El día 2 de mayo, como cada año, volveremos a evocar el levantamiento del pueblo español ante la invasión de una potencia europea. Fueron sucesos tristes que, aun así, debemos rememorar, pues en esos momentos de crisis y ante un agresor extranjero, como sucedió cuando Roma quiso tomar Numancia o para tratar de expulsar al islam durante buena parte de la Edad Media, el sentimiento de hermandad entre los españoles aflora, se consolida y rubrica con generosa sangre. (...)
... En torno al debate que suscitó el Brexit, escuché a quien argumentaba que los pueblos se diferencian entre sí por una serie de rasgos característicos que comparten muchos de sus naturales. Esas peculiaridades comunes en un colectivo al que designamos nación responderían a condicionantes de diversa naturaleza, como en este caso la insularidad del territorio, que les hace ser a sus pobladores más indiferentes respecto a los asuntos continentales. Como si la estrecha barrera de agua que separa sus costas de las del resto fuese tan eficaz ahora como lo fue en el pasado, para obtener cierto grado de aislamiento deseado con los problemas del mundo.
Añadía esa voz que esa forma de ser tan definitoria de un colectivo también podría ser fruto del poso de vivencias de dicho pueblo, de su tradición e historia. Y se ponía como ejemplo a España, donde la estructura política de la península en un periodo concreto de nuestro pasado, cuando el poder islámico de al-Ándalus se hallaba fragmentado en muchos pequeños reinos llamados taifas, supuestamente sentó las bases de la atomización de la política actual, de los sentimientos encontrados entre las numerosas regiones que conforman hoy nuestro Estado.
Pues bien, este tipo de explicaciones tan sencillas suelen requerir ser aderezadas de razonamientos más ricos y complejos y, sin embargo, parece haber algo de cierto hay en todo ello. Recordemos… El gran califato de Córdoba colapsó y, en efecto, el poder quedó fraccionado entre varios reyezuelos que gobernaron territorios de dispar importancia, confrontados los unos con los otros. Por diversas razones, esa nueva tesitura fue muy favorable para los reyes cristianos que, en su interés por recobrar el territorio antaño perdido, aprovecharon esa flaqueza para incrementar sus conquistas.
No obstante y de forma paradójica, esa dinámica también dio lugar a nuestra principal debilidad. El diferente ritmo al que se procedía el avance hacia el sur entre el este y el oeste, las herencias reales que partían en lotes la tierra que tanto costaba arrebatar a los intrusos, así como las cambiantes políticas empleadas a lo largo del tiempo en materia de conquista y colonización, principalmente, dieron lugar a diversos tipos de organización social, institucional y jurídica de los territorios cristianos. En definitiva, aunque durante toda la Edad Media y hasta el mismo reinado de los Reyes Católicos ser oriundo de la península Ibérica y cristiano era suficiente para ser considerado español, la realidad es que aquellos hombres eran vasallos de diferentes señores y se regían por leyes también dispares. Lo mismo sucedía en la Italia del Renacimiento, donde el sentimiento de pertenencia a la nación italiana chocaba constantemente con el imperativo de ser natural de una de las repúblicas del norte o de los reinos del sur.
Tras el reinado de Isabel y Fernando, el concepto España fue circunscrito a la unión de Coronas que éstos representaban pues, durante el Medievo, ese vocativo había servido para designar a la superficie equiparable a la de la antigua provincia romana o, lo que es lo mismo, a la totalidad de la península Ibérica. Ése puede ser considerado en esencia el germen de nuestro Estado actual, siendo junto con Portugal, Inglaterra y Francia los países que antes han alcanzado la proximidad de las fronteras que al presente los delimitan. Desde entonces, la intención de cualquier gobierno central de equiparar a todos lo españoles en obligaciones y derechos, ha sido fuertemente contestada por quienes entendían que eso era un atentado en contra de sus intereses y, cómo no, instigados por las élites locales y regionales, que en el fondo serían las que más tendrían que perder. Nadie puede negar que alcanzar la quimera de la igualdad sería lo más justo, aunque conllevase ciertos sacrificios, pero la idea de perder la parcela de poder que un individuo o su familia se ha labrado lejos de Madrid, se constata que para éstos fue y es completamente inadmisible.
