En un artículo anterior (“Memorias de la Transición: Tierno, Carrillo, y el Rey”, La Crítica, 20 de septiembre de 2021) conté mis recuerdos de tres personalidades en los años previos a la Democracia propiamente dicha, es decir hasta los años 1980s. Quiero ahora evocar, muy sumariamente, otros recuerdos de importantes personas que llegué a tratar o conocer, tangencial o más cercanamente, en los primeros años de la Democracia.
Por supuesto, estas memorias no tienen nada que ver con lo que las izquierdas entienden por “Memoria histórica” o “Memoria democrática”. Comienzo en esta primera parte con tres destacados dirigentes de las derechas. (...)
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Fraga
Manuel Fraga Iribarne, ex ministro de Franco, era catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, donde obtuve mi Licenciatura (1971) y mi Doctorado (1976).
El Departamento tenía entonces tres catedráticos: el primero, que también era el director, monárquico liberal, Carlos Ollero Gómez; el segundo, Manuel Fraga Iribarne; y el tercero, Jesús Fueyo Álvarez. Fui alumno del primero y de su sucesor, el socialista “tiernista” Raúl Morodo, con quienes comencé también mi carrera profesoral en el otoño de 1971. Al jubilarse Ollero, la primera cátedra la heredó, por antigüedad, Raúl Morodo, y cuando éste se trasladó a la Facultad de Derecho, la heredaría Julián Santamaría.
Así, cuando gané por oposición mi cátedra de Teoría del Estado y Derecho Constitucional en 1983, en la misma Facultad de la Universidad Complutense, en cierto modo “heredé” la segunda cátedra, es decir la de Fraga. Éste había iniciado ya por entonces su segunda carrera política, en la Democracia, como fundador y líder del partido derechista o conservador, Alianza Popular (aventura en la que le acompañaba su alumno de la Facultad, Jorge Verstrynge, que procedía de Fuerza Nueva).
Aunque nunca fui alumno de Fraga, sí sería frecuente lector suyo. Tanto para la preparación de mis memorias de oposiciones (a Adjunto o Titular en 1979, y a Catedrático en 1982), como por interés intelectual personal –en los años 1981-82 experimenté un cambio dramático en mis ideas políticas– fue para mí importante la lectura de algunas obras suyas de carácter más académico y erudito en el área de la Ciencia Política (por ejemplo: La reforma del Congreso de los Estados Unidos, El Congreso y la política exterior de los Estados Unidos, El Gabinete inglés, La crisis del Estado, Legitimidad y representación, El desarrollo político, El pensamiento conservador español, etc., entre casi un centenar de títulos). Sigo considerando a Fraga el político conservador español mejor dotado intelectualmente en la Democracia, y entre otras cosas el mejor conocedor –junto a Julián Marías– de la sociedad y del sistema político de los Estados Unidos, la gran e imprescindible potencia hegemónica de Occidente.
Entre sus méritos hay que destacar su temprana apuesta por la reforma democrática en España y el liderazgo personal en la democratización del llamado “franquismo sociológico”.
En mis oposiciones a cátedra tuve a Fraga en el tribunal y fue el único de los cinco miembros de quien no tuve un voto favorable. Creo que me asociaba entonces a la militancia socialista del PSP de Enrique Tierno Galván, paradójicamente cuando ya la había abandonado, tras la fusión con el PSOE en 1978 y sobre todo con mi rechazo definitivo de la partitocracia y del socialismo tras el infame 23-F de 1981.
Suárez
A Adolfo Suárez le conocí a principios de 1976 cuando era ministro-secretario del Movimiento Nacional, en el primer gobierno de la Monarquía de Juan Carlos I (presidido por Carlos Arias Navarro, en el que Fraga era vicepresidente). Tenía su residencia familiar en el mismo edificio de Puerta de Hierro donde vivía mi tutor universitario, Raúl Morodo, con el que Suárez había entablado cierta amistad y quien me lo presentó en una ocasión.
