El conflicto en Ucrania ha traído de vuelta la violencia a Europa; y lo ha hecho cuando, además, no pocos habían descartado los enfrentamientos convencionales y sólo se preocupaban por cuestiones como el terrorismo, las guerras asimétricas, el crimen organizado…
... El siglo XX, un siglo ordenado, fue sin duda y con sus 187 millones de muertos, el siglo de la violencia; y eso sobre todo cuando se lo compara con un desordenado siglo XIX que «solo» se dejó a 15 millones en combate. El siglo XXI, que combina de diferente manera sus mismas letras, ha vuelto al desorden lo cual puede no ser tan malo –o al menos eso parecía hasta ahora– por más que no tener fronteras, límites o respuestas claras genere inseguridad. Y es que la seguridad es un sentimiento impreciso; estamos en el terreno de la subjetividad. Pero también es cierto que el actual milenio ha traído nuevamente de vuelta a la guerra consigo.
El problema es que, en el siglo XXI, las cosas ni son sencillas ni están tan claras. Conceptos como zona gris o hibridación tratan de explicar esta compleja realidad en las que son muchos los intereses compartidos por los actores que concurren a ella, pero que también rivalizan por otros no pocos. Un mundo complejo y desordenado no es necesariamente más inseguro –aún con la presencia de fuerzas revisionistas, por lo demás inevitable– pero esa es la impresión que transmite; mientras crisis cada vez más recurrentes exhiben sin pudor la fragilidad de un modelo basado en la maximización del mutuo y común beneficio.
El conflicto de Georgia en 2008 primero y ahora el de Ucrania, vienen a certificar que las propuestas inspiradas en Foucault –que se servían de la educación con la idea de dejar la guerra fuera de nuestros mapas mentales y, con ello, fuera de la realidad en cuanto que construcción social– no han prosperado ni siquiera para Occidente. La guerra sigue en nuestra mente por más que neguemos su existencia, como el fantasma del padre del príncipe Hamlet se encuentra omnipresente en la célebre obra de Shakespeare, aunque solo aparezca en ella en un par de ocasiones. Y si está de alguna manera en nuestra mente, puede hacer metástasis y volver a aparecer, se quiera o no. A los hechos me remito.
Pero es lógico que así sea pues, para empezar, al hablar de la paz, se está invocando a la guerra ya que estos son términos que se conjugan simultáneamente; la una no puede existir sin la otra. No son términos opuestos porque ambas pertenecen a la política, son, “simplemente”, opciones de la misma y presentan espacios complementarios, de solape e indefinición. Es más, la contradicción que encarna la guerra es dialéctica: su objetivo es siempre la paz, una paz diferente, a veces la paz de los cementerios, pero nuevamente la paz. E incluso podemos ver la guerra como un enfrentamiento entre dos ideas de paz distintas; es más, gana la guerra quien hace primero suya, y después común, la idea de paz. Un proceder dicho sea de paso nada pacífico, aunque se encuentre basado en la persuasión y la pedagogía.
Tampoco paz y justicia son la misma cosa. La Historia nos enseña que la justicia que proporciona la paz es la mayoría de las veces unidireccional; la justicia y la paz de los vencedores. La idea de una guerra justa encarna un propósito imposible pues ¿puede obtenerse justicia a partir de una larga sucesión de injusticias? Además, la guerra pertenece a la política mientras que lo que es justo o injusto pertenece a la ética o al Derecho de modo que al unir términos que forman parte de planos distintos, por más que compartan espacios comunes, se está generando una propuesta imposible e irresoluble (como una “soledad sonora” o un “sonido azul”) y derivada de ella, a su vez, un bucle melancólico.
La guerra tampoco es un concepto estático, es una institución jurídica pero también cultural y varía con esta; sus límites, además, son imprecisos en la medida en que no los marca necesariamente la violencia; y aun lo que es o no violento tampoco es un concepto claro.
Es cierto que la guerra puede plantearse en términos militares, como una sucesión de batallas: quien las gane todas, la gana. Pero la experiencia de Francia en Argelia o de Estados Unidos en Vietnam, prueba que esto no es siempre así, que la victoria, la resolución militar del problema no tiene que encontrarse en relación directa con la paz, su resolución política, por más que el bando ganador trate de partir de tal situación para fijar sus términos.
Es más, el maquiavelismo de la estrategia confunde fuerza con poder; y ese es un grave error, fruto de una interpretación simplista e irreflexiva de lo que es el poder porque el poder no es destrucción, sino potencia, capacidad, la posibilidad de hacer algo, de construir. La destrucción, el dominio, el «imponer su ley sobre otro», es una visión sesgada y muy parcial de lo que es el poder.
