En la España de los siglos XVI y XVII ciertamente «no se ponía el sol», y ante la inmensidad de tal imperio, la corona hispana y especialmente el rey Felipe II hubo de centralizar y burocratizar la administración de un mundo que solo tenía sus precedentes en el imperio romano. Un Siglo de Oro en la literatura, en la mística, en la milicia y en las artes. Son los siglos de los descubrimientos y de las exploraciones geográficas.
Sólo las tierras descubiertas en el llamado «Nuevo Mundo» por apenas diez mil hombres y en un tiempo de cuarenta años, se conquistaron y colonizaron cerca de dos millones de kilómetros cuadrados con una población indígena de unos cincuenta millones de personas. Lo que pasó y tal como transcurrieron los acontecimientos la historia junto con la ciencia documentada ha dado testimonio del valor y motivación que llevaron a los españoles a tan magna hazaña. (...)
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Un cambio renacentista con vigorizante fuerza desarrolló uno de los períodos de la historia más relevantes y atrayentes para los descubridores de nuevas tierras y para sus exploradores. El poder hegemónico de la España Imperial impulsó no solo la primera evangelización global del cristianismo sino igualmente la cultura civilizadora que este conlleva.
Pero no fue fácil por la extensión del escenario territorial y los medios de los que se disponía, difundir el mensaje evangélico. Aún así, hubo muchos hombres entregados a esa sagrada misión y entre ellos, algunos que además poseían un espíritu aventurero que sumaban a su cultura académica y a su propia intrepidez. No fueron obstáculo las distintas lenguas que se hablaban en los lugares que visitaron, ni tampoco los océanos que les separaba de su misión, ni el primitivo comportamiento de sus gentes. Todo se superaba con ese afán evangelizador y por el conocimiento y exploración de nuestro bello planeta. Desde Filipinas en el oriente, hasta las Indias occidentales. Se podría definir aquellos siglos con un símil cósmico, como un universo en expansión. Y en ese cosmos, la orden de los jesuitas fundada por San Iñigo de Loyola, y que San Francisco Javier como una estrella llegara a los límites de ese hasta entonces conocido universo se expandiera en su motivación evangelizadora y científica, provocó una dinámica que no tiene parangón. El saber como la exploración e investigación fueron instrumentos no solo para conocer y entender nuestro entorno sino para embelesarnos más con la perfección del planeta Tierra, mediante la exploración de los espacios descubiertos. Consecuencia de todo ello empiezan a emerger, geógrafos y cartógrafos que facilitan el comercio que se inicia hacia aquellas nuevas regiones. Numerosos relatos gloriosos por su heroicidad, como científicos por los descubrimientos geográficos, étnicos, de flora y fauna; escalofriantes en cuanto por la crueldad que el ser humano puede llegar a mostrar, como de grandes episodios de solidaridad humana, explican la auténtica «verdad histórica» de la nación hispana. Las Leyes de Indias impregnadas de un espíritu no solo apostólico sino también de un gran contenido humanista sobresalen en las conquistas y evangelización española. Como dijo Miguel de Cervantes: «Andando lugares y conociendo gentes se hace uno prudente».
En aquel primer año de los grandes descubrimientos se fundó la Orden de los Jesuitas directamente vinculada al papa. A los años, la expansión de la Orden fue un continuo apogeo que llegó al siglo XVII, cuando sus misiones se extendieron por todas las regiones de Oriente a Occidente. La Ruta de las Especias, saliendo de Lisboa para bajar por toda la costa occidental de África hasta el Cabo de Buena Esperanza y de ahí remontar por la parte oriental hasta que llegado un punto, casi en la mitad del litoral oriental, navegar hacia el este, cruzando el océano Índico para finalizar en Goa, La India. Este sería el trayecto inicial del gran aventurero y científico, Pedro Páez Jaramillo, que nació en 1564 en Olmeda de las Fuentes, un pequeño pueblo de La Alcarria, quien a sus saberes académicos, unió su vocación jesuítica para lo que marchó a Coímbra (Portugal) en donde inició sus estudios, aunque pronto y siguiendo la proclama casi militar de San Ignacio: «Id e inflamad el mundo», se le mandó a Goa, debido a sus inquietudes y ansias por la evangelización y descubrimiento, donde ejerció en el colegio de San Pablo hasta finalizar sus estudios. Era el año de 1588. Junto a otro jesuita, Antonio de Montserrat, fueron enviados a Etiopia, pero previamente se les advirtió de los peligros que con seguridad correrían sus vidas. Ante esta advertencia, Páez respondió: «la razón fundamental para ir a la India fue aprovechar estas ocasiones con las que pudiese servir a Nuestro Señor y padecer lo que fuera por su amor. Así, cuanto más trabajosa y difícil sea, con mayor contento y alegría la acepto». Al poco fue ordenado sacerdote. Por todo ello puede perfectamente vislumbrarse el perfil de Páez que contaba con todas las virtudes de la Orden en cuanto a disciplina, amor al viaje y a la aventura, valor, espiritualidad, gran capacidad intelectual y científica, dotes pedagógicos y voluntad de cumplir el cometido, a lo que añadía su especial empatía personal, el conocimiento de idiomas, gran capacidad de persuasión, una fina sensibilidad diplomática unido a un gran sentido del humor junto a su siempre permanente curiosidad por lo nuevo o desconocido.
