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Para leer: dos páginas de "La Pequeña Historia de España", de Alejandro Lerroux

Sábado 07 de noviembre de 2015
Al frente de la Generalidad estaba Luis Companys. No puedo dis­pensarme de traerle a colación porque, por insignificante que la personalidad sea, y lo es mucho más de lo que puede suponerse, representa una realidad.

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Luis Companys

Al frente de la Generalidad estaba Luis Companys. No puedo dis­pensarme de traerle a colación porque, por insignificante que la personalidad sea, y lo es mucho más de lo que puede suponerse, representa una realidad.

La fatalidad tiene su lógica. A un Presidente de la República como don Niceto tenía que corresponder un Presidente de la Ge­neralidad como Maciá. Y cuando aquél empezó a bajar de tono en el concepto público, para no desentonar demasiado, el pobre Ma­ciá se murió y le sucedió el pobre Companys. La verdad es –y lo digo sin exceptuarme– que en nuestra desgraciada República todo ha ocurrido parejo: cosas, hechos, hombres y categorías. Por unas o por otras causas, la curva de depresión general que la Humani­dad vive bajando a trompicones desde hace tiempo, ha cogido de pleno a nuestra generación. Sí; aquí todos, en efecto, podemos llamarnos de tú. El llamárnoslo mirando al interlocutor de alto a bajo es cuestión de estatura física; algunas veces de estatura moral; de estatura intelectual muy pocas.

El pobre Companys ha sido juguete del destino, triste destino de Arlequín en el escenario de un guignol trágico. No es bueno, ni es malo; no es listo, ni es tonto. “Tiene… pero le falta”, como decía Antonio Palomero, malogrado ingenio de la prensa nacional.

España no puede sentirse orgullosa de sus hombres represen­tativos de las generaciones que viven, es cierto, pero menos “que de otras de sus regiones, de las de Cataluña”.

Tantos años de voces, de esfuerzos, de luchas políticas, para que en la hora precisa de su pretendida liberación la represente y dirija Maciá, respetable porque está muerto y porque no era mala persona; y en la vacante le suceda un Companys, más respetable también por medio muerto que por vivo. ¡Tremenda ironía!

Su pequeña tragedia

Porque su vida es una oscura tragedia, digna de un pliego de alelu­yas. Le engarza a La Pequeña Historia un crimen memorable. Sin el asesinato de Layret, Companys no hubiera salido del anonimato.

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Sus devaneos políticos necesitarían el hilo de Ariadna para desenredarlas. Nació políticamente en la “Escolar Republicana”, con un matiz castelarista. Con el reformismo de Melquíades Álva­rez hizo una excursión por el mar muerto de la Monarquía. Arrumbó a la playa del Partido Radical, donde no pudo asegurar las anclas. Más tarde, ese mismo partido le regaló un acta de con­cejal en el Ayuntamiento de Barcelona. Se acogió después a las mesnadas de Marcelino Domingo. Luego fue pasante en el bufete de Layret. Cuando éste sucumbió, asesinado por el terrorismo, Companys no pudo heredar su talento ni su bufete, pero heredó su acta de diputado a Cortes. El distrito de Sabadell, que el finado representaba, necesitó un mandatario y eligió a Companys. Desde entonces Companys se ha titulado federal y catalanista de los de “desde el vientre de su madre”.

No lograba salir de penas. Quiero decir que ni de concejal, ni de diputado, ni de periodista, ni de abogado conseguía destacarse con personalidad. No la tenía. Bastante lograba con flotar.

Así le encontró la República, flotando pero a punto de naufra­gar definitivamente, y no en agua de rosas. Él y yo y algunos más sabemos por qué…

En vacante por defunción subió a diputado. En vacante por defunción subió a Presidente de la Generalidad de Cataluña. Tam­bién fue ministro de la República española. Toda la vida ham­briento y al final no se ha privado de nada.

Sus mudanzas le hacen a uno recordar las del camaleón. Estoy seguro de que a solas con su conciencia no podrá explicarse por qué serie de transmutaciones ha venido a parar de castelarista en federal, de reformista monárquico, en furibundo hombre de iz­quierdas, de españolista patriotero, en anarco-separatista, y de mo­destísimo Don Nadie, en el monigote de la veleta catalana, gober­nada por todos los vientos, volviendo la cara a todos los horizon­tes, sin gobierno sobre nadie, sin autoridad sobre nada, empingo­rotado sobre todos los niveles, testaferro de todas las voluntades, canciller de todas las villanías, testigo de todos los crímenes, cóm­plice de todas las infamias y tan irresponsable como los fetos en el Limbo.

En la zona donde los rojos dominan, donde la sangre se de­rra-ma a raudales y donde la vida ha perdido todo valor se está echando de menos el arranque varonil de un tipo representativo que renun-ciando a la suya para salvarla del deshonor,

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demuestre que pertenece a la raza española aunque profese ideales políticos o sociales que no compartimos, pero que para florecer no necesitan nutrirse del crimen y de la ignominia. El pobre Companys ya se ha demostrado que no busca la inmortalidad de su nombre por ese camino.

También lo demostró en octubre de 1934, cuando el destino le jugó la mala pasada de sorprenderle al frente de la Generalidad en uno de esos golpes de viento que sopló de cuadrante contrario.

Entonces pudo inmortalizarse él, si hubiese tenido… lo que le falta.

O pude inmortalizarle yo, si me hubiese faltado… lo que me sobra.