En contraste con las evidencias históricas, aun en el siglo XXI historiadores británicos insisten en el mito de la caída del Imperio Español después del fracaso de la Grande y Felicísima Armada, así llamada y no “invencible”, en su expedición a las Islas Británicas en 1588. Felipe II fue capaz de parar la expansión Otomana en Lepanto en 1571 y detuvo el objetivo musulmán de controlar Europa, como sucedió en España en 1212 en las Navas de Tolosa, y amplió sus posesiones de ultramar, en América y también en Asia. Aunque el objetivo de Felipe II de cortar el apoyo de Inglaterra a los rebeldes de los Países Bajos mediante la Gran Armada fracasó. (...)
... Como hemos dicho ningún país pudo disputar el control de los océanos a España ni desafiarla, como se demostró con la derrota británica de la Contra Armada de 1589 y así sucesivamente. Solo como muestra, en 1797, en el cambio al siglo XIX, una flota inglesa al mando del Almirante Nelson intentó conquistar Tenerife y las Islas Canarias, habían fracasado mucho antes ingleses y holandeses en Gran Canaria. El general Gutiérrez de Otero no solo derrotó a los ingleses sino que Nelson perdió el brazo y casi la vida cuando intentaba desembarcar muriendo todos los oficiales que le acompañaban. Finalmente Nelson murió a manos españolas en Trafalgar. Como se observa, todos los grandes almirantes ingleses murieron a manos españolas, salvo quizá el almirante Vermont, que al mando de la mayor Flota alistada hasta entonces, fue derrotado por Blas de Lezo y Sebastián de Eslava en Cartagena de Indias, en 1741.
Es decir, en contra de las tesis de historiadores británicos, hasta fin del siglo XVIII no se puede decir que el Imperio Español estuviera en decadencia, situación que se produjo a lo largo del XIX con las desastrosas consecuencias de la guerra de 1808-1814 contra Napoleón, la pérdida del gran imperio hasta 1828 y del pequeño imperio en 1898. Siglo XIX verdaderamente catastrófico en los aspectos, económicos, comerciales, militares y geopolíticos para España.
De nuevo, en contra de historiadores anglosajones recientes, España, después de Felipe II, mantuvo todas sus posesiones en Europa por otros cien años y el imperio en América y Asia por otros doscientos años. Es lamentable ver cómo las audiencias anglosajonas se tragan impasibles “best-sellers” con deformaciones históricas trufadas de estereotipos y bulos. El predominio del relato es lo que importa de cara a los intereses de cada nación y los anglosajones bien lo saben.
Sin embargo, esos historiadores ocultan deliberadamente la cuestión ¿cómo España pudo vencer a todas las amenazas, retos y desafíos que le presentaron otras potencias en un Imperio tan inmenso? o ¿cómo pudo mantener unido un inmenso territorio transoceánico y transcontinental por tanto tiempo? Ningún historiador británico o anglosajón es capaz de responder adecuadamente a esas preguntas o explicarse el éxito que España cosechó durante tanto tiempo como Poder Imperial hegemónico en el mundo durante más de dos siglos. Asignatura pendiente en algunas universidades de prestigio.
Algunos autores indican como razón principal de la caída de los imperios la expansión excesiva de los territorios provocando la falta de control y administración. Es posible que ese fuera el caso en otros imperios, pero no en el español. El inmenso imperio español estaba muy bien organizado a pesar de su tremenda extensión. Una de las herramientas, por citar solo una, más eficaz la proporcionó la familia italiana Tassi que organizó las comunicaciones del Imperio. Solo un ejemplo, una nota del embajador español en Moscú para SM el Rey informando sobre el inicio de reconocimientos rusos en Alaska, donde estaban exploradores y fuerzas españolas, cruzó dos continentes y un océano gracias al sistema de correos Tassi hasta llegar oportunamente las órdenes del rey a Bodega y Cuadra, en la actual Vancouver, que despachó unidades para detener la exploración de los rusos que se establecieron pacíficamente en Vancouver. La palabra Taxi se dice que viene del apellido de esa familia.
Una más de las historias deformadas que conocemos se refiere a la Guerra Hispano-Británica entre 1654 y 1660. La Inglaterra protestante bajo la dirección de Cromwell fue incapaz por sí sola de presentar un solo desafío a España a pesar de que se alió con su histórico enemigo, Francia. Los ataques a puertos andaluces, a las islas Canarias o a unidades en Flandes ocultaban el verdadero propósito de Cromwell que era expulsar a los españoles del Caribe y luego invadir América Central. Sin embargo, la ambición inglesa terminó en fracaso, una vez más, ante la determinación española. El control de Jamaica fue el único consuelo que le quedó a Inglaterra de aquella aventura.
