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El condado de Northumberland se caracteriza por amplios valles y suaves colinas que permiten ver sin problema el amplio horizonte. Sin embargo aquel día 9 de septiembre de 1513 era difícil distinguir a más de tres yardas de distancia. Al frente de aquellos jinetes que marchaban al encuentro de los escoceses, montada en su caballo, e igualmente protegida por una coraza, marchaba la reina regente de Inglaterra que ejercía el mando de las tropas en ausencia de su esposo el rey Enrique VIII, quien por entonces había cruzado el Canal de la Mancha para guerrear e inspeccionar sus territorios que poseía en Calais. Este momento fue aprovechado por Jacobo IV de Escocia para consolidar sus fronteras, objeto de permanente controversia con la vecina Inglaterra, instigado por el rey francés Luis XII con quien había establecido una alianza. Aquella intrépida mujer no fue otra que la hija menor de Doña Isabel de Castilla y de Don Fernando de Aragón, cuyo nombre era Catalina de Trastámara, nacida en Alcalá de Henares y educada en Granada. Hasta los seis años pasó en Santa Fé, población construida para preparar la toma de la última ciudad nazaharí. Tras su conquista, abandonó Santa Fé para instalarse en la Alhambra en representación de la corona hasta su ida a Inglaterra cuando contaba quince años de edad con el fin de desposarse con el rey Arturo Tudor y reforzar con esta alianza su poder sobre Francia.
Menuda de estatura pero de elevada capacidad y arrojo como sus padres. Nació Infanta de España y desde muy pequeña y de gran religiosidad como su madre Isabel, fue educada exquisitamente en gramática, filosofía, lenguas y geografía. Al poco de casarse con el rey Arturo éste murió de tuberculosis, quedando viuda sin haber cumplido los dieciséis años. Pensó en regresar a España pero su padre consideró que tenía en su hija a la mejor embajadora que pudiera elegir, pese a que Catalina se quejase de su poca empatía con su cuñado el rey Enrique VIII. Siete años después, como reina de Inglaterra tras su desposorio con el que fuera su cuñado, marchaba en su caballo rodeada por varios de los más importantes notables ingleses como el conde de Surrey y su hijo sir Thomas Howard (lord almirante), sir Edward Stanley, lord Thomas Dacre y otros, para enfrentarse al reino de Escocia. Más de uno de ellos y de sus oficiales y soldados, recordarían su matrimonio en 1501 en la catedral de St. Paul y la visita de cortesía a la antigua Albión, años después, en 1506, de su hermana mayor, Juana, reina propietaria de Castilla, junto a su esposo el rey Felipe I de España, encontrándose en el castillo de Windsor, aunque la residencia de Catalina fuera el palacio de Richmond.
Catalina, tuvo noticia en Buckingham de que los escoceses habían abandonado su solida posición de Flodden field para enfrentarse al conde de Surrey en la zona de Branstton Brook. De inmediato y sin dudarlo, recordando a su madre Isabel resguardada por un peto acercándose a Granada días antes de su conquista, se puso una coraza y como reina regente, junto a los demás caballeros de su ejército, cabalgó hacia Flodden Field rodeada del armamento compuesto fundamentalmente de arcos y flechas, picas, alabardas y espada, junto con algunos cañones.
Cerca de cincuenta mil guerreros entre uno y otro bando ocuparon la extensa y sinuosa llanura, entre coros, vítores y canciones que ambos contendientes vociferaban saludando al Estuardo y a la reina consorte de Inglaterra, respectivamente. Todos sabían por la potencia de ambos ejércitos que la batalla no tendría cuartel. Entretanto el rey Enrique VIII desplegaba en Calais un segundo frente con las fuerzas invasoras con las que poco tiempo antes había cruzado el Canal. Fue en Thérounne, en agosto, cuando supo la declaración de guerra de su cuñado Jacobo IV de Escocia. Ciertamente su plena confianza en el conde de Surrey le permitió guerrear en el continente, dejando como regente a su esposa Catalina. Entretanto, Jacobo IV salió de Edimburgo con lo más granado de sus señores, reclutando levas conforme avanzaba hacia el sur. En su trayecto consiguió casi cuarenta mil hombres. Destruyó a su paso algunas plazas fuertes hasta llegar a las proximidades de Branxton, asentándose y atrincherándose en Flodden donde organizó su campamento a la espera de que los ingleses llegaran para la batalla en el lugar que él había escogido.
