El fracasado golpe de estado de Pedro Castillo y su relajada presencia en dependencias policiales y judiciales peruanas es un episodio de difícil calificación y habrá de ser el futuro quien aclare su origen, desarrollo y consecuencias más allá del relato que nos llega a los no iniciados o incursos en tan peculiar trama.
La oscuridad que reina en el inframundo comunista nos impide conocer la realidad, cegada por el brillo de este traspaso de poderes, de un comunista a otro (a otra) con la defensa de la libertad y de la democracia como bandera.
Conceptos antagónicos con la propia esencia del comunismo y que, por tanto, nos hace pensar que no debe ser oro todo lo que reluce, aun siendo peruano -en este caso- el codiciado metal.
Y tirando del hilo peruano -del hilo de oro- un recuerdo para el otro presidente, Alberto Fujimori, al que los carros de oro que tan lindamente llegaron a Inglaterra con la inestimable ayuda de aquella remota España felipista de los años noventa del pasado siglo no le salvaron de su prolongada y actual estancia en la prisión de Barbadillo, tan cerca de su añorado -supongo- palacio presidencial. Oro del que por cierto nunca más se supo y que en manos de alguien estará.