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Al propio Oswald y a los dos hombres mencionados les sobreviven también dos mujeres, con información más circunstancial, pero directa y personal, del personaje: su esposa rusa Marina Oswald, actualmente Marina Porter (de 81 años), residente todavía en Texas, EEUU; y la ocasional amante mejicana del presunto asesino, Silvia Tirado de Durán (de 86 años), residente todavía en la Ciudad de Méjico.
Echeverría, ex presidente de Méjico, era en 1963 secretario/ministro de Gobernación (y al parecer colaborador de la CIA, código “Li-Tempo-14” o “Li-Tempo-8”, según P. Agee, Inside the CIA, Harmondsworth, UK, 1975, y según G. Russo & S. Molton, Brothers in Arms, New York, 2008), durante la corta y misteriosa visita de Oswald a la capital federal mejicana en septiembre, pocas semanas antes del asesinato de Kennedy el 22 de noviembre. Echeverría, por orden de la CIA, dirigió la detención e interrogatorio riguroso de Silvia Durán y de su esposo Horacio Durán en los días posteriores al magnicidio, obteniendo información que solo controlaría un reducido grupo de la Agencia (en el eje entre Winston Scott –jefe de la estación– en la ciudad de Méjico DF y James J. Angleton –jefe del Contra-Espionaje y Contra-Inteligencia– en Washington DC).
Cubela era en esas mismas fechas un agente de la inteligencia cubana (o quizás “doble agente”, colaborador de la CIA, código “AM-LASH”), que presuntamente habría reclutado a Oswald para la conspiración y el magnicidio, según los investigadores G. Russo & S. Molton en la obra citada.
Dije antes que Echeverría y Cubela eran dos de los últimos testigos todavía vivos, porque es probable que sobrevivan otros pertenecientes al aparato de seguridad cubano, aparte del propio jefe Raúl Castro (con 91 años): sus agentes de confianza Fabián Escalante Font, Gilberto Policarpo López y Miguel Casas Sáez, presuntos participantes con Oswald como hombre de paja (“patsy”) en la ejecución criminal de Dallas. Extremo éste reconocido –sin dar nombres– por el propio dictador Fidel Castro en conversación confidencial con el “comunista” estadounidense, secretamente agente del FBI, Jack Childs (John Barron, Operation Solo, Washington DC, 1995).
En 2013, con motivo del 50 aniversario del magnicidio, publiqué un ensayo (“Algunas claves sobre el asesinato del presidente Kennedy”, en la revista digital Kosmos-Polis, reproducido en la revista de papel La Ilustración Liberal, 58, Madrid, 2014). No conocía entonces dos obras esenciales sobre el caso: la de James H. Fetzer (Ed.), Murder in Dealey Plaza. What We Know Now that We Didn’t Know Then about the Death of JFK (Catfeet Press, Chicago, 2000), y la que se publicaría también en el 50 aniversario de Philip Shenon, A Cruel and Shocking Act. The Secret History of the Kennedy Assassination (H. Holt and Company, New York, 2013).
Una de las contribuciones en la obra colectiva del filósofo de la ciencia Dr. Fetzer, la del también Dr. David W. Mantik, se titula muy oportunamente “Paradoxes of the JFK Assassination: The Silence of the Historians”. Uno de esos silencios se refiere precisamente al de los testimonios plausibles en favor de una teoría de la conspiración.
La importancia del testimonio de estas dos mujeres cercanas al presunto (y cuestionable) asesino, Marina Oswald y Silvia Durán, aparte de su simbólica supervivencia en este drama colectivo, es que confirma rigurosa y actualmente, por el errático comportamiento de Oswald –tras grandes y prolongados debates– la existencia de una conspiración, desechando así la teoría oficial del asesino solitario (“lone wolf”), según el informe de la Comisión Warren (1964), o de investigaciones oficiosas como la obra de Gerald Posner (Case Closed, New York, 1993), etc.
Junto a estas dos mujeres todavía vivas hubo otras –casi todas ya desaparecidas– como Jacqueline Kennedy, Marguerite Oswald, Anne Goodpasture, Evelyn Lincoln, Nellie Connally, Mary Woodward, Helen Markham, Elena Garro, Deva Garro, Helena Paz Garro, Lidia Durán, June Cobb, Mary Meyer (última amante de JFK, asesinada en 1964), Ruth Paine y Silvia Odio (las dos últimas todavía vivas), cuyos testimonios circunstanciales eran claves de distintas formas en la maraña informativa para la hipótesis de una conspiración, pero serían manipulados o no fueron tenidos en cuenta por la Comisión Warren.
No siendo este el espacio adecuado para explicar sus distintas posiciones en el escenario del magnicidio me remito a las depuradas investigaciones de Philip Shenon en la obra mencionada (2013), y para las complejas ramificaciones de inteligencia/contrainteligencia, y asimismo el conveniente encubrimiento (“cover-up”) gubernamental, a las de Jefferson Morley, Our Man in Mexico (Univ. of Kansas Press, Lawrence, 2008), y The Ghost (St. Martin’s Press, New York, 2017).
Desde los años 1990s Marina Oswald ha sido consistente opinando que no creía que su marido fuera el asesino de JFK. Por otra parte la breve relación entre Silvia Durán y Lee H. Oswald, facilitada por la embajada de Cuba, fue confirmada en los interrogatorios de la policía mejicana, dirigida por el ministro Luis Echeverría cumpliendo instrucciones del jefe de la CIA en Méjico DF, Winston Scott, después de que varias personas testificaran haberlos visto juntos (Elena Garro, Deva Garro, Helena Paz Garro, Francisco Guerrero Garro, Horacio Durán, Rubén Durán, Eusebio Azcue), y otras hayan sido testigos indirectos (Luis Alberu, Lidia Durán, Albano Garro, Oscar Contreras, June Cobb, Charles W. Thomas).
El testimonio presente y vivo de estas dos mujeres, Marina y Silvia, debería servir como recordatorio para que el magnicidio de JFK, el mayor crimen político del siglo XX, al menos no continuara silenciado por los historiadores.
Apéndice
David W. Mantik, en su ensayo antes mencionado (en la obra de James H. Fetzer, Murder in Dealey Plaza, Chicago, 2000, páginas 404-405) aporta como “Addendum 5” una larga lista de personalidades que han mantenido la idea de una conspiración. Entre ellas merecen destacarse:
Aunque Mantik no lo menciona, hay que incluir al embajador en Méjico, Thomas C. Mann. Asimismo, me permito añadir tres nombres importantes de la CIA que nunca lo admitieron o nunca lo expresaron públicamente: Richard Helms, James J. Angleton y Winston Scott.