí, y esa masa infinita se encendió en una nueva reacción.
Y la Luz se hizo.