Eran los tiempos del reinado de Felipe II. Etiopia era cristiana no católica, con un rito muy ortodoxo necesitado del rito católico. Es sobre ello de lo que quiere convencer primeramente al rey etíope. El viaje hacia Etiopía no fue fácil. Una tormenta les hace recalar en un enclave portugués y cuando de nuevo navegan hacia su destino, una galerna los lleva al norte de Bombay, colonia portuguesa. Desde aquí vuelven a zarpar hasta llegar a otro enclave propiedad de la monarquía hispana. Considerando más prudente cambiar su vestuario sacerdotal por otro más camuflado y parecido al mundo islámico, pues los cristianos no eran del agrado de aquellos pueblos. Se disfrazaron de esta manera como comerciantes armenios y llegan desde Dhofar en Omán, a la ciudad de Mascate, su capital, conquistada por el portugués Alfonso de Alburquerque, orillada al mar arábigo, el golfo de Omán y Pérsico, entre Yemen y Arabia Saudí y Emiratos árabes.
Conviene recordar que hasta 1640 los enclaves portugueses eran propiedad de la monarquía hispana. Desde Muscate llegaron a Ormuz, una isla en el estrecho del golfo pérsico. Y fue aquí donde unas fiebres se apoderaron de Pedro Páez y de su compañero, que bien pudieron ser malaria. En 1589 tras unas semanas, ya recuperados de sus padecimientos partieron de nuevo hacia otra isla llamada Ceilán (Sri Lanka), pero en el trayecto unos piratas les abordaron y los tomaron como esclavos vendiéndolos a un comerciante turco. Pero no todas las desdichas de ese viaje habían acabado, pues al poco una tormenta dejó al barco pirata a la deriva arrastrándole contra el litoral de Arabia Saudí, pero los turcos con gran habilidad consiguieron hacerse con otra nave y en ella lanzarse de nuevo a la mar, fue cuando se dieron cuenta de que no eran armenios sino cristianos, y decidieron llevarlos ante su jeque en la ciudad de Hairan en mitad del desierto Rub al Khali en la región de Hadramawt, sopesando que al ser cristianos tendrían más valor que en los mercados de esclavos. La travesía la hicieron los dos jesuitas a pie, quemado sus pies por el calor de la arena del desierto, atadas sus manos a las colas de los dromedarios, sufriendo una sed que los llevó a despedirse uno del otro pensando que iban indefectiblemente a morir en medio de aquellas infernales arenas. De hecho, pasarían siglos hasta que algún europeo volviera a cruzar aquel desierto. El Jeque compadecido de sus estados y situación, les atendió en comida y los trató con deferencia. Pero la pesadilla continuaba. Terminada su breve estancia con el jeque partieron otra vez por aquel infierno arenoso para visitar a otro hermano del jeque quien igualmente les trató con respeto y ofreció una desconocida bebida cocida llamada cahua a la que se echaban unas cáscaras pequeñas y oscuras que llaman bun de fuerte sabor que resultó ser café. Bebida hasta entonces desconocida en el mundo y que terminaría siendo de consumo universal. Así pues, sin ellos saberlo acababan de ser los primeros en conocer y luego exportar aquella bebida por todos los continentes. Y así lo hizo constar en los numerosos escritos y documentos que Páez escribió dando cuenta al «general» de los jesuitas de su permanente aventura apostólica. Tras ser recibidos con la cordialidad musulmana fueron encerrados en unas mazmorras en Hairam, por mandato del «pasa» turco que vivía en Sanaa, capital de Yemen. Posteriormente, nuevamente tuvieron que volver por el terrible desierto para ser conocidos por el entonces líder de aquella región, quien tras verlos y satisfacer su curiosidad los encerró en una cárcel y de esta pasaron a otras, y así durante años. Llegado el año de 1595 fueron vendidos como galeotes y sentados en las bancadas pasaron meses bogando en una galera turca por la zona yemení del Mar Rojo.
Bien por estar enterado Felipe II o por los propios jesuitas, se negoció su libertad a través del virrey de la región, Matías de Alburquerque, quien llegó a pagar la astronómica cantidad de dos mil coronas por los dos jesuitas que libres ya, regresaron a Goa. Tras un tiempo de descanso, estudio y reflexión, Páez retomó la misión que hasta allí le había llevado como era la de reforzar la misión de Fremona en donde solo permanecía un jesuita. De nuevo con Antonio Montserrat, decidieron embarcarse para cumplir con su cometido y llegar a Etiopía. A los pocos años Montserrat murió debido a los sufrimientos, años de cautiverio y trabajos forzados. Ya sin su compañero, Páez en 1603 volvió a intentar llegar a Etiopía solo, pero con un ánimo que le mantenía vivo y exultante en las perores dificultades. Para llegar, esta vez se disfrazó de mercader. Había aprendido varias lenguas, entre ellas el armenio, el árabe, el persa, hebreo y hasta chino gracias a sus compañeros que habían estado en misiones en China.
