Íñigo Castellano

El emperador-soldado contra la piratería morisca del siglo XVI

La piratería morisca en el siglo XVI. (Ilustración: https://www.gehm.es/edad-moderna/).

LA ESPAÑA INCONTESTABLE

LA CRÍTICA, 22 OCTUBRE 2023

Íñigo Castellano Barón | Domingo 22 de octubre de 2023
En el centro de la larga línea que perfila el sur de la Cuenca Mediterránea (La Mauritania) se halla la ciudad de Túnez (muy próxima a la antigua y mítica Cartago). Fue antaño una provincia, Tingitania, en la costa norteña africana adscrita a España por Roma que logró un rico comercio en la cuenca de este mar embravecido por frecuentes oleajes. En el año de 1532 en la antigua ciudad bizantina de Constantinopla rebautizada como Estambul (...)

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residía en el palacio de Topkapi al que los otomanos llamaban la Sublime Puerta, el Gran Turco Solimán el Mágnífico, sultán del imperio otomano. El corsario berberisco Barbarroja fue nombrado almirante de la flota otomana. Siendo el año de 1534 arrebató la ciudad de Túnez tras deponer a su rey Muley Hassan, vasallo del emperador Carlos de Gante. Tras este hecho Carlos V convocó Cortes en Madrid dispuesto a organizar la reconquista cuyos preparativos requirieron de casi un año.


La «Santa Ana», una gran carraca con láminas de plomo cubriendo su inmenso casco, flanqueada por otras cinco galeras ondeando en sus mástiles la cruz roja de ocho puntas zarpó desde la isla maltense bajo el mando de los caballeros de la Orden de Malta para acudir a la llamada del emperador. De otras partes de Imperio español e incluso del reino de Portugal se envió bajo el mando del Infante Luis de Avis al gran galeón "Botafogo" que con veinte carabelas se unieron a la expedición imperial. Otras naos desde Amberes, Italia, Alemania y otras regiones se sumaron igualmente. El propio emperador cubierto por su armadura de guerra y asistido entre otros por el duque de Alba y el de Nájera, el conde de Benavente, el de Niebla y el marqués de Aguilar de Campoo entre otros, partieron al lugar del encuentro. Desde Málaga, lo hizo el gran marino Álvaro de Bazán, y desde Barcelona donde se congregó parte de la armada y en cuyo lugar el emperador se encomendó a la Virgen de Monserrat, salió el almirante de la flota española Andrea Doria deseoso de su revancha contra el corsario de origen griego Heireddím Barbarroja quien tiempo atrás le había derrotado. El nuevo Comandante General de las fuerzas otomanas tenía merecida fama tras vencer a una expedición española al mando de Hugo de Moncada y posteriormente socorrido al sultán de Argel sofocando la rebelión contra éste. El poder alcanzado por los otomanos por sus constantes ataques, pillajes y saqueos provocaban el terror y pánico en las zonas costeras, además de suponer una gravísima amenaza a la estabilidad del Imperio. Barbarroja se consideró imbatible. Sus incursiones en el Levante español, Baleares y Gibraltar como en otras ciudades italianas del Imperio hispano y su actividad en el Mare Nostrum, despertaron la admiración y estima del Gran Turco Solimán quien le nombró Baylar Bey o Comandante General así como miembro del Diván y Jefe Supremo del arsenal y de la escuadra. Carlos de Gante comprendió la urgente necesidad de acabar con los piratas y con la fuerza emergente de su natural enemigo. El Mediterráneo no podía compartirse y se debía defender las costas y el comercio español. Las ciudades hispanas se fortificaron frente al hostigamiento del despiadado corsario y de otros berberiscos procedentes de Las Gelves que señoreaban el Mare Nostrum. Apoyando a Barbarroja se encontraba el rey cristiano de Francia, Francisco I de Valois en permanente lucha contra el emperador Carlos.