Con todo, poco conoce al español el que entienda que dicha debilidad puede ser empleada contra él, aunque el enemigo cuente con poderosos aliados dentro…
En el año 1807, el ejército imperial francés de Napoleón, considerado el más poderoso de Europa, cruzó España con el objetivo de invadir Portugal. Se estima que su plan era un tanto distinto pues, una vez asentados sus hombres aquí, éstos se fueron apropiando sucesivamente de plazas importantes y sustituyendo a las autoridades legítimas por otras afines. Los franceses aún creían que gozarían del favor del pueblo, hastiado de malos gobernantes. Sin embargo, tanto la mala querencia por el extranjero, como la obligación de mantener esa fabulosa máquina de combate de un general que aplicaba la máxima de Catón el Viejo Bellum se ipsum alet (la guerra se alimenta a sí misma), dieron como consecuencia el conocido levantamiento del 2 de mayo de 1808.
España tenía un ejército que sobre el papel no tenía entidad para expulsar al invasor, pero sus gentes, unidas al ejército regular, harían gala de un espléndido coraje, empleando las tácticas de combate aprendidas en siglos, en especial la guerra de guerrillas.
En el mes de junio de ese año, un ejército de unos 4.000 franceses salió de Barcelona para dirigirse al interior, pasando por Lérida y Zaragoza. Para alcanzar su destino era preciso que atravesasen el paso del Bruch y, en ese punto, unas fuerzas compuestas por militares y el somaten catalán, milicia civil de origen medieval, que tan sólo alcanzaban la mitad de efectivos de su enemigo, le hizo frente. La columna gala hubo de retirarse con numerosas bajas. Unos días después volvían a tratar de franquear la cordillera y, nuevamente, hubieron de retroceder. Dice la leyenda que fue clave un tamborilero de Sampedor de nombre Isidro Llusá y Casanovas, quien al tocar su instrumento logró con su eco en los montes de Monserrat, que el contrario pensase que las fuerzas a que se enfrentaban eran mucho más numerosas. Sea como fuere, ésa fue la primera gran derrota del ejército napoleónico, la que avecinaba el principio de su fin.
Al mes siguiente unos 20.000 soldados al mando del general Dupont, en retirada en busca de los refuerzos que ya habían cruzado Despeñaperros, fueron interceptados por un contingente español de unos 27.000. Éste era el ejército de Andalucía, al mando del general Castaños, que había previsto esa maniobra. La batalla se produjo en Bailén. El resultado fue de nuevo favorable a los españoles, que ahora también podían presumir de haber sido los primeros en derrotar a tan magnífico contendiente en campo abierto. El papel desempeñado por la población civil fue igualmente crucial, preocupados en hacer llegar agua y bastimentos a sus paisanos. Las consecuencias de esta victoria fueron varias: José Bonaparte se vio obligado a abandonar Madrid e instalarse en Vitoria, sus fuerzas establecieron la línea de defensa al norte del Ebro, desocupando el sur y Portugal, y la más importante, que Napoleón tomó conciencia de la gravedad de la situación, disponiéndose a intervenir de manera activa en el conflicto.
En esta nueva fase de la contienda, ya a partir de 1812, los franceses se reconciliaron con el éxito en los Arapiles, aunque no fue más que un espejismo, pues la balanza se volvió a inclinar del lado contrario, primero en la misma Vitoria y luego en San Marcial. En diciembre del año siguiente el rey Fernando VII volvía a ser rey de España, aunque el último combate se dio en 1814 en Toulouse, donde a las órdenes del duque de Wellington, que gobernaba una coalición compuesta por españoles, ingleses, portugueses e irlandeses, la cual fue capaz de abochornar en su tierra a los galos.
La llamada Guerra de la Independencia supuso la restauración en el trono de España de los Borbones, el propio emperador la señaló como “la causa primera de todas las desgracias de Francia” pero, sobre todo, nos legó la primera constitución de nuestra historia: “La Pepa” de Cádiz. Esta carta magna reconocía el principio de soberanía nacional, es decir, que la autoridad reside en el pueblo y el poder político únicamente puede ser ejercido por los órganos que legítimamente lo representan. Más allá de las diferencias superficiales que puedan existir y aún existan, España se había comportado como una nación unida y fuerte, y ésa era su más que merecida recompensa. Únicamente esperar que de nuevo un enemigo extranjero o una situación límite nos tenga que recordar quiénes somos.
Hugo Vázquez Bravo