Por otro lado, una de las mayores victorias españolas tuvo lugar en 1655 cuando una formidable fuerza naval inglesa mandada por Robert Venables y William Penn intentaron conquistar la isla de Santo Domingo y luego la de Cuba. El intento terminó en absoluto fracaso y Cromwell metió presos en la Torre de Londres a Venables y Penn a su regreso. Inglaterra tuvo que firmar poco después, en 1670, el Tratado de Paz de Madrid. Una España ya exhausta, en la fase final de su imperio, aun pudo controlar amenazas en el Atlántico, Mediterráneo, Caribe, Flandes y en otros lugares.
Se dice que la clave del éxito del imperio español fue su capacidad de preservar intacto el núcleo de su poder en la Península Ibérica y de sostener unas redes de comunicaciones terrestres y marítimas extraordinarias que unían los territorios del Imperio, todo ello con las mejores flotas, las seis Armadas y las mejores unidades terrestres de la época, los Tercios.
Los monarcas españoles combinaron hábilmente instrumentos de la diplomacia del renacimiento junto con un nuevo Ejército organizado sobre la base de los Tercios y una innovación táctica dando preeminencia a la infantería ligera, formada socialmente por clases poco acomodadas, sobre la aristocrática caballería medieval. España derrotó todos los intentos de Francia de imponer su hegemonía en las ciudades estado italianas en el siglo XVI y también en su territorio, como en la batalla de San Quintín en 1557, con victoria decisiva española. En lugar de avanzar sobre París el mando español decidió tomar la ciudad de San Quintín. Quizá de haber hecho lo propio, el trono imperial de Felipe II se podría haber instalado en Paris con consecuencias en la historia de Europa inimaginables. En esa batalla murieron 12.000 franceses y 6.000 fueron hechos prisioneros, además se rindieron 5.000 mercenarios alemanes, cifras desconocidas hasta entonces. Pero no fue la última, en Gravelinas los Tercios españoles, junto a suizos, alemanes, flamencos e ingleses, es decir, el ejército imperial, derrotaron definitivamente a los franceses.
El descubrimiento de un Nuevo Mundo en 1492, junto con el posterior ascenso al título imperial de Carlos V, nieto de monarcas católicos, en 1519, fue una coincidencia inesperada pero determinante para el futuro de Europa y el Mundo. España se encontró con un vasto imperio que le obligó a utilizar eficazmente las herramientas diplomáticas, políticas y militares. Durante el siglo XVI la monarquía hispánica construyó sus posiciones esenciales y sus líneas vitales de comunicaciones, terrestres y marítimas, a escala global, manteniéndolas a toda costa por encima de debilidades internas y ataques externos. Cierto es que las guerras civiles en Francia e Inglaterra, alimentadas desde España, y la incapacidad de los turcos de presentar desafío en el Mediterráneo a España desde Lepanto fueron factores que ayudaron mucho.
No obstante, a pesar de los descalabros sufridos con la Paz de Westfalia en 1648 y con el Tratado de los Pirineos en 1659, España mantuvo sus posesiones europeas, incluyendo Italia y las zonas católicas de los Países Bajos, hasta 1714, mientras el imperio allende los mares se conservó intacto hasta más de un siglo después. Como afirma Robert Stradling “la capacidad y habilidad de España de defender de forma continua el imperio de cualquier ataque es uno de los hechos más sobresalientes y menos reconocidos mundialmente de los siglos XVII y XVIII”. España se confirmó como potencia global en términos comparativos. Ninguno de sus competidores europeos fue capaz de establecer nunca un imperio marítimo que pudiera ni incluso rivalizar con el que España consiguió un siglo antes.
Poco reconocido también es el hecho de que todo se pudo hacer gracias a unas eficientes estructuras administrativas, diplomáticas y militares, a una buena administración del Estado que permitía movilizar recursos a lo largo del mundo, usando canales de comunicaciones que demostraron ser eficaces y resilientes bajo presión. Organización administrativa y del Estado sin parangón. De Felipe II viene la frase que acompaña hoy en día muchos escritos oficiales ordenando o requiriendo algo y que dice “Ruego que a la mayor brevedad posible…” muy del estilo de ese gran Rey que fue Felipe II y del que tenemos la imagen deformada que los ingleses han querido vendernos.
