Los duelos de honor han sido por siglos una constante desde la Europa medieval, llegando incluso al siglo XX que, aunque ya tipificados por el código penal entonces vigente como delito, seguían retándose a duelo a primera sangre o a muerte, motivados por cuestiones políticas, cuando no pasionales o simplemente por razones de un honor exacerbado, entendido en el contexto de la época a la que nos referimos. En el siglo XX fueron conocidos los duelos de un duque de Sessa que siempre a primera sangre, y debido a su destreza tanto en la pistola como con la espada, resultó victorioso en todos sus lances y sobre los que hay un libro escrito por un autor francés. Pero habiendo habido varios de personas de alta relevancia social, sería el duelo del hijo menor del rey francés Luis Felipe I, duque de Montpensier, D. Antonio de Orleans, esposo de la infanta española Luisa Fernanda a su vez hermana de la reina Isabel II, que mantuvo con el infante de España y vicealmirante de la Real Armada, el infante D. Enrique de Borbón, duque de Sevilla, hijo del infante D. Francisco de Paula y nieto paterno del rey Carlos IV, el que más repercusiones produjo en la vida y en la política nacional. (...)
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Montpansier nunca dejó de ambicionar la corona española y desde Sevilla donde residía junto a su esposa, manejaba intrigas y cuanto sobrevenía y pudiera referirse a su permanente deseo sobre el trono español. Ello era bien conocido en la corte española de la que estaba alejado. Sus anhelos se acrecentaron tras el exilio a París de la Reina Isabel II. Las presiones de todo signo vencen la resistencia de la reina Isabel y al fin en 1870, el diputado conservador Antonio Cánovas del Castillo en el que su majestad ha depositado gran parte de su confianza la convence en última instancia para que abdique en su hijo Alfonso XII de Borbón y Borbón.
El infante Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, no abandona la idea de poder ser rey de España. El destronamiento de su cuñada le ha abierto una gran oportunidad, sobre todo porque cuenta con algunos partidos políticos y el apoyo de las logias masónicas francesas en contraposición a las inglesas que ven en Orleáns una peligrosa anexión del reino de España al de Francia. Montpensier está en Madrid. Ha venido desde su palacio de San Telmo, en Sevilla y algunos periódicos ven en ello la trama conspiratoria que haría que el infante ocupase el trono que se encuentra vacío a la espera de que alguien quisiera ocuparlo. Los periódicos hacen sus cábalas al respecto. Se publica un manifiesto dirigido a los montpensieristas firmado por el infante don Enrique de Borbón, hermano del rey consorte Francisco de Asís que vive exiliado en París. Su progresismo le ha llevado alejarse igualmente de la corte y ostenta como masón el grado 33 del llamado Rito Escocés Antiguo. El manifiesto es claramente virulento e inquisitorio contra su primo Montpensier:
El eco del manifiesto del duque de Sevilla recogido por distintos periódicos se extiende por toda la geografía y también en la opinión pública internacional. El duque de Montpensier, pese a las súplicas de su esposa la infanta Luisa Fernanda, tiene decidido el duelo como respuesta a tan graves injurias y difamaciones. De inmediato envía al domicilio del duque de Sevilla que vive en Costanilla de los Ángeles a sus padrinos los señores Fernández de Córdoba, Alaminos y Solís. Se determina el próximo doce de marzo como fecha en que tendrá lugar el lance de honor en la dehesa de los Carabancheles. Por su parte, el infante don Enrique, duque de Sevilla, designa como testigos a los señores Rubio y Santamaría. El duelo a pistola sigue los cánones del código de honor que regían antaño. Su práctica está en realidad prohibida pero ello no es óbice para que en algunas ocasiones no se persiga con el rigor que manda la legislación vigente. Los dos duelistas, Orleans y Borbón se han colocado en los puestos asignados por los testigos: Uno frente a otro. Los testigos cargan las pistolas minuciosamente y se echa a suertes la elección de una de ellas que se les lleva a los puestos en donde se encuentran. La situación es muy tensa y ambos permanecen envarados ante un destino desconocido. Están en guardia y las pistolas las mantienen en sus manos a la altura de sus caras, con el cañón apuntando al cielo. Sus negras levitas y sus camisas blancas forman unas siniestras siluetas que se recortan bajo el azulado cielo de Madrid. ¡Atención! es el grito que esperan para calcular el disparo y templar sus nervios. El duque de Sevilla hace fuego y Montpensier sigue erguido y dispara. Los testigos cargan de nuevo las pistolas y deciden que los duelistas no avancen ningún paso después de los disparos. De nuevo se cruzan los tiros y los dos príncipes permanecen en pie, erguidos e ilesos. Suena el tercer disparo y el duque de Sevilla se ladea torpemente sobre sí mismo y cae al suelo. La cabeza está hundida en la tierra, hay sangre en sus sienes y sus ojos vidriosos miran al cielo. Se encuentra en posición de cúbito supino. Orleáns se mantiene impávido y los testigos se apresuran hacia el Borbón junto con los dos médicos asistentes al lance. Don Enrique apenas tiene tiempo de balbucear y su vida se le escapa a los pocos segundos. De inmediato su cadáver es trasladado a una casa próxima, la venta de Retamares.
El velatorio en su casa de Costanilla de los Ángeles está rodeado de simbología masónica, no en vano ostenta el grado treinta y tres como lo fuera su padre el infante Francisco de Paula. Al día siguiente, catorce de marzo, tiene lugar el entierro del infante don Enrique. Preside el cortejo fúnebre el duque de Sessa, cuñado del difunto, a quien acompaña José de Güell y el capellán de las Descalzas Reales. Los signos masónicos sobre su ataúd han sido sustituidos por un crucifijo junto a su sombrero y la espada de vicealmirante. Los compañeros del Gran Oriente Español marchan unos pasos detrás del cortejo, a discreta distancia. Apenas hay representantes de la nobleza, del gobierno o de la marina. La Puerta del Sol se halla repleta de gente que mira curiosa el paso del cortejo fúnebre. Tanto en Madrid como en la prensa internacional no se habla otra cosa que no sea la del duelo habido entre un capitán general, príncipe francés con un infante de España, vicealmirante. En la calle de Toledo se despide el duelo, y el féretro con el pequeño acompañamiento que resta se encaminan hacia el cementerio. De vuelta a la villa, en un coche tirado por dos mulas, Sessa puede contemplar la muchedumbre que se aglomera en la Ermita del Santo, mandada construir por la emperatriz Isabel, esposa del emperador Carlos, en acción de gracias por haberse curado su hijo Felipe. Por los cerros van bajando camino a la pradera: manolas, chulos, majos y toda clase de chusma, rezando y lamentándose por la muerte del infante, mientras oradores espontáneos intentan atraer la atención de la concurrencia encaramándose sobre pequeños montículos y piedras, vociferando encendidas arengas contra Montpensier que es un francés que ha matado a un Borbón español. Los más avispados han instalado cual si fuera la tradicional romería del Santo, puestos de buñuelos, frasquetes, bizcochos y demás productos típicos, con recipientes y botijos llenos del agua curativa de la fuente del patrono de Madrid, San Isidro, en el convencimiento de que un buen duelo trae consigo un buen negocio; oportunidad que aprovechan también los propietarios de coches de colleras para alquilar el transporte de la gente que no quiere perder ocasión alguna de poder estar en cualquier parte.
Nadie piensa en el delito, todo gira hacia el honor encumbrado a lo más sublime como es la propia vida de un español. ¡España es así! El duque de Orleáns perdió toda oportunidad, si alguna vez la tuvo, de aspirar al trono español.
Íñigo Castellano Barón