Escribí y publiqué el ensayo “Adolfo Suárez, in memoriam” (La Crítica, 30 de marzo de 2016) con motivo del segundo aniversario de su muerte, donde recordaba los momentos en que tuve la oportunidad de hablar extensamente con él, recién terminado su mandato presidencial: en la boda de unos familiares míos que eran amigos suyos, y durante una visita que le hicimos el catedrático Luis García San Miguel y yo a su despacho en la calle Antonio Maura de Madrid, poco antes de que lanzara la breve aventura del CDS (a la que se incorporó activamente Raúl Morodo). Aunque simpatizaba con la idea, entonces me sentía ya muy escéptico de cualquier militancia partidista.
Si Fraga era el mejor intelectual en la política de las derechas, Suárez era, con diferencia, el mejor político. Atractivo, inteligente y simpático. Naturalmente liberal y tolerante, con el sesgo socialdemócrata de los “azules” provenientes del franquismo, fue el alma y cuerpo de la UCD, consciente de su temporalidad y de las contradicciones internas, cuya expresión fueron las rivalidades de los barones. Pero Suárez fue el instrumento necesario y adecuado para liderar la Transición política de un régimen autoritario a la Democracia.
Si el Rey Juan Carlos fue el empresario de la obra, y Torcuato Fernández Miranda el guionista, Suárez asumió brillantemente el papel del actor principal, aunque este rol se agotaría hacia 1980.
Terminada con éxito la misión de UCD en la Transición al aprobarse por referéndum la Constitución de 1978, su proyecto y apuesta para la Consolidación democrática fue el CDS, partido bisagra de centro-izquierda que inauguró la lista de los varios experimentos similares que también fracasarían en años posteriores, en gran medida por culpa de un sistema electoral disparatado.
De todas maneras, el proceso de la Consolidación democrática sería dramáticamente interrumpido por el extraño intento de golpe de Estado, incidente u operación institucional del 23-F de 1981.
Sin duda, Suárez no era perfecto –nadie lo era en aquella España recién salida del franquismo– y probablemente cometió errores. Pero pese a todo fue el mejor y el más honesto de todos los políticos de su época.
Fue un honor para mí, como director del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid, promover la concesión del doctorado Honoris Causa del presidente Adolfo Suárez conjuntamente con el del presidente portugués Mário Soares, el 28 de mayo de 1996. A mi juicio fueron los dos protagonistas principales de las transiciones políticas en la Península Ibérica.
Calvo-Sotelo
No tuve una relación directa con Leopoldo Calvo-Sotelo, aunque lo vi y saludé en persona, que recuerde, en dos ocasiones. La primera, pocos meses después de ser investido presidente del Gobierno, tras la dimisión de Suárez, por el Congreso de Diputados en 1981. Visitaba la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, en Santander, donde yo trabajaba en la Junta Rectora, para la inauguración de los cursos de verano. La segunda, siendo ya ex presidente, en primera fila del funeral de Gonzalo Fernández de la Mora en la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano, junto a la familia del finado, estando en el otro lado de la misma fila, su némesis en el infame 23-F de 1981, el general Alfonso Armada.
Asistí al acto por mi vieja amistad con Carmen, la hija de don Gonzalo (conservador español a quien también conocí y admiré intelectualmente), y tuve la oportunidad de observar en el funeral una representación bastante completa de todo el espectro político de las derechas españolas, con la excepción de los falangistas.
Calvo-Sotelo hubiera sido, por su preparación, un magnífico político en una España normal, con la democracia consolidada como en otros países occidentales. Educado y culto, en terminología de Max Weber representaba la continuidad burocrática (y tecnocrática) al liderazgo carismático de Suárez. Pero la democracia española no estaba todavía consolidada, y el 23-F fue –y sigue siendo– un “agujero negro” que interrumpió el proceso y desbarató gravemente la legitimación de todo el sistema político.