Según algunos historiadores, tras la muerte de Carlos II sin descendientes y tras la Guerra de sucesión al trono de España desde 1701 a 1713 el imperio se desvaneció, marcando el declive de España como Imperio siendo sobrepasado pronto por Francia y Gran Bretaña. Sin embargo eso solo pasó en Europa, como dijimos, pues en América y en Asia es más apariencia que realidad.
La monarquía borbónica fue capaz de concentrar sus esfuerzos en objetivos geoestratégicos, que consistían básicamente en mantener y defender los territorios en América y Asia, incluyendo sus vitales líneas marítimas de navegación en el Pacífico y Atlántico y recuperar la influencia perdida en el Mediterráneo. El siglo XVIII fue para España un ejercicio de realismo basado en calculados equilibrios de poder y en un extenso paquete de reformas económicas y militares después de las pérdidas sufridas como resultado de su participación en la Guerra de los siete años (1756-1763). La monarquía española fue la mayor potencia occidental hasta finales del siglo XVIII por mucho que se trate de difuminar por los que fueron sus enemigos durante dos siglos y conservó su Imperio hasta finales del XIX, mediante una estrategia imperial sin parangón en la Historia y muy poco estudiada.
Por último, la decisiva participación de España en la Guerra de independencia de los EE.UU en el lado de los rebeldes fue la culminación de la política de contención de las ambiciones Británicas atacando directamente en sus puntos más débiles. El siglo XVIII fue para la Monarquía española y sus territorios ultramarinos un periodo caracterizado por reformas y crecimiento económico. “No sin España”, es el lema que debería presidir el Congreso de los EE.UU, pues sin el apoyo decidido de Carlos III y Carlos IV monarcas de la potencia dominante en el mundo a George Washington, difícilmente los EE.UU habrían alcanzado entonces la independencia. Sin embargo, en las películas aparece siempre la menor, pero más visible contribución de Francia, que de nada hubiera servido sin la del Imperio Español. Incluso las fuerzas francesas de Lafayette fueron equipadas y sostenidas por dinero recaudado voluntariamente en Cuba, aspecto oculto en los entresijos de la historia.
Como dijimos, durante el siglo XIX la posición privilegiada de España como gran potencia cayó después del éxito de las guerras de independencia en la mayoría de los territorios de Hispanoamérica. Esa desafección criolla, que no de los nativos indígenas de esos territorios, fue debida a la cantidad de errores que cometió la corte de Carlos IV al no haber presentado alternativas a la independencia, como autonomías o asociaciones en el marco de una organización supranacional que las uniera con España. No obstante, el apoyo a los rebeldes en Norteamérica y los efectos de la revolución francesa, junto con los seis años de guerra contra Napoleón, pasó factura a España en Hispanoamérica.
El Imperio español inició su decadencia a mediados del siglo XIX y un nuevo mundo hispánico amaneció junto con un legado permanente de lengua, cultura, vínculos étnicos, costumbres, mestizaje y religión que denominamos Hispanidad. Como hemos dicho, los políticos españoles no supieron o quisieron ofrecer soluciones a esos procesos de independencia para mantener el vínculo estrecho con España. Esa falta de visión y surplus de soberbia lo pagamos caro. El llamado Imperio chico lo perdimos, también por falta de visión política, a manos de los EE.UU. Como advirtió el Conde de Aranda a Carlos IV, “Majestad estamos apoyando y abasteciendo a una nación que se volverá contra nosotros”, y así pasó. Ayudamos a crecer a un Imperio que nos derrotó. Es por todo lo anterior y mucho más que la experiencia imperial de España es de un valor incontestable para historiadores.
Churchill decía que los imperios del futuro residirán en la mente. Hoy en día la guerra cultural, la guerra por el relato, por dominar las percepciones, como bien explica Pedro Baños en su libro “El dominio mental” es la clave del dominio de las naciones. Si a eso unimos la deformación histórica tenemos la solución perfecta para imponer la nueva estrategia “imperial”.
La historia, los ideales y las realidades de una nación son los tres pilares de la misma. Si se tergiversa la historia, se cambian o se pierden los ideales y se deforma la realidad, la nación no puede tener futuro.
Referencias bibliográficas (editadas entre 2018 y 2021)