Tampoco una guerra es solo pasión, emoción, por más que se sirva de ella y la utilice racionalmente en beneficio de un concreto proyecto. La pasión es útil aunque irracional. La guerra es un método y se aplica en función de razones teleológicas, de un interés superior, de una finalidad. Es, en esencia, una opción racional fundamentada en la previsión y el cálculo que se sirve de la emoción como un elemento de movilización del ánimo en una acción colectiva, pero no sirve solo a satisfacer emociones.
Puede también verse la guerra en términos económicos, pero igualmente la aproximación falla. Comercio, política y guerra, conceptos plagados de espacios comunes, son una parte más de las relaciones humanas. La guerra puede plantearse como una forma de comercio sangriento, pero no se ha demostrado que sea la continuación del mercado por otros medios, como podría proponerse a partir de las ideas de Engels plasmadas en su Anti-Duhring; es más, en la mayor parte de las ocasiones resulta antieconómica. Un buen ejemplo de ello fue la Primera Guerra Mundial cuyas causas se siguen discutiendo 100 años después, lo que nos lleva por tanto a concluir que fueron, a lo más, poco claras como también a resaltar la importancia en su surgimiento de las percepciones, la opinión pública y los líderes políticos.
E incluso puede plantearse en términos médicos, desde la asepsia, como una epidemia de politraumatismos, que también lo es, sin entrar en mayores detalles.
La guerra no es tampoco solo una actividad jurídica. EE. UU. hasta 2005, ha utilizado la fuerza en 220 ocasiones y solo ha declarado la guerra en cinco. La última vez que el Reino Unido declaró la guerra fue a Siam en 1942. El ejército que mejor cumplió las previsiones del Derecho de la guerra a lo largo de la Segunda Guerra Mundial fue el alemán. Tras Versalles pocos tratados de paz ha habido, toda vez que movilizar al pueblo, a la opinión pública, elimina la posibilidad de hacer concesiones a posteriori; esto hace que eventuales tratados se conviertan en auténticos diktat, ajenos a la concertación y el compromiso de intereses que requiere una paz duradera. Kosovo, por ejemplo, acabó con un acuerdo técnico militar.
Y es que la guerra es ante todo un enfrentamiento de poderes, un choque en todas sus dimensiones. Y no es un acto ni ético, ni justo, ni económico, ni médico… ni siquiera de fuerza o militar. Es un acto político, el más relevante, de gestión de poder, de modo que cualquier análisis que se realice sin tener en cuenta este hecho, esto es, referido solo a uno de los planos, es incompleto, falso y profundamente erróneo. La guerra es una función, un instrumento de la política y quien vea en ella otra cosa yerra gravísimamente. Como dijera Mao la guerra es política con derramamiento de sangre, la política es –vista a los ojos del líder chino– guerra sin derramamiento de sangre. Estamos ante una modificación sangrienta de las relaciones geopolíticas entre Estados, un intento de alterar por la fuerza los equilibrios geopolíticos establecidos.
Como características comunes a las múltiples definiciones que tiene cabe señalar su carácter sangriento, su naturaleza colectiva y total para alguna de las partes y su desarrollo en el ámbito de sociedades: requiere de un encuentro activo entre fuerzas enfrentadas y de un importante grado de organización, porque la organización guerrera no puede deslindarse fácilmente de la social, al igual que la tecnología de las armas no puede hacerlo de los utensilios.
La guerra pues, posee su propia gramática, pero la política es su cerebro; de hecho, genera una conducta específicamente política. Como resultado cuenta con una lógica diferente de la lógica lineal, mecanicista, que gobierna los tiempos de paz. Es una lógica de transformación, paradójica, fruto de su naturaleza dialéctica que obliga a resolver los asuntos contando con una fuerza que se opone a la resolución adoptada. Esto hace difícil la predicción de las consecuencias que tendrán en el presente los actos bélicos, todavía más en el futuro y aún más si cabe de considerarse la complejidad del entorno en el que la acción se produce. Hiroshima y Nagasaki, por ejemplo, crimen, necesidad o ambas cosas, pudieron contribuir nolens volens a evitar una tercera guerra mundial.
La guerra es un hecho social y como tal es hija de su época. Solamente encuentra su sentido en la política, plano que debe ser el eje de cualquier análisis. Estamos ante un término impreciso y en el que caben muchas cosas al mismo tiempo, como cualquier concepto político, que una Institución de Derecho Internacional Público. Es un instrumento, una función que junto con la paz pertenecen a la política.
En fin, la guerra sigue presente en nuestros días, un tiempo marcado por la globalización y el desdibujamiento de fronteras y límites conceptuales. Conviene reflexionar sobre ella.
Federico Aznar Fernández-Montesinos
Asociación Española de Militares Escritores (AEME)