Existen tantos tipos ideales de ciudades como clases de viajeros. Aquél que deambula por las orillas del Tíber o cruza los senderos y calles que conectan entre sí sus siete colinas, de inmediato es consciente de que se encuentra en el centro de poder político y religioso más importante de la Historia de nuestra civilización. Roma capitaneó el imperio al que prestó su nombre y, aún hoy, desde ella se rigen los designios de la Iglesia Católica.
Hoy ésta se encuentra mancillada y escindida, pues estuvo llamada a gobernar mucho más que la actual Italia, y nunca debió haber frontera alguna dentro de sus murallas que delimitasen al Estado del Vaticano. Pero son justamente las dos realidades históricas mencionadas, imperio y cristiandad, las que la hacen trascender hasta convertirse en patrimonio de toda la humanidad; y muy especialmente para nosotros, los españoles, pues nuestra contribución a ambas resultó completamente determinante. De hecho, ése es el objetivo del presente relato. Sabedores de lo que Roma nos legó, trataré en esta ocasión de invertir el enfoque, ofreciendo al lector la posibilidad de reconstruir una ruta por la ciudad eterna, en la que iremos descubriendo la huella material indeleble que en ella dejaron acontecimientos, personajes e instituciones de naturaleza hispana.
Entre los vestigios que han persistido, una de las referencias más antiguas que quizá podamos encontrar son los importantes relieves del Ara Pacis Augustae (13-9 a. C.), altar erigido por el emperador Augusto a la diosa de la Paz, para conmemorar sus conquistas en la Galia e Hispania. Estas últimas darían como resultado la incorporación definitiva de la Cornisa Cantábrica al imperio, único espacio peninsular que aún resistía.
Tiempo después, en el siglo primero de nuestra era, de una ciudad hispana que curiosamente llevaba por nombre Itálica –Santiponce–, saldrían los dos primeros emperadores nacidos fuera de Roma. Ambos aportaron al imperio una de sus etapas más prósperas. Concretamente, los dos figuran en la exigua nómina de los declarados como “cinco emperadores buenos”, según Maquiavelo, junto a Nerva, Antonino Pío y Marco Aurelio. El primero de ellos fue Trajano (98-117), quien construyó en la metrópoli el Foro Imperial (107-112), el más grande y moderno de los que a la postre se han conservado. En este complejo arqueológico sobresale la imponente Columna Trajana (113), que representa a un libro en el que se recoge la narración de sus conquistas en la Dacia, mediante las cuales, éste dotó al imperio de su máxima extensión. Y anexo a este conjunto, que habría de convertirse en el corazón de la urbe, mandó erigir el Mercado (107-110) que igualmente lleva su nombre. A pesar de las modificaciones de las que fue objeto en época medieval, éste todavía nos permite el acceso a su alma original.
No obstante, la contribución de su sucesor Adriano (117-138) al plano urbano de Roma fue si cabe aún más trascendental. A él se debe la reforma íntegra y el aspecto actual de la que está considerada obra cumbre de la Arquitectura romana: el Panteón (118-125), llamado de Agripa pues, éste, yerno de Augusto y responsable en la faceta militar de las conquistas a las que está consagrado el Ara Pacis, fue el promotor del edificio original.
Otros dos señalados monumentos que podemos atribuir a Adriano son los que guardan relación con su muerte. El primero es su Mausoleo (123-139), convertido durante el Medievo en el Castel Sant´Angelo, pero que todavía mantiene en su interior parte de su estructura primigenia. El otro, el Templo (145) que a su memoria levantó su sucesor Antonino Pío. El edificio que hoy conserva en su fachada once de sus columnas albergó en el pasado más cercano a la Bolsa de Valores y, en la actualidad, a la Cámara de Comercio de la ciudad.
Pero a pesar de tanta gloria, el imperio cayó y Europa entera se sumergió en unos siglos que para algunos fueron de oscuridad, en los que su capital se vio en la obligación de reinventarse. El papado, aunque no siempre fue fiel a la preciosa Roma –recordemos su larga estancia en Aviñón–, terminó retornando a sus orígenes y, juntos, la ciudad resurgió de sus cenizas. Este proceso, que transcurrió durante el Renacimiento, tuvo en parte como protagonista al pontífice español por excelencia: Alejandro VI (1492-1503), el Papa Borgia. Tanto en los museos del Vaticano como en el anteriormente citado Castel Sant´Angelo, podemos visitar un conjunto de estancias que portan el nombre de su familia. Resulta curioso que muy a pesar de sus excesos o, seguramente a causa de ellos, sea una de las pocas cabezas rectoras de la Iglesia que es ampliamente conocida.
Otro edificio que posee una vinculación muy estrecha con este pontífice es la Iglesia Nacional de Santiago y Monserrat, donde se encuentran inhumados sus restos junto con los de otro Papa hispano y pariente suyo, Calisto III (1455-1458). El mismo rey Alfonso XIII reposó en ella una vez muerto, hasta su definitivo traslado al panteón real del Escorial en 1980. La presencia de la advocación de esta virgen en estas tierras y en este periodo tan concreto, responde a que ella fue la patrona de España, hasta que Felipe V decidió promover a la virgen del Pilar en el siglo XVIII.