La niebla se había levantado y a relativa poca distancia, el viejo conde de Surrey y la reina Catalina establecidos en Bolton-in-Glendale para organizar las secciones y unidades de su ejército, recibieron de un destacamento adelantado la nueva que por vez primera pudieron ver. La dimensión del ejército escocés al que se enfrentarían de inmediato era muy parecida en número de hombres y armamento. Pese a tan amenazante anuncio, la reina Catalina exhortó a sus caballeros a que en nombre de su esposo el rey Enrique, le ofrecieran la victoria definitiva sobre los escoceses, siendo ella la primera que cabalgaría al frente de las huestes. Tras un frugal almuerzo, el 9 de septiembre de aquel año de 1513, el rey escocés dejó el campamento trasladando sus tropas a las que dividió en distintos grupos, a Branxton Hill. Marchaba el rey Jacobo con su propio cuerpo de ejército de 9000 hombres aproximadamente apoyados a su izquierda y derecha respectivamente por las columnas de borderers y los higlanders bajo el mando de lord Alexander Home y el conde de Huntley y al lado contrario los lanceros bajo el mando de los condes de Errol, Crawford, Mointrose y Bothwell. Entretanto los ingleses para posicionarse en el orden previsto de batalla iban acercándose a donde tendría lugar el encuentro. La reina Catalina consultó con su Estado Mayor y convino que ella daría la señal de ataque cuando se lo dijese el almirante Howard. Durante el avance de ambos contrincantes, el estruendo de varios cañonazos irrumpió provocando un cierto desbaratamiento de las ordenadas filas de los ejércitos. La reina Catalina desde la grupa de su caballo arengó a las formaciones para reagruparlas y avanzar las unidades de lanceros que a punto estuvieron de ser masacrados si no fuera por la pronta intervención de los borderers de Dacre que logró frenar el desastre. Pronto se entabló el cuerpo a cuerpo, chocando las alabardas inglesas contra las picas escocesas que resultaron menos efectivas. La vanguardia del almirante Howard se abrió paso con verdadero ímpetu, pero no evitaron, pese a la lluvia de flechas arrojadas, detener las columnas de lanceros al mando del propio rey Jacobo IV y del conde de Bothwell que con verdadero arrojo se internaban en el campo de batalla.
Desde un pequeño remonte muy próximo al campo, la reina Catalina observó el desarrollo de la contienda arropada por el conde de Surrey que la obligó contra su propio deseo de permanecer para desde allí poder observar la línea de los estandartes. Las filas escocesas fueron cayendo frente a los alabarderos ingleses que tenían preparada tras una colina una tropa reclutada con levas de Lancashire y de Cheshire que se incorporaron a la contienda por la retaguardia de las columnas del rey escocés. Al ver esto, el escocés lord Alexander Home comprendió que la batalla iniciaba su fin a favor de su enemigo y dio la orden de retirada de sus destacamentos, pero el resto del ejército escocés no tenía salida para abandonar el lugar y ya anochecido se prolongó como se pudo el feroz encuentro, mientras el verde de la llanura se tiñó del rojo de la sangre de miles de cadáveres y mutilados. La noche impidió ver el movimiento de los ejércitos pero podían oírse los lamentos de los heridos y moribundos y en algunos momentos el choque de los hierros, y los gritos que se proferían en la desbandada.
Al amanecer, la reina Catalina que apenas concilió el sueño en una tienda improvisada en el pequeño remonte desde donde arengaba a su ejército, vio espantada la realidad de lo que había sucedido. El campo estaba sembrado de cuerpos que yacían muchos de ellos en las más grotescas posturas. Todavía había heridos y moribundos que suplicaban se les rematara allí mismo. Catalina comprendió su inmensa victoria pero su alma se estremeció ante la escena que se ofrecía a sus ojos. De inmediato ordenó asistir a los heridos de uno y otro bando. Quiso ella misma cabalgar sobre su caballo entre los muertos y despojos y el nauseabundo olor que la rodeaba, hasta que el conde de Surrey le señaló el cuerpo traspasado de flechas y heridas de alabardas del rey Jacobo IV de Escocia. La reina descabalgó y ante el cadáver de su enemigo permaneció largos minutos orando y rindiéndole homenaje. A su mente llegó el recuerdo de su difunta madre Isabel I de Castilla y de su hermana mayor, la reina viuda Juana I de España. Ella seguía, además de ser reina consorte de Inglaterra, siendo una Infanta española.
Flodden Field fue la más cruenta batalla jamás librada por el mantenimiento de las fronteras entre ingleses y escoceses, no supuso sin embargo el fin de las hostilidades entre ambos reinos y la lucha continuaría por años más pues el escocés lord Alexander Home, tras su retirada a tiempo con su ejército, persistió en la guerra y pese a la derrota, no acepto la paz. La reina Catalina brindó esta victoria a su esposo Enrique VIII. Muy lejos estaba de pensar que éste repudiaría a tan valiente y desdichada infanta, de quien William Shakespeare dijo: «Catalina de Aragón es la reina de todas las reina y modelo de majestad femenina». Lo cierto es que allí por donde fuera, los ingleses la adoraban viendo en ella una mujer llena de majestad y afectuosidad.