Ciudad de Túnez. Junio de 1535


Nada inicialmente hizo sospechar al corsario Barbarroja que el propio césar Carlos de Gante había tomado el mando directo de la expedición compuesta por trescientas naves de vela: 74 galeras, urcas y fustas y otras, con 27.000 hombres; más pensó en poder negociar al mismo nivel con aquél, entonces sin duda alguna el señor de Europa. Desde su fortaleza tunecina, el corsario berberisco revestido de los oropeles y dignidades que le otorgó el sultán del Imperio otomano observó meditabundo la línea curva del horizonte marino donde más allá sus aguas bañan la bella isla de Sicilia y las zonas costeras italianas. A poca distancia donde se encontraba se erigía la fortaleza de La Goleta y la Torre del Agua, un edificio construido a lo alto donde además de servir como defensa, albergaba varios pozos de agua dulce. Esta fortificación fue considerada inexpugnable pues toda ella era defendida por los temidos y afamados jenízaros. La Goleta era la entrada y primera defensa de la amplia bahía. Por parte de España el oro inca venido de Atahualpa y otras riquezas traídas de la Nueva España por Hernán Cortés ayudó a dotar de todos los recursos requeridos. Frente a la Goleta el horizonte marino se pobló de naos repletas de hombres de armas, pertrechos, pólvora y caballos: desde los temidos Tercios españoles a los soldados alemanes, los regimientos de Nápoles y de Sicilia, los antiguos caballeros de Rodas hasta la armada del papa Paulo III quien moriría al poco. La galera imperial navegó rápida debido a los veintiséis bancos que permitían bogar a cuatro remos cada uno (cuatrirreme). Un gran estandarte de raso carmesí que podía verse bordado con un gran crucifijo rodeado de las efigies de Nuestra Señora y del evangelista San Juan arbolaba en la popa mientras que en los palos y entenas ondeaban en telas de oro las armas imperiales. Los capitanes de escuadras y otros cuerpos militares venidos de lejos preguntaron al emperador quien ostentaría el mando supremo de la expedición, a lo que éste contestó: «Aquél cuyo alférez soy yo».


Durante tres semanas las culebrinas de los ejércitos imperiales no cesaron de vomitar balas de hasta doce quilos de peso junto a las de los cañones de los barcos del almirante italiano Andrea Doria. Varias andanadas destruyeron las torres de la fortaleza no sin gran esfuerzo. Entretanto la caballería islámica blandiendo cimitarras y yataganes trató de entorpecer la construcción de trincheras que el ejército imperial venía realizando para contenerla. El marqués de Mondéjar al frente de su caballería y al grito de ¡Santiago! les salió al paso conteniendo su avance. El resto de la caballería cristiana que había desembarcado avanzó sin obstáculos hacia la fortificación. Al frente de todos ellos armado de su coraza y visera con una pica en su mano derecha marchaba el emperador Carlos I de España y V de Alemania, rey de Romanos y señor de Occidente. Las escaramuzas fueron constantes durante esas semanas entretanto el campo se cubría de miles de jinetes moros, númidas y álarabes que montaban no solo en caballos sino también en camellos, apareciendo cada vez un mayor número de ellos. El propio emperador tan pronto se interesaba por un herido al que prestaba su personal ayuda como se abría paso entre las armas enemigas enardeciendo a los hombres que le rodeaban para proseguir la batalla. Los jenízaros guerrearon con ferocidad y sus gritos estremecieron el ánimo, no obstante el brazo de hierro del emperador mantuvo a su ejército con su solo ejemplo. El fuego de los mosquetes junto al tronar de la artillería de las galeras enzarzadas en una lucha sin cuartel fue ensombreciendo el cielo dejando un olor a pólvora y humo que penetraron en los pulmones. Las naves incendiadas iluminaron las tranquilas aguas de la bahía. La guarnición sitiada comenzó a huir despavorida en dirección a la cercana Túnez y Rada mientras numerosas naos enemigas que permanecían fondeadas fueron apresadas. Las fuerzas cristianas se encaramaron a los muros para hacerse con el bastión.