Aquéllos eran los inicios de la Edad Moderna, en la cual los espacios se dilatan, y las relaciones entre los dirigentes de los diferentes Estados se vuelven tan densas como en la actualidad. Fruto de lo cual, el más clarividente de los mandatarios, Fernando II de Aragón, el rey Católico, procedió a la creación de la primera misión diplomática permanente que ha existido, la de los reyes hispanos ante la Santa Sede. Hoy, dado que la ciudad alberga la coexistencia de varias capitalidades, se ha hecho necesario el desdoblamiento de aquella primitiva embajada. La que es su heredera directa tiene su solar en el Palacio de España o Palacio Monaldeschi, donde reside desde 1647. La que tiene por razón despachar los asuntos con el Estado italiano se aloja en la primera planta del Palacio Borghese desde 1947. No obstante, este último embajador posee su residencia en el monte Gianicolo, aquel que domina el Trastévere, en unas dependencias anexas al antiguo monasterio de San Pietro in Montorio (1502-1510). Este cenobio fue sufragado por los Reyes Católicos y levantado donde fue crucificado San Pedro. En el lugar exacto de su martirio, se construyó el famoso Tempietto di Bramante, de planta circular y proporciones perfectas. Así mismo, en sus claustros se instaló la Academia de España a finales del siglo XIX, que dependía de la Real Academia de San Fernando.
Otro impulso crucial que recibió no sólo Roma, sino la propia Iglesia Católica a lo largo del siglo XVI, fue el que le proporcionó la Compañía de Jesús y su fundador, San Ignacio de Loyola. Fue el propio santo el que concibió el proyecto de levantar aquí la iglesia madre de la orden y hogar de su General Superior, el Gèsu (1568-1575). Esta obra se convirtió en el icono barroco de la Contrarreforma, y el lugar escogido para dar cobijo a los restos de su creador. Sin embargo, ésta no es la única construcción relevante asociada a los jesuitas españoles. A través de una plaza tan singular como bella, y que igualmente le fue dedicada, se accede a la segunda de sus casas, la iglesia de San Ignacio, que fue un encargo del Papa Gregorio XV (1626). Dicho templo se encuentra adosado a su principal institución de enseñanza, el Colegio Romano, potenciado por el santo también español Francisco de Borja.
No se agotan con éstas las aportaciones hispanas a la hoy capital italiana. Por ejemplo, en la nave que da acceso a la iglesia de Sta. Maria Maggiore, en uno de sus laterales, se erige una estatua de nuestro rey Felipe IV, obra de Bernini. No obstante, no fue mi intención recoger la totalidad de las mismas, sino tratar de resaltar tanto su cantidad, como su calidad y relevancia.
Pero antes de finalizar, abordaré un par más de cuestiones anecdóticas. La primera guarda relación con un dato que mucha gente desconoce, que Roma es la única ciudad en la que no coexisten dos, sino tres Estados. Uno de ellos no posee tierra, pero mantiene relaciones diplomáticas con numerosos países y ocupa plaza como observador en la Asamblea General de la ONU. Nos referimos a la S. O. M. de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta. Los caballeros del Hospital de San Juan de Jerusalén, cuando tuvieron que abandonar Tierra Santa, terminaron por establecerse en Rodas. De allí fueron de nuevo desalojados en 1522 por los turcos, lo que les situó en una comprometida situación que resolvió nuestro emperador Carlos V, cuando les cedió en usufructo la isla de Malta, a cambio de la entrega simbólica de un halcón cada año, el llamado Halcón Maltés. Los caballeros hicieron de la isla, hasta su definitiva expulsión por Napoleón, un baluarte decisivo en la defensa del Mediterráneo oriental frente a la amenaza turca y los piratas berberiscos, con el apoyo de su floreciente armada. En la actualidad el pabellón de esta orden ondea en varios edificios de Roma, entre ellos sobresalen el de Vía Condotti, donde tiene su sede, y la villa magistral del Aventino.
Y, para concluir, pasaremos a hablar de un rinconcito tan hermoso como emblemático que, aún siendo muy conocido, se nos adscribe de manera errónea. Quizás una de las estampas más vendidas de la ciudad sea la de la escalinata de la Piazza di Spagna o Plaza de España. Lo cierto es que fueron franceses los que la financiaron, especialmente su monarca Luis XV, queriendo proporcionar un acceso digno y funcional a la iglesia gala que lleva por nombre la Trinitá dei Monti. Este espacio sería denominado Piazza di Francia, hasta que el traslado de la embajada española a unos pocos metros eclipsó por completo aquel hecho histórico. De forma paradójica, nunca se sabe cómo opera el recuerdo de los pueblos, la fama de los españoles en Roma pasó casi de manera exclusiva a encerrarse en esta plazoleta, aunque al precio de obviar todo lo que antes he expuesto, que supone una injusticia mayor.