He decidido celebrar estas Navidades con un festín o fiesta privada anti-iconoclasta, con cierta nostalgia de mi lejana infancia. En nuestra casa familiar en Saint Cloud (Minnesota, USA) he puesto, no uno, sino cuatro belenes con figuras traídas de España, y en un caso regalo de mis suegros tras un viaje a Palestina/Israel.
Harto de tanta decoración con motivos arbóreos y del obeso Santa Claus, típicos en la tradición nórdica protestante, quiero reivindicar la española, católica y mediterránea de las figuritas (la mayoría de los católicos estadounidenses, como en tantas otras cosas litúrgicas y dogmáticas, han claudicado –nunca mejor dicho– ante el pesado Claus). (...)
... Estos “gringos”, tan republicanos, ni siquiera celebran la fiesta de los Reyes Magos, así que en mis belenes figuran por supuesto Melchor, Gaspar y Baltasar, con sus pajes y camellos. Por poner he puesto incluso figuras de Santiago Apóstol, patrón de España, y de Don Quijote, santo español de devoción unamuniana. Y en honor de mis amigos catalanes (no independentistas), en un nacimiento de figuritas enanas coleccionadas durante años por mis hijos he incluido al inevitable “caganer”.
Los fanáticos iconoclastas antiguos en el Cristianismo oriental fueron alentados por el emperador bizantino León III y su hijo Constantino V durante el siglo octavo después de Cristo, en una pulsión teocrática inspirada en el Islam, entonces una civilización rival ascendente.
En la Edad Moderna el Protestantismo adoptó algunas formas de iconoclastia, que más tarde asumirían también las doctrinas ateas de los totalitarismos políticos contemporáneos: el jacobismo, el comunismo, el nazismo, el anarquismo, etc. (Charles Maurras nombró y acusaría a las tres erres del anti-catolicismo: la Reforma, la Revolución y el Romanticismo).
La historia de España, con una tradición anti-religiosa y anti-eclesiástica minoritaria pero radical desde el siglo XIX, desembocó en una explosión criminal e iconoclasta durante la Segunda República y la Guerra Civil. Nadie olvidará la infame fotografía, simbólica, de unos milicianos fusilando la estatua de Jesucristo en el Cerro de los Ángeles.
Una nueva oleada de iconoclastia en el mundo comenzó hace veinte años, cuando en Marzo de 2001 los Talibanes destruyeron los Budas gigantes de Bamiyán, en el centro de Afganistán. Y de nuevo la teocracia islámica ha sido imitada por el secularismo progresista y los izquierdistas totalitarios de nuestros días.
En los dos últimos años, acompañando a la maldita pandemia del CCC (Coronavirus Comunista Chino), la denominada “Teoría Crítica Racial”, junto al movimiento “Black Lives Matter” y el disparate del “Proyecto 1619” (iniciativas todas de un comunismo americano trufado de racismo anti-blanco), han propulsado una histeria iconoclasta en los Estados Unidos –no ajena a una mixtura kitsch de puritanismo, revolucionarismo y romanticismo, según la fórmula maurrasiana– que se ha cobrado múltiples y variadas víctimas de la iconografía estatuaria, desde Cristóbal Colón y otros ilustres descubridores españoles, pasando por los Padres Fundadores de los Estados Unidos, sin perdonar a Abraham Lincoln, presidente Emancipador y Mártir, ni a los héroes liberadores militares del Norte en la Guerra Civil, hasta el humilde y santo fraile franciscano español-mallorquín Junípero Serra, fundador de las primeras misiones católicas en California (como la estupidez es internacional, en la propia isla de Mallorca y en su mismo pueblo natal de Petra, también destruyeron estatuas suyas sus paisanos iconoclastas, paletos y papanatas).
No quiero terminar esta columna en un tono indignado. Deseo a los lectores de La Crítica, sinceramente, una Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo. Que pongan belenes en sus hogares, y como soy anti-iconoclasta no me parece mal que pongan también, si lo desean, un árbol navideño y una figura del gordo Santa Claus, con su trineo y sus renos voladores.