“Y cien millones por mi paciencia en escuchar, ayer, que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino”. Con esta oración se pone fin a la célebre letanía que popularmente se conoce como Las Cuentas del Gran Capitán. Si bien nunca sabremos si la anécdota a la que refiere se produjo en realidad, lo que resulta falso del todo es que Gonzalo Fernández de Córdoba hubiese puesto a los pies de Fernando, el rey Católico, un único reino. (...)
... En los siglos que duró el Medievo, los diferentes reyes de Europa combatieron entre ellos por poder legar a sus herederos unos territorios, cuya expansión coincidiese con las fronteras que delimitaban las antiguas provincias romanas. Esas mismas que, cuando el imperio se desintegró, siguieron gobernando los monarcas de los pueblos denominados bárbaros, como los visigodos o los francos.
La guerra de los Cien Años contra Inglaterra y la represión de la herejía cátara permitieron a la monarquía francesa alcanzar dicha meta. Mientras, en España, la fórmula empleada para alcanzar la reunificación fue doble. Por un lado, se declaró la guerra contra el infiel en Granada o contra otras potencias que pretendiesen inferir en dicho proceso, como fue el caso de Francia en la anexión de Navarra. Por otro, se planificaron enlaces matrimoniales entre los herederos de los distintos reinos ibéricos. Mediante esta estrategia, los Reyes Católicos lo dispusieron todo, para que en la siguiente generación hubiese en la península un único soberano. Sin embargo, lo que vino después es sabido, sus hijas primogénitas y sus vástagos fallecieron antes de tiempo. La España que surgió de la unión de los reinos de Castilla y Aragón, nuestra España, nació, y Portugal quedó tristemente al margen.
Con esos objetivos alcanzados o dados por cumplidos, otra inquietud nació entre los principales soberanos de Europa, esclarecer quién habría de ostentar la primacía entre las diferentes casas reales del continente. Es cierto que el título de emperador ya existía, pero también que, durante la Edad Moderna, únicamente jefes de Estado tan fuertes como Carlos V o Napoleón pudieron reclamar para sí la consideración que esta dignidad llevaba aparejada e implícita.
Así pues, en ausencia de un emperador lo suficientemente enérgico y consolidado, los cronistas de las diferentes monarquías difundían explicaciones de carácter mitológico, que justificaban que su señor era por derecho el principal soberano de Europa, lo que valía que cualquier causa que aquél emprendiese habría de ser tomada por justa y, por tanto, no contestada ni puesta en duda. Es el caso de Jean d´Auton, que en la Historia que compuso de la vida de Luis XII de Francia, cuando aborda la reunión que tuvo lugar en Savona en 1507 entre dicho monarca y Fernando, nuestro rey Católico, recalcaba el gran honor que el galo dispensaba al aragonés cada vez que le permitía realizar cualquier acto antes que él, pues según declaraba, después del Papa toda preeminencia protocolaria correspondía a su rey, por ser el primero entre los cristianos.
La cuestión es que todo esto era discutible, y toda causa previsiblemente justa podía ser dirimida en el transcurso de un conflicto convenientemente arbitrado, como de hecho sucedió. Bajo este prisma, la guerra de Nápoles era mucho más que una pugna territorial. El enfrentamiento entre los citados reyes, Fernando V de Aragón y Luis XII de Francia había de resolver quién de ambos sería el soberano más poderoso de occidente, y el Estado que resultaría como la primera gran potencia de un mundo cada vez más globalizado.
La propaganda del rey de Aragón operó igualmente con eficacia y convirtió a este personaje en el foco de varios ciclos mitológicos relacionados con el reino de Jerusalén, pues de alguna manera confluían en su persona. Explicarlos sería ardua tarea, pero, en resumen, se hablaba de la figura de un “emperador escatológico” o mesiánico, que habría de venir para recuperar Tierra Santa y que, de manera simbólica, antes sería capaz de unir y gobernar al tiempo las Dos Sicilias. Esto se debe a que la Sicilia actual había pertenecido al imperio Bizantino u Oriental, mientras que el reino de Nápoles había quedado adscrito al occidental, con capital en Roma.
Al rey Fernando se le consideraba capaz de ello, ya que ya había puesto fin a otro proceso sumamente relevante, el de la llamada Reconquista, convirtiéndose por ello en la figura antagónica de aquel rey de nombre don Rodrigo, por cuyos pecados España había sido entregada a la denominada secta mahomética. Expulsar a los musulmanes de la península Ibérica venía a significar y se interpretaba como que él había redimido a sus habitantes de todo yerro.
Tampoco era baladí su sobrenombre, el Católico, pues otra de las tareas que dicho “emperador” habría de asumir, sería la de renovar por completo la Iglesia, valiéndose de su carisma y su fuerza personal.
Por último, para representar a este personaje, se emplearon símbolos tomados de la mitología celta como el murciélago, cuya significación era el “tapado” o el “encubierto”, dando a entender que su esencia aún estaba por descubrir.
No obstante, ese conjunto de creencias era preciso refrendarlas en el campo de batalla. Luis XII y Fernando V de Aragón se presentaron en Nápoles reclamando para sí este reino por motivos dinásticos, y únicamente el que venciese podría ceñir la ansiada Corona, pues ésta estaba adscrita a dicha jurisdicción, como prueba que antes la hubiera portado Alfonso V el Magnánimo. El que venciera podría solicitar al Papa que le concediese dicho título.
Lo que sucedió después es sobradamente conocido. El Gran Capitán asumió el mando supremo de las operaciones militares y, con suma maestría, derrotó ampliamente a su contendiente. En enero de 1504 se daba por finalizada la guerra y, poco después, los mencionados soberanos firmaban el Tratado de Lyon, que sancionaba los éxitos del general cordobés. Gonzalo había ganado Nápoles y dejó abierta la vía para que el pontífice entregase a Fernando, por derecho, el de Jerusalén. Y, aunque esto se hizo esperar, en 1510 Julio II emitió la anhelada bula que lo reconocía como tal. A su muerte, su nieto Carlos V heredó este título y, al ser ungido luego como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, fue la última persona en la Historia que unió ambas dignidades, pues su hermano Fernando asumió el control del Imperio, fundando un nuevo linaje en Austria que perduró en el poder hasta comienzos del siglo XX. El reino de Jerusalén quedó entonces adscrito a la Corona española. Actualmente quien posee este título es nuestro rey Felipe VI.
Para concluir, un último dato reseñable es que el Gran Capitán recibió como merced por sus servicios el principado de Jaffa, también asociado a Tierra Santa (ciudad de costa perteneciente hoy al distrito urbano de Tel Aviv). Este título, sumado a una larga lista en la que sobresalen los ducados de Terranova, Santangelo y Sessa, le convirtieron en el militar más condecorado y reconocido de nuestra Historia y, muy probablemente, de la universal.