Fueron muchos los soldados y caballeros muertos en las continuas y violentas refriegas producidas a lo largo de esas semanas que junto a caballos, camellos y arneses de todo tipo se esparcieron por la tierra yerma, ofreciendo un sobrecogedor escenario. El calor agobiante propagó un hediondo olor que hizo insoportable el respirar cuando no eran las tormentas de arena que mantenían sobrecogidos a todos. Las luchas sin cuartel se sucedieron sin descanso. Cada mañana la artillería del Capitán-Bajá Barbarroja tronaba para luego enmudecer por el toque de oración. Transcurridos los días llegó al campo del emperador un escuadrón moro al que confundieron con embajadores o el propio ex sultán de Túnez, Muley Hassan que vendría a suplicar ayuda al emperador contra Barbarroja que le había desposeído de su trono, pero el marqués de Astorga observó: «Muchos son para embajadores y pocos para pelear». Al fin la Goleta sucumbió al asalto y miles de cautivos fueron libertados. Era el 14 de julio de 1535. Como un soldado más enardecido por la conquista de la fortaleza, el césar apremió a su ejército a alcanzar Túnez, objetivo de su expedición y quién sabe quizás llegar al vecino Argel para arrebatárselo a los turcos.


Las fuerzas imperiales se prepararon para la toma de la ciudad tunecina. El duque de Alba colocó a los veteranos soldados españoles en la retaguardia por expresa disposición del emperador que temió que la caballería otomana les atacara por esa parte o por los flancos. Para pintar y escribir la historia de la que sería su gran conquista contra el infiel, el emperador se hizo acompañar de cronistas y poetas como Garcilaso de la Vega y otros grandes pintores neerlandeses como Jan Cornelisz Vermeyen y Pieter Coecke van Aelst y otros. El emperador bajo el ardiente sol de junio al amparo de una tienda de campaña que apenas permitía remitir el calor reunió a sus más preclaros capitanes que le acompañaban para preparar el ataque a la codiciada ciudad: el duque de Alba y el de Medina Sidonia, el conde de Benavente y el de Ureña, el marqués del Vasto que comandaba la infantería y el de Mondéjar junto a su hermano Bernardino de Mendoza y el príncipe de Salermo. Varias opiniones se encontraron respecto a la conveniencia del asalto y también sobre la estrategia a seguir. Pero el emperador como su amigo el duque de Alba eran decididos partidarios de no retrasar la conquista para evitar que Barbarroja pudiera echarse a la mar.


La caballería otomana fue la gran fuerza con la que contó el belicoso corsario otomano que no queriendo permanecer en el interior de la ciudad decidió enfrentarse al ejército imperial mandando a primera fila a cerca de diez mil jinetes procedentes todos ellos de muy diversas partes de Europa y Asia, muchos renegados bien por interés o por sufridos desprecios personales se lanzaron a la lucha. Había noruegos, daneses, vizcaínos, catalanes, castellanos, alemanes, etcétera. Su objetivo era sobrepasar las compañías de piqueros españoles y soportar la continua ráfaga de proyectiles arrojada por los mosqueteros y arcabuceros del ejército imperial. En el interior de la ciudad de Túnez miles de cautivos cristianos consiguieron someter a sus guardianes y sumarse a las fuerzas imperiales mientras Barbarroja tuvo tiempo de huir de la ciudad. El 21 de julio del año de 1535 el emperador creyó haber logrado uno de sus grandes sueños imperiales. El tiempo adverso de lluvias y tormentas que convirtió en un verdadero lodazal las arenosas tierras impidió avanzar hacia Argel, pero el viejo conquistador Hernán Cortés que igualmente se había sumado a la expedición pese a sus años, quiso en última instancia y con cuatrocientos hombres marchar hacia Argel pero su generosa decisión no fue permitida por considerarse imposible debido a los temporales que arreciaron. Carlos de Gante pasado el 15 de agosto decidió encaminarse a Nápoles donde sería recibido como a un gran Imperator de la antigua Roma, no sin antes retornar al trono a su vasallo el rey Muley Hassan. El papa, cardenales, príncipes del Imperio, nobles y grandes señores dieron su entusiasta acogida al emperador Carlos defensor de la idea de una Universitas Christiana. El humanista historiador, médico, biógrafo y prelado, Paolo Givio, escribió sobre el emperador: «Vuestra gloriosa e incomparable victoria en Túnez me parece, por mi fe como cristiano, de una dignidad que sobrepasa con mucho todas las demás de imborrable recuerdo».



Iñigo Castellano y Barón

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