Finalmente llegó a Fremona, en Etiopía, la vieja misión objeto de sus desvelos. Comenzó a aprender el idioma e incluso dialectos de aquella tierra cristiana pero ortodoxa. Allí pasaría el resto de sus próximos diecinueve años hasta su muerte, resistiendo los ataques de los otomanos y de los musulmanes. Posteriormente a su muerte, otro jesuita español, en 1643, fundaría otra misión evangelizadora quien llegó a ser el patriarca católico de Etiopía. El emperador de Etiopía, Za Dengel, quiso conocer a la pequeña comunidad de los jesuitas que habitaban sus tierras y los invitó a su palacio, aunque aquello trajo problemas de carácter político y rebeliones tras la conversión del emperador por lo que se produjeron escaramuzas y pequeños conflictos hasta que Za Dengel fue sustituido por el nuevo emperador Susinios. Entabló una gran amistad con él quien le ofreció consultar los antiguos libros que le permitieron escribir por vez primera la Historia de Etiopía en portugués y en cuatro volúmenes. Por esa misma amistad, Páez acompañó mucho al soberano en sus exploraciones de su territorio y siendo en una de ellas cuando el 21 de abril de 1618, llegaron a unos 100 kilómetros al sur del lago Tana donde descubrió el nacimiento de una de las fuentes del Nilo, el Azul. El más gran afluente que nutre el gran Nilo, muy superior al llamado Nilo Blanco que nace en el noreste de África y se unen a la altura de Jartum, capital de Sudán. Susinios en 1622 terminó convirtiéndose al catolicismo. Transcurridos pocos meses, el 25 de mayo de ese mismo año, la extraordinaria misión de Pedro Páez finalizó con su muerte en Gorgora, a orillas del lago Tana en donde se encuentra enterrado y en donde construyó una iglesia. Una verdadera historia de sacrificio, fe y vocación solidaria que durante siglos fue olvidada y que en los últimos años ha logrado protagonismo. Algo que un escocés trató de hurtarle, James Bruce, reconocido masón y explotador más conocido por haber buscado sin éxito las fuentes del Nilo Azul durante doce años y realizar una permanente crítica contra todos aquellos que lo intentaron y que podían sustraerle su maliciosa farsa. Un entusiasmo motivado por encontrar en Etiopía el «Arca de la Alianza» para entregarla a los masones. Pero la historia falsa de este anglo, difícil de mantener por largo tiempo, terminó con el mito de Bruce, y la historiografía y la documentación pudieron demostrar que 150 años antes el español y jesuita Pedro Páez Jaramillo entró a formar parte del largo elenco de descubridores, exploradores y científicos españoles que dieron lugar al desarrollo de las ciencias de la navegación, al comercio internacional y a la primera globalización de la cultura cristiana en todos sus aspectos.
El descubrimiento de la principal afluente del río Nilo fue objeto de muchas investigaciones por parte de muchas naciones que casi mantenían el mismo empreño que cuando España descubriera el Nuevo Mundo. Páez llegó a afirmar en un escrito: «Confieso que me alegré de ver lo que tantos desearon ver antiguamente el rey Ciro, el Gran Alejandro Magno y Julio César».
En 1564, cuando Pedro Páez vino al mundo, Felipe II reinaba en España hacia ya ocho años, después de la abdicación de su padre el emperador Carlos. La España de los Austrias era entonces la primera potencia política y militar de la época y sus famosos «tercios», resultaban imbatibles en los campos de batalla del continente. Las conquistas de la corona española y su expansión colonial eran imponentes y se habían producido en muy pocos años, en menos de medio siglo, desde que Colón alcanzó América en 1492. En 1496, Melilla había caído en poder de las tropas españolas al servicio de la casa del Duque de Medinasidonia. En 1509 fueron conquistadas Orán y Trípoli. En 1513, Vasco Núñez de Balboa llegó a las costas del Pacifico. En 1519, Hernán Cortés ocupó México. En 1552, Juan Sebastián Elcano completó la primera vuelta al mundo. En 1536 Francisco Pizarro sometió en Perú al Imperio Inca. En 1542 Villalobos llegó a Filipinas. En 1580 se unieron las coronas española y portuguesa, añadiendo por ello las posesiones de ultramar de América y las del África atlántica, del Índico y de Asia.
¡GLORIA A ESPAÑA, VIVA LA HISPANIDAD!
Íñigo Castellano y Barón
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